Uno de los rasgos distintivos de la especie humana es la estabilidad de los valores en el tiempo. Si bien es cierto que los intercontactos y la transcultura tienen un impacto en la conducta y en la propia biología, no menos cierto es que los grupos humanos se cohesionan en torno a ciertos modos de interactuar que sin caer en esencialismo, preservan formas cualitativas. Es justo a esto a lo que llamamos tradición. Aun para estudiar las dimensiones de la personalidad individual, es necesario referentes interpersonales.
Visto así, la condición de animal gregario es más que obvia entre los humanos, y no se vislumbra ningún sisma “evolutivo” que modifique esa condición. Se evidencian maneras de formar vínculos propios de nuestra psicología, que trascienden pero no eliminan cuestiones biológicas como la reproducción, sino que mas bien la convierten en cuestiones a discutir, contrastándola con la biopolítica, los derechos individuales y el “autogobierno”.
Estos grandes contrastes se evidencian cuando todavía hoy perviven los modelos de crianza en los niños para la formación del adulto y la necesaria dominancia de sí, que genera la maduración solo posible en núcleos sociales como la familia. Siempre habrá más correlación entre entorno seguro/personalidad madura, que la idea siempre distópica de una sociedad formada por una suma informe de individualidades.
Durante años, hemos asumido el concepto de familia siempre bajo la sombra del clásico libro: La familia, la propiedad privada y el Estado, de Friedrich Engels, basado en los estudios de Morgan. En el pasado siglo parecía inobjetable que las relaciones de producción determinaron los modelos de familia, y cierto feminismo encontró allí base teórica para sus luchas contra la mujer objeto. Hoy, la antropología nos enfrenta a un gregarismo organizado mucho antes que la conformación de propiedad privada.
La clásica familia nuclear parece que solo sobrevive en Latinoamérica, donde todavía corremos la aventura del matrimonio, la crianza y la educación inicial de los hijos.
Posteriormente, a mediados del siglo XX, estudios científicos de Mary Ainsworth nos muestran el grado de complejidad del pertenecer a un núcleo protector, y sus posibles condiciones innatas luego estudiadas por John Bowlby. Ambos investigadores coinciden en que la formación del vinculo y el apego tienen componentes innatos y adaptativos, que parecen jugar un papel insoslayable en el desarrollo psicosocial y emocional.
Estos avances etológicos tienen varias repercusiones. Primero, nos vuelven a colocar, como especie, en el reino animal. Segundo, abre puertas para establecer la complejidad evolutiva de los vínculos entre los humanos y la importancia del pertenecer para el desarrollo psicológicamente sano del niño. Esa célula del corpus social, transida y vapuleada por nuevas ideologías, todavía es la familia, cuya crisis y deterioro se ha maquillado con neologismos conceptualmente inoperantes.
Algunos de estos “neologismos idealizados” sufren rápida obsolescencia, pues son sustituidos sin fundamento por nuevos. El sentido antitético de palabras como monoparentalidad valdría por sí solo un estudio sobre su pragmática discursiva. Inocular la idea de un único padre (madre) a un niño, no parece que genere efectos favorables a su desarrollo. Antes bien, lo enfrenta a una crisis del desarrollo puesto que la criticada binariedad lo confrontará a cada paso de su proceso de desarrollo psicosocial.
Mas allá de Orwell, la manipulación del lenguaje para inocular formas de pensar, resulta evidente, si despertamos ante los intereses que ocultan. El INSOC es ahora lenguaje de falsas minorías. Buscando la normalización de todo y asumiendo que todo lo establecido es conservador, hemos llegado al rechazo de las ciencias y sus métodos de abordaje. De esta guisa, todo el lenguaje es una construcción, toda la sociología es opresora y toda psicología es excluyente
Si observamos la soledad y decrepitud de las sociedades europeas, donde la esperanza de vida aumenta proporcional a la ausencia de nuevas familias, y mucho menos de embarazos, la clásica familia nuclear parece que solo sobrevive en Latinoamérica, donde todavía corremos la aventura del matrimonio, la crianza y la educación inicial de los hijos.
El rápido envejecimiento de la población se debe, no a un problema sanitario, sino al rechazo al matrimonio y la familia, a la normalización de la familia monoparental y homoparental, en ninguno de cuyos casos es posible la reproducción. Además de la altísima tasa de divorcio. Ambas “categorías” resultan antitética con relación al vínculo familiar puesto que se confunde el lazo vincular con el problema jurídico.
Además de la relectura feminista, ha surgido toda clase de borradura del concepto clásico de familia, pero olvidando que pertenecer es un elemento constitutivo de la naturaleza humana, de la formación de valores y de la propia seidad. Es decir, soy en relación con el otro, no solo como una afirmación estructuralista teórica, sino como una dinámica para ser sujeto. Pertenecer/ser son categorías difíciles de separar.
No se trata solamente de la vieja pertenencia al Clan, sino del profundo sentido de la historia personal vinculada a la historia del grupo, sea este familia o sociedad. Como dijo con toda propiedad Bertolt Brecht: Solo no eres nadie, necesitas que alguien te piense.