Dicen reportes de prensa que en ciertos sectores de la Unión Europea hay alarma por las crecientes relaciones de Latinoamérica con Rusia y China, y por su influencia política en una región tradicionalmente vinculada en términos políticos y económicos a Occidente. Que estos lejanos países tienden a ocupar un espacio que por lógica les corresponde a ellos.
No dicen dichos reportes que, en dirección opuesta, en algunos sectores de América Latina también hay alarmas por la forma como la Unión Europea se entregó en brazos de los Estados Unidos, al acompañarlo en su guerra contra Rusia y China.
Lo que vimos fue que la Unión, que muchos intelectuales veían como un eventual contrapeso, que debía esforzarse en cultivar su imagen de potencia alternativa, mantener cierta equidistancia frente a las posiciones hegemonistas, desarrollar su propia tecnología y economía, su propia política exterior y de seguridad, decidió embarcarse en la guerra de Biden por la supremacía mundial.
Que su fidelidad hacia los EUA los hizo acompañarlo en una guerra económica que no estaban preparados para librar, y de atizar el fuego en vez de aplicar todo su poder e influencia en pro de negociar una solución pacífica. Ahora están pagando caro el costo de su decisión, por el impacto sobre su economía y su población, mientras el único y sobresaliente ganador es los Estados Unidos.
Tal parece que el temor a Rusia que les ha asaltado tras la invasión a Ucrania, supera el temor a ser desplazados como potencia económica occidental alternativa, fuente de luz, cultura, paz y solidaridad humana, mientras son ninguneados por los EUA.
En Europa se escandalizan de que en América Latina parece haber muchos grupos que están dispuestos a aceptar la narrativa de Putin antes que la de Zelenski. Obviamente, esto no debería ser así. Después de todo, sabemos que Putin es un autócrata ultraderechista, fanático religioso, xenófobo, criminal y corrupto, en tanto que Zelenski, al menos después de la invasión se ha comportado como todo un estadista, defendiendo a su país. Además, Putin es el agresor y Ucrania el agredido.
Eso no significa dejar de reconocer, como incluso muchos intelectuales norteamericanos reconocen que, si bien Rusia no tenía derecho a meter su ejército en un país soberano, sí tenía legítima razón para preocuparse por la expansión de la OTAN hacia sus propias fronteras.
La narrativa occidental dice que se trata de consolidar el bloque democrático para anteponerlo a los regímenes autoritarios propios de la cultura oriental. Eso no es cierto, pues históricamente los EUA, en procura de su hegemonía mundial, ha sido capaz de aliarse con los más sanguinarios y corruptos dictadores.
Podemos admirar la prosperidad estadounidense, su apertura social y preocupación por la justicia y los derechos humanos, pero vemos estupefactos su espíritu depredador de la naturaleza, su escasa valoración por la vida humana, su vocación guerrerista, por tumbar o imponer gobiernos e intervenir países en todos los continentes, como si el mundo fuera su propiedad privada. Cualquiera lee la postura de sus líderes sobre China y parece como si Taiwan o Hong Kong fueran provincias estadounidenses.
Tampoco parecen entender los europeos que los latinoamericanos tampoco tenemos motivos para sentirnos halagados por la hegemonía estadounidense, y que Putin o Xi Jinping pueden ser lo más autoritarios, pero ni Rusia ni China ha invadido nunca nuestros países, ni han aplastado militarmente gobiernos electos democráticamente, ni propiciado golpes de Estado e impuesto dictaduras, ni han impuesto bloqueos comerciales y embargos económicos, ni nos han dicho qué gobiernos deberíamos tener, como vive haciendo Estados Unidos.
Otra cosa en la que quizás no piensan los líderes europeos es qué pasaría si esa democracia que tanto admiran deviene en una dictadura. Si hay un país occidental en que la democracia está en serio peligro es justamente los Estados Unidos.
Dicen también reportes de prensa que, al ser allanada su residencia de La Florida, el expresidente Trump escribió que algo así “solo podría suceder en países rotos del Tercer Mundo”. Pero lo que sí nos parece propio de países tercermundistas es que todavía este señor esté suelto, después de todas sus fechorías, de las cuales solo una (quizás la más grave) fue el intento de desconocer las elecciones del 2020 y dar un golpe de Estado.
Y no solo que esté suelto, sino que pueda volver al poder, que aun con ese historial todavía lo aúpen grandes masas de votantes, corriéndose el riesgo de una insurrección armada y una guerra civil, lo mismo que auspicie un golpe militar. Ambiente favorecido por el creciente neofascismo de su derecha, cargada de racismo, misoginia, xenofobia, aporofobia e intolerancia religiosa.
Y aunque esto no llegara a ocurrir, tampoco es tan admirable el modelo de democracia estadounidense, donde muchos, como el propio Trump, han llegado a ser presidentes sin haber ganado el voto popular, o donde se están poniendo múltiples restricciones al voto de las minorías, o donde una Suprema Corte escogida autocráticamente vive ahora tomando decisiones dictatoriales que afectan los derechos de su gente.