El escritor y periodista Miguel Guerrero recomendó al expresidente Leonel Fernández que desista de su aspiración de volver al poder, y preservarse como un activo del país para aportar a hacer un país mejor, un verdadero Estado de derecho.
Consideró que con su empeño en volver al poder el tres veces presidente de la República perderá "el sitial que la historia, y el destino pusieron en sus manos".
Al hacer un recuento histórico, el historiador y periodista resalta el ejemplo del venezolano Rómulo Betancourt, y de cómo supo retirarse de la competencia por la presidencia de su país, y se cuidó de no entorpecer a sus sucesores, además de que contiuó aportando esfuerzos e ideas para mejorar a Venezuela.
"La tradición democrática dominicana está huérfana de esos ejemplos, no obstante los daños que el ejercicio excesivamente largo del poder ha ocasionado en diferentes etapas de nuestra vida republicana al esfuerzo inacabable de construcción de un Estado de derecho, garante del respeto de las libertades fundamentales de nuestra nación", precisó Guerrero en una carta abierta al doctor Leonel Fernández.
Expresa que el doctor Leonel Fernández muy bien pudo señalar el camino hacia ese gran objetivo (construcción de un Estado de derecho), peroha preferido, en cambio, la búsqueda de un poder que le despojará del sitial que la historia y el destino pusieron en sus manos.
"Hago la reflexión porque entiendo que la cruda y, hasta a veces obscena lucha por la cima del poder político, degrada y margina de la realidad a quienes consumen sus energías e inteligencia e n esa cruda carrera por un poder que tiene la magia de hacer de un pigmeo un gigante y de un gigante un pigmeo", precisa.
A continuación el documento completo:
Carta abierta de un ciudadano común al expresidente constitucional de la República, Leonel Fernández
Conocedor de su interés por la historia política y de su vasto ejercicio de la Presidencia de la República, a través de tres mandatos constitucionales, me he tomado la libertad de recrear en esta carta abierta el ejemplo de uno de los líderes democráticos más sobresalientes de América Latina. Me refiero a don Rómulo Betancourt, presidente de Venezuela en el periodo 1945-1949 y luego entre 1959-1964, cuando voluntariamente se echó a un lado para permitir que el surgimiento de un relevo del liderazgo de su nación, no se viera entorpecido por el fuerte sello de su influencia.
En 1964, tan pronto como hiciera entrega del poder a su sucesor democráticamente electo por el pueblo y se juramentara como Senador Vitalicio, en su condición de expresidente constitucional, como lo establecía la Constitución, Betancourt decidió ausentarse voluntariamente del país. Su decisión estaba fundamentada en el deseo de romper la nefasta tradición de interferencia del ex mandatario en la gestión de su sucesor, que tan malos precedentes sentara en la historia política de Venezuela. Objetada por aquellos que creían que el enorme peso de su liderazgo hacía aún necesaria su presencia física en el país, su gesto, en cambio, permitiría a Raúl Leoni, su sucesor, marcar su propio rumbo, con resultados invaluables para el proceso democrático (Véase capítulo 13 de La Ira del Tirano. El atentado de Los Próceres. 1994. Editora Corripio, de mi autoría).
Luego de juramentarse como senador vitalicio, el 2 de abril, solicitó permiso formal para ausentarse por tiempo indefinido. Su discurso en esa oportunidad fue un ejemplo vivo de sus profundas convicciones. No sólo prometía solemnemente abstenerse a su regreso de tomar activa participación en la vida parlamentaria. Su compromiso iba más lejos. Le aseguraba al país su inquebrantable decisión de mantenerse “al margen de la diaria y ardorosa polémica política”.
¿Pretendo con esto descalificarlo, menospreciar su talento y su experiencia? Por supuesto que no. Pero temo que usted y su entorno íntimo rechacen los límites que la realidad impone y sería una lástima que el activo que hoy todavía podría representar para el país se consuma vanamente en la búsqueda de una gracia que la historia le congeló.
