De las represiones al sinsentido

Vivimos en una época en que el ruido ha sido elevado, no solo a la categoría de música, sino también de conocimiento. A cada rato topamos con opinantes que enarbolan la frase finisecular de que esta es la era del “conocimiento”, confundiendo información con  formación. En ese contexto, aparecen múltiples distorsiones conceptuales de las propias ciencias. Las disciplinas más sensibles a tales errores son aquellas llamadas ciencias humanas.

La psicología de farmacia nos brinda una serie de fórmulas de felicidad que pasan por “ciencia psicológica”, “análisis” supuestamente sociológico, “descubrimientos” antropológicos, etc., consumidas por el lector cansado, que busca, en lecturas-muelle dónde acomodar su ignorancia. Esta situación de holgazanería intelectual es aún peor cuando se trata de profesionales que no han visitado nunca una librería, y no han tomado ventaja de todo lo que la virtualidad ofrece con sus bibliotecas y páginas especializadas a un clic.

Topamos, en este nuevo bosque de ignorancia, con definiciones que no están avaladas por ninguna investigación. Tal es el caso de la clasificación maniquea de las emociones como “buenas y malas”, cuando en realidad las emociones son mecanismos adaptativos y de supervivencia imprescindibles en el proceso evolutivo del hombre. Desde su papel en la relación diádica bebé-madre, hasta las complejas redes relacionales del estar en el mundo, las emociones son tan cardinales como cualquier respuesta fisiológica

Más acá de los estereotipos hollywoodenses, la verdad es que todos sentimos miedo, y los cambios orgánicos y psicológicos que este genera son adaptativos y protectores de nuestra especie. Estado de alerta, irrigación sanguínea a las extremidades, aumento pupilar son herramientas que me preparan para la defensa de la vida. Pero ¿Qué ocurre cuando no está claro el objeto del miedo? La manipulación del fantasma conduce a estado de incertidumbre e indefensión, caldo de cultivo para conculcar derechos y manejar voluntades.

Inicio del enmascaramiento

Sería impensable un humano sin emociones. De hecho en la psicopatología las acciones sin trazas de emoción son atribuibles a sujetos con ciertos trastornos de la personalidad.  Sin embargo, la presión social parece apuntar a la anulación de las respuestas francamente emocionales, y las sustituye por burdas máscaras en la que se sabe que el actor detrás del falso semblante descargará en privado todo lo que ha reprimido en el teatro llamado sociedad. Si la represión psíquica puede causar trastornos que se expresan como angustia y ansiedad, vivimos entonces una sociedad que, por represora, fabrica patologías.

Hace unos años nos levantamos con un experimento de miedo que a nivel mundial se llamó Pandemia y que obligó a una buena parte de la humanidad al confinamiento, y en algunos casos hacinamiento (tal es el caso de los países pobres con alta concentración poblacional y prolongada convivencia de familia).  Miedo inducido, hacinamiento y confinamiento son recursos para generar perturbaciones; La más evidente y generadora de nuevas formas de violencia es la fobia social. El miedo al otro pasa de ser mecanismo adaptativo a convertirse en parálisis o escape del semejante cuyos extremos son estupor o violencia.

Pasado el experimento social, liberaron a los sujetos de forma abrupta, llamando a este recreo: “fin de la pandemia”. No obstante, nadie se preocupó por la secuela que este miedo inducido dejaba en los ciudadanos. Nadie revisó las estadísticas pos-pandémicas de suicidio y otras formas de violencia. Solo salimos a ocupar nuestro lugar en el escenario, a fingir un personaje sin temores, perfectamente adaptado, integrado a sus labores, todo un circo de la simulación.

Ante la amenaza hay varias respuestas posibles; en principio el miedo paraliza, luego aparecerán nuestras respuestas defensivas. En el miedo social la primera máscara es la indiferencia ante la amenaza; creemos que ignorando la avalancha no seremos aplastados. En el mejor de los casos, activamos un mecanismo de defensa: “yo no soy culpable de esa desgracia”, pero el advenimiento de un futuro desastroso nos afectará a todos (casi a todos) de igual manera.

Las máscaras fóbicas  

Ya en otros artículos hemos referido el afán normalizador de la cultura actual. Pero, lo paradójico con ciertas ideologías es que para contrarrestar etiquetas se inventan otras. En este contexto, han diseñado diagnósticos apócrifos con el sufijo fobia para toda forma de pensar diferente a la “progresista”, aunque las fobias están orientadas a identificar estados de ansiedad desbordada, y las ansiedades apuntan siempre a un futuro peligroso.

Un objeto fóbico ha de ser inocuo, no debe representar ningún riesgo. De tal manera que una serpiente en mitad de mi sala, un desconocido empuñando un arma o simplemente una horda de mujeres con los pechos descubiertos irrumpiendo en un claustro religioso, serán motivo de diferentes grados de miedo que no pueden definirse como fobia. El odio es una de las máscaras del miedo y siempre el agresor será más sospechoso de odio que el agredido.

En estos tiempos de una larga transición hacia lo indefinido, se han revertido las construcciones hasta desembocar en miedos a la heterosexualidad, a la familia, al ideal patriótico, a la identidad, a la asunción, en fin, a un imaginario sin coacción, al derecho a cohabitar con los “progres” sin recibir el estigma de conservador y retrógrado, sino de sujeto que piensa distinto y reclama su derecho del mismo modo que, hace a penas décadas, las otroras minorías también lo reclamaban.

Se advierte el brote de odio hacia los que piensan desde otra ética.  Estamos frente a una maniobra del miedo como herramienta para manejar las masas, conduciéndolas a una falsa salvación que no es más que la confirmación del libreto del poder.

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