Aquel 17 de diciembre de 1830, Simón Bolívar, el gran libertador de América, tenía solo 47 años cuando cerró sus ojos por siempre. No murió, él que siempre encabezó a sus ejércitos, en un campo de batalla, como pudo ser y como tal vez hubiese deseado. No murió, como José Martí en Dos Ríos, con balas españolas que agrandaron su gloria. No murió, como Antonio José de Sucre, el héroe de la batalla de Ayacucho, el general que más quiso y admiró y que designó como su heredero, asesinado en una emboscada por un criollo traidor. Contra Bolívar hubo varios intentos de asesinatos, pero ninguno prosperó. Tampoco murió en una de las tantas travesías que hiciera en condiciones deplorables en las impresionantes y peligrosas montañas de la Cordillera de los Andes.
El héroe por excelencia de América sobrevivió a las batallas que en veinte años lideró contra el veterano ejército español. Sobrevivió a las conspiraciones y a los intentos de asesinato, uno de los cuales protagonizado por uno de los suyos que desde niños estuvo a su lado y quería muchísimo, pero que no le tembló el pulso de fusilar por traidor. Sobrevivió a las traiciones del general Francisco Paula de Santander, convertido por él en vicepresidente y a cargo de la Nueva Granada, hoy Colombia, a la crueldad del general José Antonio Páez, a las conspiraciones de la oligarquía colombiana pro española, a las ambiciones desmedidas de sus generales, que gracias a él se señorearon con poder, fama y dinero. Si en la lucha de América por su independencia hubo un guerrero sobreviviente ese fue Simón Bolívar