“Estoy consciente”, dijo en esa ocasión, “de que cumpliré mejor y con mayor eficacia mi propósito de actuar como factor de conciliación y de armonía entre los venezolanos y de apoyo a sus libres instituciones democráticas, en la medida en que deje de ser un personaje controversial y proclive a las sospechas de presuntas ambiciones políticas nuevas. Ninguna de esa carácter tengo, después de haberme correspondido en dos oportunidades y en condiciones disímiles, regir desde Miraflores los destinos del país”. El compromiso fue mantenido inalterable y en 1973, cuando se le presentó la oportunidad de postularse nuevamente, renunció a ser otra vez Presidente de la República y respaldó la candidatura de Carlos Andrés Pérez, como ya había apoyado la del doctor Gonzalo Barrios, ésta sin éxito y antes la del propio Leoni.
Una de sus grandes batallas, que libraría hasta el último de sus días, estuvo dirigida a proteger la democracia venezolana del cáncer de la corrupción. En este campo de la actividad política no se concedió tregua. Trece años después de haber dejado la Presidencia, seguía insistiendo respecto del peligro que el deterioro moral de la vida pública podría acarrear a Venezuela. En un famoso discurso pronunciado en 1977 en Caracas, Betancourt advirtió nuevamente a la nación de las consecuencias de esa enfermedad social. Sus palabras, pasarían a formar parte de su legado moral a la sociedad política venezolana.
La escala de valores del país ha sufrido una vergonzosa distorsión, dijo el expresidente. “Poseer dinero, mucho o poco, exhibirlo y gastarlo con vulgar echonería, es credencial de alardoso prestigio, símbolo del status preeminente. Robar al contribuyente, negociando delictuosamente con el Estado y comprando complacencias de funcionarios públicos venales, es tarea a la cual se entregan consorcios de contratistas (mafia, estuve tentado a escribir) con cínico y alegre desenfado”.
Había un dejo de frustración en éste, uno de sus últimos discursos. Betancourt no se hacía ilusiones en relación con las dimensiones que este terrible mal había alcanzado en el país. En el fondo, su advertencia era otro esfuerzo personal encaminado a llamar la atención sobre el problema, cuando parecía todavía factible la tarea de eliminarlo. El tono de su mensaje era estremecedor: “Desde la calle o utilizando agentes incrustados en las rodajas del Estado, obstaculizan o hasta frenan las tareas administrativas en defensa y valorización de la riqueza esencial y permanente del país: su gente, la de carne y hueso. Utilizan su poderosa maquinaria de comunicación social –prensa, y aún más, insidiosa y peligrosamente radio y televisión- para predicar la religión del gigantismo. Sólo deben hacerse –le dicen al país para hacerle un devastador lavado de cerebro- las inversiones públicas multimillonarias. Ellas son las que dejan amplio margen de tela para cortar y no las orientadas al aumento del cupo escolar; a la mejor asistencia de la salud pública; a mayores préstamos oportunos al industrial o agricultor pobres; a la reforma agraria más eficiente; a los servicios públicos expandidos y cumplidores; a casas baratas para gente de bajos ingresos”.
He querido revivir la memoria de tan insigne político latinoamericano, porque la tradición democrática dominicana está huérfana de esos ejemplos, no obstante los daños que el ejercicio excesivamente largo del poder ha ocasionado en diferentes etapas de nuestra vida republicana al esfuerzo inacabable de construcción de un Estado de derecho, garante del respeto de las libertades fundamentales de nuestra nación.
Usted, doctor Fernández, muy bien pudo señalar el camino hacia ese gran objetivo. Ha preferido, en cambio, la búsqueda de un poder que le despojará, cualquiera sea el resultado que en ese esfuerzo logre, del sitial que la historia, y el destino, pusieron en sus manos. Hago la reflexión porque entiendo que la cruda y, hasta a veces obscena lucha por la cima del poder político, degrada y margina de la realidad a quienes consumen sus energías e inteligencia e n esa cruda carrera por un poder que tiene la magia de hacer de un pigmeo un gigante y de un gigante un pigmeo.
