Regreso de vacaciones. Eso significa que estoy cansado. En vacaciones uno se dedica a hacer lo que durante los períodos laborales no hace. Camina desaforadamente, corre como si fuera un tempranero economista de Wall Street, nada imitando a los profesionales de los juegos olímpicos, va de comilona en comilona, bebe como si el alcohol fuera a desaparecer de la faz del mundo y trasnocha como una bailarina de music-hall. Vamos: un desastre físico.
Yo, personalmente, me he contenido. No soy bebedor, no trasnocho y como moderadamente. En vacaciones hago lo mismo que el resto del año: me dedico a leer y a escribir, pero rompo mis costumbres horarias y sustituyo el teatro y el cine por el mar o las visitas turísticas. Me distingo, eso sí, de los turistas habituales en que me detengo más tiempo delante de un cuadro.
Los estudios estadísticos (hay estudios estadísticos para todo) dicen que un turista no pasa más de cuatro segundos contemplando un lienzo en un museo. Habría que mirárselo, como se dice hora. Mirarse, no tanto el cuadro, sino a uno mismo. Primero, en cuatro segundos no se contempla nada, ni siquiera se mira, tan sólo se ve. Segundo, no hay razón alguna para acudir a un museo y no detenerse ante las piezas expuestas. Actualmente el visitante se hace una foto a sí mismo en el lugar, una autofoto, un selfy o selfie, que dicen los pretenciosos. Pretenden demostrar que se ha estado allí, en donde sea. Ante la puerta del campo de concentración de Auschwitz, donde un millón de personas fue encerrado, torturado y muerto la gente se autofotografía haciendo carantoñas o con dos dedos abiertos horizontalmente. Hay que ser inconsciente, ignorante o malnacido.
En muchas ciudades del mundo hay movimientos en contra de los turistas. Y a favor. El turismo produce riqueza. No solo a las compañías de transporte, los hoteles, los restaurantes y las tiendas de recuerdos, también a los bancos, porque hay quien se va de vacaciones pidiendo un préstamo y alterando la economía familiar. Puede el turismo nivelar la economía nacional. Además, permite ampliar horizontes geográficos y culturales. También los gastronómicos. Tengo un vecino que se fue de vacaciones a Perú, y me explicaba que lo hacía porque “parece que hay una cocina estupenda”. Yo le contesté que en nuestra misma calle hay tres restaurantes peruanos estupendos y están más cerca. Tal vez quería viajar para compararlos.
Pero el turismo, tal como se da hoy, es también destructor para las ciudades. Por eso hay movimientos ciudadanos que protestan del turismo llamado de masas. Rompe su ritmo de vida, sobreutiliza los servicios comunes, satura los medios de transporte, invade los espacios de reposo o satura los hospitales (porque el turista tiene la manía de caerse o ponerse enfermo de fuera de su casa). Uno de los hábitos del madrileño, por ejemplo, es acudir a los cafés a conversar o leer el periódico, pero ahora resulta imposible hacerlo desde media mañana porque los camareros preparan ya las mesas para al almuerzo. Sucede que sólo un extranjero se sienta a comer en España antes de las dos de la tarde. Se acabaron los segundos desayunos, las citas y los aperitivos (¡adiós caña de cerveza o vermut!), también el café posterior, porque hay norteamericanos y nórdicos que ya empiezan a cenar a las cinco y media, antes de que los niños españoles merienden su pan con chocolate al salir del colegio.
¿Y qué decir de esos museos invadidos por contempladores de cuatro segundos? La última vez que fui a los museos vaticanos, los empleados (tal vez al mando de algún obispo de alta graduación) tenían que dirigir el tráfico de los visitantes, desviarlos a una o a otra sala y pedir una rápida circulación. Eso sí, los visitantes chinos, con su disciplina de origen maoísta, al menos caminaban formados de nueve en fondo lo que, aunque invadía totalmente los pasillos, aligeraba mucho. Y no les cuento las órdenes y amenazas inquisitoriales de los gritos en la Capilla Sixtina.
Esto del turismo y las vacaciones también vamos a tener que mirarlo. ¿Cómo eliminar las exageraciones, combinar la vida ciudadana con la invasión turística, controlar que el ocio de los unos no altere la vida de los otros, mantener todo en su justo límite, confundir la cultura con el viaje o el ruido con la diversión? Los políticos prefieren pasar de puntillas, porque piensan que se trata de economía y de libertad cuando es una cuestión de respeto y educación. Vamos, de lo que tendría que enseñar la escuela primaria.
El caso es que regreso cansadísimo. Mal dormido, mal comido, mal ilustrado y con unas ganas enormes de echarme la siesta. Y es que, cuando estamos de vacaciones y somos turistas, nos molestan los turistas.
Jorge Urrutia en Acento.com.do