Modernamente, suelen confundirse las vacaciones con los desplazamientos. También con la huida. Conozco a gentes que guardan escondido, clavado en la parte interior del armario con unos clavitos, un mapa del mundo en el que pintan, con lápiz rojo, los lugares donde han viajado en sus distintas vacaciones. Aparenta el mapamundi un detallado plano de estrategias y maniobras que un general tuviese en su despacho y para el que, antes de mirarlo, se cubriera con casco de combate. Un casco de esos con una redecilla en la que poner hierbas de camuflaje.
Para muchos, aquello de marcharse al pueblo de los abuelos con un pañuelo en anudado en la cabeza por sus cuatro esquinas y un botijo o calabaza de agua fresca ya ha pasado a la historia. Los botellines de plástico con agua mineral han echado todo al traste. Con el pañuelo anudado no puede uno irse a un resort de Tailandia, de Punta Cana o del Yucatán. Tampoco a pasear por París, Londres o el Museo del Prado madrileño. Al retornar a la oficina, a la clase, al taller, al comercio, cualquiera tiene vergüenza de contar unas vacaciones con botijo. De modo que, o puede uno permitirse viajar, aunque sea invadiendo la casa de un primo que vive en el extranjero, o cuenta que las botellitas de agua mineral estaban a un precio prohibitivo “allí donde fuimos mi pareja y yo”, sin más detalles. De vivir en el interior, vale decir que fuimos a la costa; si se habita en la costa, se alude a la montaña. En Madrid, cuando yo era niño, la gente iba “a la sierra”, donde había el mismo calor que en Madrid, pero con más polvo. En Bogotá se advierte que las vacaciones las va uno a pasar en “tierra caliente”, que nadie sabe dónde está, pero 2000 metros más abajo.
Voy a cerrar la computadora, apagar la luz y levantarme de la mesa.
Antiguamente el viaje se relacionaba con la profesión. Permítanme la broma, Magallanes y Elcano se hicieron a la mar y casi se pasaron dos años de vacaciones como los niños perdidos de aquella novela de Julio Verne. ¡Y Humbolt! Ese hombre sí prolongaba en tiempo y distancia las vacaciones: que América del Sur, que América del Norte, que Rusia… O aquellos hijos de las buenas familias centroeuropeas que se tomaban sólo un período de vacaciones en su vida, pero marchaban meses a Oriente, recorrían Italia o Grecia, viajaban a los mares del sur. Luego regresaban a Londres, Berlín, Praga o Budapest cargados con experiencias vacacionales para contar toda su vida, y sin botijo ni botellines de agua mineral. Eso sí, llevaban en su equipaje librotes, piedras históricas, flechas, camisas gitanas de lunares y alguna que otra enfermedad venérea.
Y están, claro es, todos aquellos que no pueden irse de vacaciones, bien porque carecen de recursos, bien porque en el trabajo no se las conceden, bien porque no hay manera de que coincidan a la vez los días libres de la madre, el padre y los hijos. Las vacaciones se convierten así en un ir y venir en camiseta por la casa y las calles del barrio, beber una copa, charlar con las amistades a la caída del día y una partidita de dominó en una mesita de la plaza. Al fin y al cabo, Tailandia, los resorts, las grandes ciudades extranjeras y las islas de los mares del sur los tenemos muy vistos en la televisión, y nada es comparable al rostro relajado y descansado de la persona a quien queremos y que, al fin, ha dormido las ocho horas debidas y pocas veces cobradas.
Mi padre me dijo siempre que descansar era cambiar de trabajo. Si se ha estado en una labor manual: pasar a la lectura; si estudiando: buscar los clavos y el martillo. Reposar consistiría en pasar de la cabeza a las manos y de las manos a la cabeza.
Todo esto se lo cuento a ustedes porque me voy de vacaciones. Voy a cerrar la computadora, apagar la luz y levantarme de la mesa. Dentro de unas semanas, espero que al sentarme de nuevo en el sillón, la máquina tenga alguna que otra telaraña. Y les encontraré a ustedes descansados… de mí.