El recurso a mentira, la infamia y el odio como arma de lucha política es tan viejo como la política misma, solo que hoy la revolución tecnológica potencia enormemente los efectos corrosivos sobre la persona o las colectividades contra las cuales se usa tan deleznable táctica. Ha sido tan sistemático el uso de este recurso en las relaciones de poder y en las esferas política, económica y social, que para mucho es tan normal como legítimo, de ahí la sistematicidad con que se recurre a semejante medio. Esta circunstancia es lo que lleva a muchos, casi siempre los mejores, a mantenerse al margen de la política y a otros tantos a preguntarse si vale la pena seguir metido en el lodazal en que discurre la política.

Por varias razones, entre las que cuento experiencias por mí vividas, muchas veces me lo me lo he preguntado. Muchos entrañables amigos me dicen que no vale la pena, pero jamás me he planteado tirar la toalla como, a su manera, ellos tampoco la han tirado. La firmeza, el tesón de innumerables personas cercanas y entrañables, entre las que incluyo algunas con las que tengo profundas diferencias, sirven de soporte y estímulo para seguir batiéndome por un mundo mejor. Es mucho lo que hemos logrado con esa lucha colectiva y no debemos dejarle vía franca a la ignominia. En esencia, el mundo de hoy, a pesar de todo, es mucho mejor que el de ayer y en gran medida es mérito nuestro, independientemente de los   errores y de las muchas miserias cometidas en el camino.

Diversos medios de comunicación, entre las que se destacan las redes sociales y muchas figuras hacedoras de opinión contrarios o al servicio del gobierno de turno, se han convertido en verdaderas máquinas/industrias del acoso, del miedo y de la infamia. En el intento de detener esas máquinas, muchos juristas que no tiran la toalla, y que entienden que el Derecho es una disciplina normativa para la salvaguarda de los derechos ciudadanos, crean y proponen las figuras jurídicas, entre otras, “delito de odio” que es la incitación a la violencia contra grupos humanos por razones étnicas, religiosas, por opción sexual, etc. y “delito de infamia o de injuria”: acciones que, aviesamente pensadas, están dirigidas a socavar la honra de una persona por razones política o personal.

La tendencia a cometer, consciente o inconscientemente, esas acciones tiene su origen en esa a esa irrefrenable propensión de la gente a creer en algo, a buscar un chivo expiatorio o a ser esclavo de algo o de alguien. Un problema psicológico viejo y profundamente tratados por autores como Eric Fromm. Recuerdo, por ejemplo, en un concurrido acto de presentación de una investigación, creo, quien exponía asumió como verdad la infamia contra una destacada activista social y política al decir que esta había sido comprada por el gobernante de turno al regalarle una yipeta y un apartamento. Indignado, rechacé la injuria diciendo que a esa activista frecuentemente la veía en un carro público con avanzado embarazo y que vivía una casucha llena de goteras. Se disculpó, diciendo que no sabía esa realidad.

Creo en la sinceridad de su disculpa por haber incurrido en un delito de infamia, asumió como verdad algo que recurrentemente se publicaba en los medios y que no pocos adversarios del propio litoral de la víctima aviesa e inconscientemente lo difundían. Otro ejemplo que me toca personalmente: es muy conocida mi posición irreductiblemente crítica contra toda forma de negación de derecho sin importar el color del sistema en que se cometa. Alguien que me conoce perfectamente y que carga con el fardo del deshonor por delito de género, escribió en una red que mi posición sobre el régimen venezolano era para obtener una visa norteamericana. Un delito de injuria en su más absurda expresión.

Son innumerables los delitos de odio que aquí se cometen, pero es llamativo y vergonzoso que un significativo sector intelectual y académico aceptara sin chistar que se propagase en sendos chats de universitarios y de pretendidos progres en que ellos participan, la falacia/disparate de que los EEUU presionaban este gobierno para que acogiese 3 millones de inmigrantes haitianos. Presentadores/opinadores de algunos medios televisivos decían que esos se sumarían a los ya “4 millones que estaban en el país”. Un absurdo. Algo inconcebible en otros tiempos y en otros países, una peligrosa falta seriedad de esos sectores y de intelectuales de toda suerte, algunos prominentes y hasta pretendidos historiadores, incrustados en partidos y gobiernos de todo signo…

En este pestilente pantano discurre la política en la generalidad de países, constituyéndose en factor de fortalecimiento y expansión de la ultraderecha en el mundo, algo que agravada la sistemática renuncia a la participación política de mucha gente de incuestionable valía por su talento y talante. En ese sentido, además de las propuestas por mejorar las condiciones de vida, la institucionalización y la cotidianidad de la gente en el territorio, deben aplicarse/instrumentarse medidas legislativas e institucionales para ponerle coto a los delitos de injuria y de odio. Sólo así podría ser sostenible cualquier proyecto de cambio y de sana convivencia, no solo aquí, sino en el mundo.