Podría decirse el que, en nuestro país, el tema de las reformas es viejo, más de una década. Entre las reformas recurrentemente anunciadas se destaca la nunca iniciada ni mucho menos llevada a puerto: la fiscal. Como aquí no bien termina un proceso electoral cuando ya comenzamos otro, siempre se dice que estas se harán “cuando pasen las elecciones”. Todo apunta a que esta vez se va en serio, y no solo finalmente se hará, sino que el presidente se propone impulsarla junto a otras en la esfera política. Esa perspectiva no solo es correcta, sino que es imprescindible. No obstante, debemos ser conscientes que reformas del calado de las planteadas solo serían sostenible si superan el ámbito formalmente institucional y abarcan cuestiones esenciales de la cultura política
Concebido así, el proceso de reformas podría ser eficaz para recortar significativamente la notoria distancia que aquí existe entre los elementos modernizadores que se identifican en la esfera de lo económico, que algunos obcecados niegan, con el sostenido atraso del sistema político. Podemos fortalecer las instituciones, pero no basta, eso no detiene esa lenta erosión que está socavando los pilares de la democracia, entre otros: los derechos a la participación y representación políticas sin trabas de ninguna índole. Pero, la práctica del uso desmedido de los recursos públicos de parte de la clase política para reproducirse en el poder se constituye en un valladar para el ejercicio pleno de esos derechos.
Son muchas las formas en que se expresa ese uso indebido de los dineros públicos para mantenerse en el poder y para constituir mayorías en las instituciones políticas. Veamos, de los 190 diputados del anterior Congreso, alrededor de sólo 40 no buscaban su reelección y de estos, 18 se postularon para una alcaldía o en el senado. Eso quiere decir que cerca de 150 buscaban su reelección y, en esencia, para su campaña utilizaron el barrilito (dinero del contribuyente) durante cuatro años para promoverse, al igual que los senadores reeleccionistas y los referidos dieciocho que cambiaron de carril. O sea, que esos candidatos usaron el dinero público a su favor y en contra de sus contrincantes. Corrupción pura y dura.
Se dice que entre las reformas se planteará reducir en 100 la cantidad de diputados. Bien. ¿Pero, se mantendrá para éstos los privilegios que gozaron esos 190? El alto costo de la política, otra expresión del alto costo de la corrupción para el país es el principal motivo de la baja calidad de la representación, algo que no resuelve una simple reducción de los representantes. Quitar los afrentosos barrilitos y cofrecitos y oros privilegios, es mucho más importante que modificar el método de D ´Hondt. Como, tampoco tiene efecto democratizador, todo lo contrario, unir las elecciones municipales, presidenciales y congresuales para “disminuir” los tiempos y costos de campañas. Estas son largas, intensas y dispendiosas por los grandes beneficios que a muchos deja una curul, una alcaldía o una regiduría. Esa es la cuestión.
En ese tenor, riñe con la ley electoral, el decoro y la memoria histórica, el negocio entre un candidato, confeso evasor de impuesto, y el dueño del partido postulante, trujillista por demás, que dicen haber acordado una cantidad de dinero para aquel, proporcional a la cantidad de votos que obtuviese. Ese partido obtuvo una cantidad de votos que le garantiza alrededor de 50 millones de pesos anuales durante tres años y100 el cuarto que es electoral. Una afrenta para las muchas familias que pagaron con sangre su lucha contra la dictadura de Trujillo, porque con sus dineros de contribuyentes, en parte, se financiarán las actividades de ese partido. Otro de los dilemas morales que se desprende de una ley de financiamiento a los partidos, cuya excesiva generosidad para los más grandes evidencia su iniquidad e inequidad.
Afrentas como esas, y otras más, es lo que produce la abstención/desafección política, algo que no detiene la obligatoriedad del voto. En otro tenor, sin caer en la judicialización de la política, es necesario establecer un régimen de consecuencias mediante leyes y con sanciones morales para enfrentar las acusaciones injuriosas y sin pruebas durante las campañas, frenar las falsas informaciones, las campañas sucias, la interminable práctica de la compra de cédulas, las acusaciones peregrinas y los financiamientos ilegales de campaña. Hacer más efectivas las que ya existen y exigirles pruebas a esos que sin tenerlas dicen o escriben que no “perdieron las elecciones, sino que se las “robaron”.
Finalmente, diversos pensadores establecen que “la estabilidad de una democracia no solo depende de la fortaleza de sus instituciones, sino no también de las actitudes políticas y no políticas de los integrantes de una sociedad”. Las presiones de los poderes fácticos para lograr exenciones fiscales, los privilegios de algunos que sin sonrojo los usan para combatir a candidatos por sus convicciones ideológicas, la cantidad de personajes que mienten y hacen comentarios injuriosos en diversos medios, algunos financiados a través de anuncios del gobierno, son ejemplos de esas actitudes que lastran nuestro sistema político y de partidos a las que resulta imperioso sacar de cuajo.
Por consiguiente, además de las reformas, cambiar esas malas prácticas es otra materia pendiente que debemos superar.