Este año que se inicia va a tener como tema de conversación la llamada inteligencia artificial. Ya el mismo nombre asusta. Todos intuimos que consiste en un uso más o menos decisivo de las combinaciones matemáticas y los algoritmos. Pero no escucho a nadie hablar de un sistema de verificaciones, dando por bueno lo que la IA produzca. El poeta y ensayista César Antonio Molina ha publicado recientemente un libro sobre esta teórica inteligencia.

Le pido a un programa “ad hoc” que elabore un texto sobre mí mismo. El resultado es estupendo. Ya quisiera yo ser tan polifacético. Para la IA, más A que I, he nacido en México, soy futbolista, pero también profesor de química en Harvard, profesor de literatura en Madrid, colaborador de acento.com, famoso músico chileno y, sobre todo, lo que más me emociona, un peligroso delincuente perseguido por toda Latinoamérica. Además, por error en un documento, resulta que nací un día después de la fecha real. La IA repite el error. ¿Quién asegura que no caerá en el error repetido cuando se trate de elaborar los cálculos para el motor de una aeronave?

Saldrá inmediatamente alguien para recriminarme que no afiné en los criterios de búsqueda, pero la inteligencia sirve precisamente para eso, para discriminar. Si el trabajo más importante lo tengo que hacer yo, cualquier buscador e, incluso, una buena enciclopedia al día de las que hay en red me bastan. Y no les hablo de la redacción del documento, no serviría para aprobar una asignatura de lengua: repeticiones, anacolutos, confusión de términos… Algo así como el corrector automático de esta máquina en la que escribo que pone lo que le da la gana en cuanto la palabra no le parece la habitual. Pura estadística, pues, simple y compleja técnica combinatoria.

Digan lo que digan los miembros del nuevo analfabetismo, la IA será capaz de construir un vehículo para conducirnos a Marte, como si de un vagón de metro interestelar se tratase, pero no se le ocurriría ni ir a Marte ni los motivos; escribiría como Garcilaso De la Vega, pero no pensaría en la belleza de la italiana a quien llamó la flor del Gnido; sería capaz de determinar que, dada la temperatura elevada, conviene beber agua, incluso tal vez la pediría, pero nunca construirá una frase manifestando con un diminutivo el deseo extremo de beber (“Deme un vasito de agua”), ni calmaría a nuestro solicitante mexicano con una “Ahoritica lo hago”, en vez del más habitual y seco “Ahora”.

El gran poeta brasileño Vinicius de Moraes tiene un poema sobre el albañil: “Era êle que erguía casas / Onde antes só havia chão. / […] Mas tudo desconhecia / De sua grande missão”. Así, la IA podría levantar casas donde antes sólo había campo, pero desconoce todo de la importancia de su trabajo. La alegoría (me atrevo a convertir en alegoría el poema): el obrero continúa sin parar su labor; construye aquí un edificio, más allá un apartamento, una iglesia, un cuartel, incluso una prisión, “Prisão de que sofreria / Não fosse eventualmente / un operario em construção”. Prisión que tal vez pudiera sufrir un albañil.

Naturalmente que habrá quienes se conformen con los resultados mostrencos de la IA, con aquellos que cualquiera puede obtener si sabe teclear en la máquina, pero la invención, la real invención, para bien o para mal, nada tiene de artificio. Como ven, soy optimista, claramente optimista. Quiero creer que nuestro albañil conoce los peligros de edificar la cárcel.

Mi abuelo me contaba, cuando yo era pequeño, que la estadística consistía en que si mi vecino se comía dos pollos y yo ninguno científicamente resultaba que nos habíamos comido un pollo cada uno. Pues ahora puede resultar que tampoco mi vecino coma nada. La pregunta que flota en el espacio es: “¿Quién se come los pollos con esto de la IA?”. Como siempre, no es un problema de inteligencia, sino de poder, de quién controla el algoritmo de marras.

Jorge Urrutia en Acento.com.do

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