Puede suceder que los hijos quisieran que los padres fueran de distinta manera, que tuvieran (así, en potencial) éxito en la vida y se viesen adornados de virtudes. La proyección del presente sobre un pasado ya concluido (los padres son siempre, para los hijos, pasado o candidatura al pasado), es lo más importante que significa la vandálica destrucción de estatuas y monumentos dedicados a personajes o hechos históricos.

Normalmente, el padre es modelo de conducta del hijo, como también los maestros actúan de modelo para sus discípulos. Pero vivimos una época en la que un profesor universitario puede presumir de no haber tenido maestros. Insensatez. Las generaciones no pueden retornar al Génesis, ni el individuo a aprender todo de nuevo: reformular el teorema de Pitágoras, preguntarse por qué una manzana cae del árbol, llegar a la conclusión de que la energía es igual a la masa multiplicada por la velocidad de la luz al cuadrado. Tampoco podemos ir a buscar quién nos enseñe la vida, sin quemarnos con el fuego ni tropezar en la piedra.

Los padres, la generación anterior, viven y han vivido en condiciones precisas, herederas de otras que, a su vez… Es imposible anular la historia, sólo asumirla. ¿Cómo juzgar a los antepasados sin considerar sus razones, modos, valores y posibilidades de vida? No podemos acusar a los navegantes medievales de hacer navegación de cabotaje: no pudieron evitarla hasta que no se inventaron navíos más capaces, como las carabelas. Escapaban de la visión de la costa cuando se equivocaban o se veían arrastrados por la tormenta. La historia y la literatura están repletas de marinos perdidos, como Tristão Vaz Teixeira y sus compañeros, que alcanzaron Madeira, Diogo Silves, quien topó con las Azores o Ulises que llegó, al fin, hasta sí mismo.

La historia del príncipe Carlos enfrentado con su padre, el rey Felipe II,  es conocida; dio pie a numerosa correspondencia diplomática, bastantes páginas de historiografía y numerosas obras literarias. De una de las más importantes, Don Carlos, infante de España (1787), hemos hablado ya en Acento. No está de más volver. Dos años antes de la Revolución francesa, cuando la inglesa ya tenía cien años, después de Lutero y de Calvino, cuando John Locke y Voltaire habían escrito su obra y Kant era el filósofo influyente, el tema de la monarquía todopoderosa estaba resuelto. Schiller optó mejor por el drama de familia que popularizaba August von Kotzebue, pero dio relevancia a la relación entre el padre y el hijo. En 1871, este dramaturgo alemán de éxito estrenó una comedia, Die beiden Klingsberg, donde un padre y un hijo eran rivales amorosos, de modo que la originalidad temática de Schiller radicaba en el componente político que enturbia la relación y acaba alejando su drama del género de la comedia de familia.

Carlos comete un gran error. El padre, Felipe II, no puede disponer caprichosamente de bienes y derechos. Está condicionado por responsabilidades históricas y la dureza que manifiesta con su hijo se justifica porque el reino es más importante que un príncipe.

Cristóbal Colón confió en la redondez de la tierra y cambió el mundo. La llegada de los europeos a América trajo tanto muerte como vida  Pero antes o después hubiera sido así. ¿Quién de los que vuelcan las estatuas del Almirante hubiera preferido, en su lugar, no abandonar la vista de las costas europeas? Colón fue un ambicioso y, probablemente, una mala persona, pero confió en el conocimiento humano y se atrevió. Carlos dice hacia el final de la obra: “Por fin he comprendido que hay un bien más elevado, más deseable que tenerte a ti”. Y Felipe II, tras vencer su amor de padre y al entregar al hijo a la justicia que representa el inquisidor, concluye la pieza con esta tremenda frase: “Lo mío lo he hecho yo; lo vuestro hacedlo vos”.

Busquemos nosotros la responsabilidad del presente, no del pasado.

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