Los últimos acontecimientos violentos han impactado seriamente a la sociedad dominicana.
Va quedando una sensación de inseguridad, de desasosiego y de abatimiento. Una tristeza profunda. Nos quedamos con las imágenes de la despedida de Orlando Jorge Mera en el cementerio, y con la fotografía del momento que sus hijos y su esposa Patricia le besaban el rostro, pasaban las manos por sus cabellos, dando de ese modo el último adiós físico al ser querido.
La sociedad no es ajena a esa tragedia. Las personas, las familias, los que integran instituciones públicas y privadas, como entes sensibles resultan arropadas por la idea de que a cualquiera le puede pasar que un amigo (¡Un amigo de infancia!) venga y te pegue seis o siete tiros.
Ya comienza a sentirse una alerta mayor de seguridad. Se esparce el temor. Cualquier visitante puede ser una persona de riesgo. Los familiares y los amigos comienzan a llamar y advertirte que te cuides, que cualquier cosa puede ocurrir en tu oficina, si alguien te visita y no es revisado al momento de entrar. Ahora todas las empresas tendrán que establecer controles de detección de armas.
Se entiende la extensión de la alarma, de lo personal a lo social. Es natural que así ocurra. Es la segunda vez que un funcionario público es asesinado en su despacho en 7 años. Nadie olvida el caso de Juan de los Santos, presidente de la Federación Dominicana de Municipios, asesinado por un amigo en su propio despacho.
Esta tragedia, y sus efectos que siguen expandiéndose socialmente, debe permitir algunas lecciones para la burocracia estatal. En nuestro editorial de este jueves planteábamos el problema del clientelismo político.
Ahora proponemos la formalización de la institucionalidad democrática y burocrática del Estado. Los funcionarios deben reconocer que sus roles de servicios deben alejarse de las confraternidades, del compadreo, del entender que cualquiera puede inmiscuirse en sus decisiones, presentarse como representante, hablar en su nombre. Que todo el mundo sepa que no es posible, conozca que hacer eso es ilegal y tiene consecuencias legales.
El país no puede tolerar un nuevo caso de agravio colectivo con un crimen de esta naturaleza. El gobierno tampoco. Quienes ejercen funciones públicas, aparte de las reglas éticas, deben cumplir con las demás formalidades de la función pulcra, sin nepotismo, sin comadreos o compadreos, tan sinuosos y tan propios de nuestra cultura política.
La regla corresponde al Estado, corresponde al Ministerio de Administración y Personal, a la Dirección de Ética e Integridad Gubernamental, a la Presidencia de la República.
Permitir que continúe el desenfado en las relaciones institucionales es una derrota para el Estado. Permitir que un fulano agreda, dentro de una oficina pública, a un funcionario, y luego continúe hacia el despacho del ministro es una descuido imperdonable, como ocurrió en el Ministerio de Medio Ambiente y Recursos Naturales.
La sensación de inseguridad, las dudas sobre los visitantes y sus intenciones, continuarán. Solo el paso del tiempo hará que esta triste sensación desaparezca. Lo que no podemos permitir que desaparezca es la seriedad con la que las instituciones públicas deben manejarse en sus relaciones con extraños, por más amigos que sean de los funcionarios.