Cuando ustedes lean esta columna, queridos y siempre inesperados lectores, yo casi estaré empezando a poner la mesa para la cena. Esto de los meridianos y husos horarios es una complicación. Por ello pudo decirse que en el imperio español nunca se ponía el sol. Se levantaban en la isla de Guam y se acostaban en la montaña peruana. Así no hubo modo de ponerse de acuerdo. Cuando yo descorche la botella de espumoso para felicitar el año nuevo a mi nieto, este estará allá, cabalgando por las praderas texanas, y no tendrá una copa que llevarse a la boca. Y cuando brinde él, no se atreverá a despertarme. Por eso nunca se han entendido rusos y americanos. Si unos se acuestan otros se levantan. No comprendo por qué no se les ha ocurrido a todos irse a vivir en las Azores.

Hoy es la noche de la cena en familia. Dos problemas irresolubles, como aquello de los rusos y los norteamericanos: la cena y la familia. Aquella acaba siendo inapropiada e indigesta. La Segunda obliga a que el más diplomático de los comensales resuelva todas las discusiones. Y eso que siempre falta alguien. No quiso venir o ya no podrá venir nunca: en cualquier caso, melancolía, cuando no llantina.

La tradición tiene tanta fuerza que acudimos, por poco religiosos que seamos, a celebrar la fiesta. Claro que, en verdad, la Navidad es un canto a la resurrección de la carne. Las sillas que aquellos abandonaron, otros vienen, niños o adultos, a colmarlas. En mi casa la mesa cada diciembre se nos hace más grande. Hace años, añadíamos suplementos inseguros que disimulábamos con superposición de manteles. Los mayores presidían en el extremo más firme. Los pequeños se balanceaban en el extremo inestable donde algún vaso siempre rodaba y vertía su contenido. Los niños de ayer han ido cada vez más acercándose a la presidencia. Yo ya contemplo los brazos del gran sillón que pronto me tocará. Pero la renovación marcha bastante lenta y la vida dispersó a algunos. La distancia entre los que quedamos en la mesa, por lo tanto, aumenta escandalosamente.

¿Qué puedo decirles ahora? Las sociedades bien pensantes solían hablar de sentar un pobre a la mesa. Los manjares, vinos y turrones acallaban las malas conciencias. Ahora ya nosotros somos los pobres, al menos de espíritu, y encima en el reino de los cielos tampoco quedan muchas plazas, que los siglos corren que da gusto y el metro cuadrado de gloria está carísimo.

Para reunirnos todos, tal vez podríamos tomar un avión sobre el océano y resolver la cena eligiendo, como siempre cuando se está en el aire, entre pasta o pollo (que las compañías aéreas son poco variadas). Lo malo es que unos irían hacia el Este y otros hacia el Oeste y tampoco coincidiríamos. El mundo no es un pañuelo y el que hay, el pañuelo, sólo sirve para secarse las lágrimas.

En cualquier caso, queridos lectores, con más o menos familiares en la mesa, con los alimentos que vayan a tomar, con las lagrimitas y el cariño de rigor, les deseo cordialmente que al menos esta noche dejemos de pensar en lo exiguo de los ingresos, en las guerras siempre crueles, en los disgustos cotidianos o en los peligros que nos amenazan. O en la política. Quisiera sinceramente que esta noche sientan en el paladar el sabor de la felicidad.

Jorge Urrutia en Acento.com.do

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