Entre el hombre y la máscara hay una vinculación de coexistencia ancestral y sagrada que trasciende el Universo. Hay pues, una relación antropológica y un problema filosófico. Pensar la máscara es lo mismo que pensar el hombre, por su condición mutante. Entre ambos se consagra un secreto escondido en los pliegues de la moral. Hablo de la máscara como objeto, aquella que plantea un orden metafísico y fundamentalmente espiritual. Gracias a esa corriente, la máscara vive en consonancia con las necesidades del ser. De hecho, la vida del hombre ligada al tedio necesita el espectáculo del disfraz para sobrevivir hedónicamente y procurarse así una efímera felicidad. Partiendo de estas premisas, me parece que Dios imaginó a la máscara y ella creó al hombre a su imagen y semejanza. Por esa causa, creó también una relación dialógica que nos conecta con lo ignoto, cuyo prontuario lo encontramos en el mito y en el idioma de los dioses. De ahí que la relación de la máscara con el hombre es necesariamente un encuentro con el mito y con el ritual.

Más de 500 máscaras pintadas de rojo usadas en 2017, en la playa Copacabana, en Río de Janeiro (Brasil), para pedir la renuncia del entonces presidente de Brasil, Michel Temer, envuelto en un grave escándalo de corrupción. EFE / Marcelo Sayão

La consagración de la máscara consiste en sumergirse en el rostro del hombre, para que este actúe desde la esfera del placer o desde las orillas del mal. Habita su geografía, inunda su territorio y juntos recorren un camino ancestral e inagotable. Desde tiempos remotos la máscara utiliza el rostro del hombre para exacerbar los deseos de su espíritu y para saciar sus instintos. Cuando el hombre imaginó la máscara también imaginó su rostro, y así, se imaginó el mundo: creó el espejo. Pues, en las civilizaciones antiguas, los habitantes de las tribus la utilizaban para que su vida tuviera sentido y destino.

La idea de la máscara es una vieja interpretación que parte de la idea de una doble moral. Efectivamente Kant, –en Crítica de la razón pura—advierte sobre el carácter moral del hombre para que actúe en un espacio completamente apegado al orden racional. Es cierto que, para el hombre, el recogimiento significa una cusa. Sin embargo, sociólogos y filósofos encuentran en el uso de la máscara el derrumbamiento de la cuestión ética, ante la masacre humana y ante la perversidad de ciertos individuos a dejarse arrastrar por el morbo, por los placeres mundanos, por el poder político y las oportunidades que conlleva la vida material. Malinowski por ejemplo, ve esta relación de la máscara con el hombre, dentro de la línea de un orden ceremonial y ritual.

Máscara de un disfraz en el Carnaval Vegano. Santo Domingo, República Dominicana.Foto: © Juan Camilo Cortés

Artísticamente el hombre usa la máscara para cantar y reír. Para danzar, para revelarse ante el espejo de su genuino rostro y gozarse los placeres primigenios. Cuando el hombre usa la máscara, es el hombre auténtico. Deja a un lado la vida falsa, para resguardarse del monstruo que constituye la divina conciencia. Así que desde la caverna del yo, arma un juego lúdico para saciar con ella su deuda de niño. En los rituales teatrales, los actores usan la máscara para mutar en personajes de ensueños y causar cierta magia, magnetismo y extrañeza, ante la vistosidad del espectáculo. Toda máscara sigue siendo emblema del mito. Fue así como los hombres, desde el interior de las cavernas soñaron con el rostro de los dioses para pensar como máscaras y convertirse en espectáculo. No en vano el hombre moderno es máscara y espectáculo a la vez.

Todos en algún lugar del universo hemos sido máscara. A cada segundo somos esa máscara en la que resguardamos nuestros rostros, para establecer una comunión con el mundo verdadero, con el mundo inventado, con el mundo secreto y con el más remoto de los mundos, que nunca sale a la luz pública. Así que usamos la máscara para concretarnos con las francas interioridades de nuestra vida privada, aquella que se esconde del murmullo público. La clave de la máscara frente al hombre se concreta en la utilidad que de ella se deriva para que este viva del escarnio. En definitiva, miente el hombre máscara. Sin embargo el hombre como ser terrenal, ignora que vive en la ficción, porque vive del tiempo, y el tiempo es una ficción. De manera que el hombre esconde su rostro detrás de la máscara para burlase de Dios que es lo mismo que burlarse del tiempo y de la muerte.

Hay entre el hombre y la máscara una cuestión ritual, me refiero a la máscara física, a la usada por el hombre primitivo. Desde la antigüedad los rituales carnavalescos la usan para que los hombres se gozasen la idea de autenticidad, dentro de un rostro que no le pertenece. Allí los humanos, escondemos nuestras falencias, nuestros errores y los demonios que inventamos mientras vivimos. Así fue que el hombre primitivo se inventó la máscara para vivir, para gozar, para descubrir el monstruo detrás de la piel. De ahí, que entre el hombre moderno y la máscara hay un instinto caníbal. Ambos se devoran uno al otro como en los cíclopes griegos. Se sumergen en los cuerpos y los rostros se desvanecen con la mirada, más bien, se bifurcan.

Cuando en un juego de carnaval los individuos se disfrazan, sacian con este juego su sed de venganza con los dioses, con la materia y con la carne. La máscara es útil en cuanto se arriesga para que el hombre sea sustancia del mito, para que mute, para que se convierta en un ser imaginario. Es como el escudero Sancho. ¿Cuál ha sido la versión última entre el hombre y la máscara? Establecer la comunión de lo sagrado. Cuando Dios inventó el rostro del hombre, primero había inventado el rostro de la máscara para establecer sabiamente la diferencia entre la autenticidad y la falsedad., para que este despertara con tristeza frente al espectáculo moral de su genuino sentimiento.

Soldado romano (recreación).

Dios no tiene rostro, sin embargo inventó la máscara para que ella a su vez inventara el rostro del hombre. Gracias a esa invención la máscara es un gerundio. Gracias a la existencia de la máscara el hombre nos da la idea de una falsa caricatura. Por este motivo ha vivido todo el tiempo en el rango de la ficción. Así que el hombre es una ficción y vive un tiempo inventado, vive el tiempo de Dios.  Vive pues, el tiempo imaginario, que es el tiempo de la máscara. Los soldados del Imperio Romano vivían la guerra con la máscara porque ese era el fin de su vida guerrera. La vida del soldado romano no tenía sentido sin la máscara, pues ella era la fuerza de atracción que resguardaba el poder imperial. Por esta razón, cuando la sombra de la máscara desapareció del rostro del soldado, el Imperio Romano se desplomó en las manos de Dios, porque ya no tenía razón de ser. Su amuleto era el escudo, pues sin él, el soldado romano era tristemente una invención. Su rostro verdadero era la insignia del dolor. Su fuerza, el mito que ha quedado para el bien de la historia, como una efigie grabada en la memoria universal.

 

 

Eugenio Camacho en Acento.com.do