A: Pedro Peix Pellerano, decidor disidente
Nos hemos referido ya en otros artículos a los síntomas, signos y señas que deberían mover a preocupación en la sociedad global, y la resonancia en nuestro socius, acostumbrados como estamos a la mímica, comportamientos y gestos foráneos, a la práctica propia de la subordinación mental y al habla prestada. Decimos habla prestada pues no se trata de la ausencia de voz, sino más bien de una voz amaestrada por el poder.
No debemos pensar que esa voz amaestrada representa al sujeto que la usa. Se trata, más bien, de una voz en off, unos fonemas que resuenan sin rostro, en el peor de los casos la “opinión” calcada debajo de una “noticia” servida a través de las redes. No es la ausencia de voz que planteó Spivack, es la presencia absoluta de la voz del poder. El imperialismo de la voz, donde el subordinado parece decir algo y el poderoso estar callado. La eficacia de una ventriloquía social.
En este frágil proceso comunicativo, que podría romperse si el subordinado descubriera que puede hablar, es más evidente la fractura entre lo material (real) y lo virtual (evanescente). Por los artificios tecnológicos el hablante es inexistente y, sin embargo, en una nueva forma de alienación, que el marxismo no pudo pensar, el subordinado crea una falsa consciencia de su existir, sin saber que repite el guion del poder.
El goce de hablar desde el dictado del poder, hace que el sujeto se mantenga en los grafos de su dictado indiferente a la realidad; desea no recuperar su voz pues ya la represión no viene de los aparatos del Estado, si no del propio “aparato psíquico del sujeto”, de aquel que “goza su síntoma”. De no querer saber lo que sabe, el sujeto ha pasado a no querer decir otra cosa que la verdad oficiante, no de un dios trascendental, sino del soberano terrenal.
No abrir la boca es una bella metáfora de la subordinación al discurso ajeno que se traduce en: solo abre la boca para decir lo que conviene. Y la verdad incómoda es borradura. En mi propia experiencia, escribir estos artículos y tener una mirada crítica, estética o disidente, es escandaloso, poco diplomático y afrentoso. No se supone que hable desde mi etnia y orígenes sociales, a menos que sea solo para asentir el decir del amo.
En una época de falsas luchas en favor de la igualdad, perviven en clave underground las reales formas de exclusiones y prejuicios: la anulación del discurso de aquellos que hablamos afuera del decir único. Y no se supone que debamos hablar, puesto que, ante la máscara de la tolerancia, lo realmente excluido es la voz. Los grafos de la resistencia van extinguiéndose, y dan paso a una homologación de la opinión pública.
Hace años, escribí sobre el sentido antitético de la palabra política, poniendo en evidencia cómo, en beneficio del poder, la palabra pasaba a significar lo conveniente, aun fuera opuesto a su filología; verbigracia, la poli-ética. Pasamos de la administración de la ciudad (polis) para el bien común (ética), a la “moral” individualista.
Se acusa en el subordinado una amnesia anterógrada, y tendemos a olvidar los nuevos acontecimientos políticos como si no tuviéramos palabras para nombrarlos. Hoy, estamos frente a un genocidio, pero en el lugar que debe ocupar ese semantema, hay una tachadura que el subordinado replica. Piensa, pero no hables.
La amnesia de lo que tenemos en frente, nos protege, en clave histérica, del estremecimiento ante el horror, y nos sitúa en una perversión de lo real. La sociedad, como la histérica del psicoanálisis, prefiere el drama de sus síntomas y no la asunción de una realidad dolorosa. Eso es, ocultamiento del subordinado en su teatro de la indiferencia. Teatro que en nuestro país cuenta con actores bien remunerados, los cuales reducen el mundo a la “información localista”.
Arribamos a una exhibición de la indiferencia, a mostrar con orgullo nuestro desinterés por la realidad real, dejando a los artefactos la tarea de pensar, sin darnos cuenta que dichos dispositivos están programados. Somos orgullosos de ser indiferentes con la ilusoria idea de que es nuestro modo de sobrevivir, incluso de ser alguien, y reaccionamos con rabia ante cualquier disidencia. No podemos hablar porque en la cosificación renunciamos a ver.
El disiente disidente es necio (recuerdo a Pedro Peix, volanteados sus artículos bajo un árbol del parque Colón). Para acallarlo está la marginación, la exclusión y el arsenal de etiquetados. Empero, detrás de todo esto está el miedo, la frustración que no termina de ocultarse del todo bajo el síntoma histérico, y solo queda la agresión contra aquel que se ofrece a la horda con voz propia. Lo acallamos para que nada cambie y continuemos la mímica del amo.
Al final, la voz del amo (aun hablada por boca del subordinado) procurará siempre el orden de sus intereses.
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