Tres de nuestros grandes líderes políticos de las últimas seis décadas de vida republicana sirven para enseñarnos la realidad que la búsqueda de un poder sin límite pone ante nuestros ojos. Me refiero a las figuras de Joaquín Balaguer, Juan Bosch y José Francisco Peña Gómez. Las huellas de los liderazgos de esos tres hombres dividía al país en dos mitades, en momentos críticos casi irreconciliables a causa de la pasión que generaban. Cuando dejaron de ser opciones presidenciales, se convirtieron, ya en las etapas finales de sus vidas, en los activos nacionales que siempre habían sido.
Creo que usted, doctor Fernández, podría ser un activo del país por encima del ardoroso fragor de la brega partidista. No se le reconoce así porque una parte de la nación lo ve solo de la perspectiva de la lucha por la Presidencia. Tal obstinación enajena el valor del aporte que desde otra acera podría ofrecerle a este país, urgentemente necesitado del talento de su gente, más allá de los mezquinos intereses del quehacer político partidista.
Usted aspira a un cargo que ya ejerció en tres oportunidades y por primera vez hará 28 años en el 2024. En el 2012 hizo esfuerzos por quedarse para un cuarto mandato a pesar de que la Constitución que usted mismo promovió se lo impedía y también insistió en lograrlo en las elecciones siguientes del 2016 y las del 2020, donde apenas logró un insignificante número de votos, suficientes para mostrarle que había tomado un camino equivocado.
Mucho más de un millón de nuevos votantes acudirán a las urnas en las próximas elecciones, dentro de dos años. Ninguno de ellos había nacido cuando ya usted se ceñía sobre su pecho la insignia nacional y pronunciaba ante el Congreso un discurso inaugural en la que abogaba por un esfuerzo de conciliación por encima de las diferencias que siempre nos han alejado de la posibilidad de acortar nuestro camino hacia el futuro. Sus palabras de entonces ( “¿por qué no podemos hacerlo juntos?) ilusionaron al país y alentaron la posibilidad de una nueva era de cambios liberada de los prejuicios que nos ataban a un pasado que tercamente sobrevive entre nosotros.
En el caso hipotético de que lograra su objetivo de regresar a la Presidencia, le pregunto: ¿Qué ganaría con eso? El futuro, en otras palabras, el progreso, es tener respuestas a las urgencias del mañana más que a los problemas del presente. ¿Qué le ofrecería usted al país que no pudo darle en tres periodos, doce años de Presidencia y dos décadas de liderazgo en el partido más importante del país en ese lapso. De ganar de nuevo el cargo que tanto le obsesiona, solo conseguiría que el furor acumulado en años de insatisfacción y encono político se vuelque sobre su Presidencia. ¿O acaso cree que podría ser distinto?
¿Pretendo con esto descalificarlo, menospreciar su talento y su experiencia? Por supuesto que no. Pero temo que usted y su entorno íntimo rechacen los límites que la realidad impone y sería una lástima que el activo que hoy todavía podría representar para el país se consuma vanamente en la búsqueda de una gracia que la historia le congeló.
Venezuela, que he mencionado ampliamente para subrayar los límites que la razón y el buen sentido imponen en la democracia, es un dramático ejemplo de los inoportunos y tardíos regresos al poder de los presidentes Carlos Andrés Pérez y Rafael Caldera, líderes históricos de los dos más grandes partidos de esa nación, Acción Democrática, y la democracia cristiana (COPEI).
Atentamente,
Miguel Guerrero
Elector convencido de que bajo determinadas circunstancias, la abstención es un poderoso voto de conciencia.