Mucha gente se sorprende de que en la República Dominicana se han tenido que hacer tantas reformas tributarias, y el coeficiente de tributación (incluyendo todos los ingresos fiscales ordinarios, aunque en su momento no hayan sido llamados tributos) se mantiene más o menos al mismo nivel que a la caída de Trujillo. Una parte de la culpa de ello tiene que ver con la incapacidad para la adaptación a nuevas condiciones económicas y a la sensibilidad frente a presiones de grupos de interés.
En nuestro país, al igual que en todos aquellos con sistemas tributarios rudimentarios, hasta hace algún tiempo las aduanas constituían la fuente fundamental de financiamiento fiscal. No por casualidad, cuando Estados Unidos intervenía cualquiera de nuestros países, lo primero que hacía era apropiarse de las aduanas. Forma eficaz de cobrar deudas.
Todavía a inicios de la década de 1970 alrededor de la mitad de los ingresos fiscales provenían de aduanas. Es más, esa proporción subió por encima del 60% una vez que se adoptó el tipo de cambio del mercado para la valoración aduanera (que el público bautizó como el ad valorem) en vez un peso por dólar, al tiempo de aplicar un nuevo arancel por decreto.
Pero entonces vinieron una serie de reformas que cambiaron radicalmente el panorama. Dado que corrían vientos de apertura económica y globalización comercial, contrario a la etapa actual, adquirió fuerza el criterio de que el fisco no podía seguir dependiendo del comercio exterior para financiar su presupuesto.
En realidad, mucho de lo que se cobraba en las aduanas no eran propiamente arancel, sino impuestos selectivos al consumo. La incapacidad para distinguir entre una cosa y otra había llevado al país a errores garrafales en términos de política industrial.
El arancel es un derecho de entrada al territorio nacional, como es la visa para una persona. Eso significa que, entre dos productos de similar naturaleza, si uno viene de fuera paga arancel, y el que se produce internamente no paga. De esa forma, se confiere una protección determinada al producto nacional.
Con ello el Estado le está mandando al inversionista el mensaje de que prefiere que se produzca aquí y no que se compre fuera. Ahora bien, si se comete el error de confundir arancel con impuesto al consumo interno, se puede transmitir el mensaje equivocado.
Un ejemplo muy ilustrativo se puede extraer de la industria química. Para la década de 1990, cuando se discutía de reformas tributaria y arancelaria, se puso en evidencia que el país tenía bastante desarrollada una rama de productos cosméticos, artículos de tocador y limpieza. Sin embargo, carecía de una rama de medicamentos.
La razón es que, cada vez que se discutía sobre tasas de impuestos, políticos y legisladores entendían que era mejor gravar poco a los medicamentos y mucho a los cosméticos por cuestiones de canasta familiar. Se confundía el rol del arancel con el de los impuestos selectivos y, con ello, se consiguió el efecto contrario al perseguido, pues se le mandó al inversionista el mensaje de que el Estado prefería que produjera cosméticos en vez de medicamentos.
La confusión se intentó salvar haciendo la separación entre un impuesto y otro, reservando al arancel la función de protección a la producción y no al consumo, como es universalmente.
Entre los artículos que más altos impuestos pagaban se encontraban los automóviles y los electrodomésticos. Como en principio el país no tenía ninguna industria en la materia, pues se le pusieron aranceles relativamente bajos y la diferencia se compensó con altos impuestos selectivos al consumo interno.
¿Cuál era el mensaje que el Estado emitía? Muy sencillo: para el inversionista, que no tenemos interés en incentivar esos renglones; y para el consumidor, que tampoco nos interesa estimular su consumo, particularmente, por sus efectos sobre la balanza de pagos, porque no forman parte de la canasta básica familiar y para evitar el consumo de combustibles fósiles, todos los cuales tenemos que importar.
Casi de inmediato comienzan los cabildeos y presiones del comercio importador para que se les quitara el impuesto selectivo. Y para colmo, el país comenzó a firmar acuerdos de libre comercio con los Estados Unidos y la Unión Europea, de donde viene la mayoría de los vehículos, con lo cual tampoco pagan arancel. A artículos que, por su naturaleza, resisten una alta carga tributaria, se les confirió el mismo tratamiento de quien compra una pasta de jabón: solo ITBIS.
Este fue un tremendo error en la formulación de la política económica, el país se llenó de tiendas que venden esos bienes, las calles están repletas de jipetas y la República Dominicana nunca pudo conducir bien el tránsito desde la dependencia del comercio exterior al mercado interno para el financiamiento fiscal.