Advertía en mi artículo anterior que, entre corrupción e ineficiencias, el mayor riesgo es que el 4% para la educación perdiera legitimidad y apoyo ciudadano, ambiente propicio para que gobiernos futuros, apremiados por otras urgencias, vuelvan a dejar abandonado financieramente el sector.
Tras casi un decenio de aplicación, y observando los resultados, la sociedad dominicana ya debería comenzar a analizar qué nos ha pasado, en qué hemos fallado. No soy el más calificado para ello, pero algunas ideas puedo aportar.
Cuando se comenzaron a realizar las pruebas del Laboratorio Latinoamericano de Evaluación de la Calidad Educativa (LLECE), la RD aparecía en el ultimo lugar de América Latina en aprendizaje de Matemáticas y Lenguaje.
Después, cuando se incluyó al país por primera vez en la prueba PISA, salió que no era el último de Latinoamérica, ¡era del mundo! Nos quedaba el consuelo de que ninguna de estas pruebas incluía a Haití y, en el caso de PISA, a diversos países muy pobres de África y Asía, para dictaminar a ciencia cierta si había algún otro peor.
Estos datos escandalizaron al conocerse en el país, excepto para algunos que le veníamos dando seguimiento al tema. Este era el panorama en 2013 cuando se inicia el 4%. Estaba claro que el sistema educativo dominicano tenía muchos y profundos problemas.
Para superarlos se requería construir y equipar aulas, formar maestros, dotar el sistema de libros y material docente, aumentar sueldos, reformar currículos, alimentación escolar, extender la jornada, incorporar los hogares y comunidades, mejorar la dirección y organización del sistema en aras de cumplir horarios y calendarios, etc.
De pronto el sistema se vio inundado de nuevos recursos. Malgastar mucho dinero es fácil, pero gastar bien no es tan sencillo. Convertir de un momento a otro una maquinaria acostumbrada a mal administrar miserias, en una eficiente maquinaria capaz de gastar productivamente el doble, hasta en una familia es difícil.
La discusión era por dónde empezar, qué hacer primero. Se necesitaba todo y quienquiera que optara por priorizar algunos elementos tendría sobrada razón para hacerlo. Los gobiernos quieren resultados visibles en pocos años, y algunos de los requerimientos demandan mucho tiempo. Se optó por lo que se pudiera exhibir más rápido, que era construir aulas, subir sueldos, dar alimentación, mochilas y uniformes.
Los resultados cambiaron muy poco. Los maestros siguieron yendo a la escuela cuando quisieran, dando las clases que quisieran, enseñando lo que pudieran (que era muy poco). En el 2018 tras cuatro años de otorgarse el 4%, los resultados de PISA fueron casi iguales. Me tocó participar en un evento de la OCDE en que el Dr. Andreas Schleicher, director del programa PISA, fue llamado a exponer los resultados de la evaluación recién concluida quien, sin saber que había dominicanos presentes, dijo lo siguiente “entre el país con las calificaciones más elevadas, Singapur, y las más bajas, la República Dominicana, hay una diferencia de aproximadamente ocho años de aprendizaje”. Yo quise meter la cabeza debajo de la mesa para eludir las miradas.
Conociendo que esa prueba se hace a los adolescentes de 15 años, razoné que un joven dominicano inscrito en una escuela en Singapur caería en segundo de primaria. ¿Qué pasó entonces? Aparentemente, se comenzó por lo que no debió ser primero: aumentar la cobertura, en un sistema cuyo mayor mal no era cantidad, sino calidad.
Seis decenios antes (a los economistas nos gusta comenzar a contar después de Trujillo), la educación cubría a no más de la mitad de los niños en edad de primaria, menos del 10% de los de secundaria y apenas el 1% de la población en edad universitaria. La mitad de la población adulta era analfabeta, y sólo el 17% escapaba de la condición de analfabeto funcional.
60 años después, se había masificado la cobertura, casi universalizándola para el nivel primario y alcanzando porciones importantes para el secundario y el universitario. La carrera docente se había convertido en la cenicienta de las profesiones, un maestro llegó a ganar menos que el conserje de la escuela; miles de maestros calificados abandonaron gradualmente las aulas, la militancia sindical y política y la huelga sustituyeron la formación y el mérito como medios de remuneración y ascenso en la escuela. Y nunca se degradó más la condición del maestro que cuanto más huelgas hizo.
El problema mayor ya no era cobertura. El país había logrado cambiar masivamente analfabetos que no sabían leer ni escribir por analfabetos con títulos. De modo que había que comenzar por la formación de maestros y transformar la gestión; y esto era además lo que más tiempo requería, porque había que comenzar por formar formadores, es decir, profesionales en ciencias, matemáticas y letras capaces de capacitar los maestros del futuro.
Subir los sueldos era crucial, no como un fin en sí, sino como un medio de atraer talentos y vocación a las facultades de ciencias y de pedagogía. Para encontrar un atajo, algunos sugeríamos importar maestros, para lo cual la coyuntura era favorable, pues sistemas educativos mejores que el nuestro en Cuba, Venezuela, España y toda Europa estaban en crisis, expulsando profesionales. Pero se impuso el pragmatismo político.
Tampoco significa que sin eso nada podía avanzarse. Había que cambiar el entorno del Distrito y la escuela. Conozco muchos de los mejores intelectuales de mi generación que cursaron su primaria en casuchas carentes de agua, luz, cancha o servicio sanitario. La diferencia principal ha de ser que disfrutaron de maestros que, aun sin mayor formación, estaban consagrados y conocedores de que alguien los estaba fiscalizando y que tenían que cumplir todos los días con su trabajo.
Claro está, eso no es lo ideal, seguro que ejemplos de este tipo no abundan, pero también muestra que es terrible el espectáculo a que el país asiste cada año al iniciarse el curso, cuando se dice que no puede iniciar porque hay escuelas sin pintar, que los medios solo hablan de falta de agua en los planteles, de uniformes, cuadernos o tabletas, y el ministro del ramo desperdicia todo su tiempo en estos temas, sin prestar atención a la misión de la escuela: el aprendizaje.
Lo principal es que el sistema tiene que usar bien lo poco o lo mucho que tenga. También se malgastó demasiado dinero en dar empleos a militantes, auspiciar aspiraciones y propagar los supuestos éxitos de la “revolución educativa”.
Con todo ello, el 4% es poco para construir una educación de calidad. Cuando comenzamos a impulsarlo, fue porque eso era lo que se estilaba, pero si ese proceso se fuera a iniciar ahora, veríamos que es mucho más, como veremos en la entrega siguiente.