Escribo esta columna poco después de que el ejército ruso haya bombardeado un hospital en la ciudad ucraniana de Mariupol. Ignoro cuál pueda ser la situación de la guerra cuando se publique en el periódico.
Los libros dicen que la guerra es una constante en la historia de la humanidad. Es posible. Tal vez sea verdad. Pero en esta ocasión, no sé si los historiadores del futuro podrán explicar el motivo para iniciarla. El único que yo veo me parece casi medieval. No encuentro otra explicación más que la ampliación del territorio. No hay razón ideológica alguna, ni cuestiones de herencia real, ni derechos suprimidos, ni excesiva población para la superficie del país agresor. Sólo veo deseo de dominio, demostración de poder, ansias de imperio. Los soldados rusos deberían marchar con coraza o armadura completa y sustituir el fusil ametrallador por la espada. Así no se sentirían desplazados en el tiempo y estarían convencidos de su actuación medieval.
Me levanto de la máquina en que escribo y me acerco a una de las estanterías de la habitación. Extraigo de su lugar un volumen de Svetlana Aleksievich, la Premio Nobel de Literatura en 2015, un premio que tanto llamó la atención. Tengo varios libros de esta escritora que supo recoger el testimonio de unos centenares de personas que vivieron y, sobre todo, sufrieron los hechos históricos en los que se centra: Últimos testigos, Los muchachos de zinc, Voces de Chernóbil. En todos ellos la labor de la autora ha consistido en obtener testimonios, relatos orales que selecciona y ordena. Pretende ser neutral y, como eso resulta imposible, se limita a transcribir lo que responde a la interpretación que cada uno da de los sucesos, no pliega el testimonio a su ideología personal (como sucede en tantos libros de testimonio latinoamericano desde 1960), sino que recoge relatos a veces contradictorios en el pensamiento y en la visión de lo narrado pero que, como conjunto, expresan el horror de la situación, la injusticia de los efectos de unos hechos que, si ciertas personas los consideran erróneos e innecesarios, otros en cambio los entendieron acertados y dignos de exigir cualquier sacrificio. El libro que elijo es El fin del "homo sovieticus”, sobre la desaparición de la Unión Soviética. Casi oyendo el ruido de aviones y drones sobre mi cabeza, como si estuviese en Mariupol o en Kiev, busco, no ya comprender, sino entender algo del desastre.
Terminado el régimen comunista, un informante dice: "La libertad resultó ser la rehabilitación de los sueños pequeñoburgueses que solíamos despreciar en Rusia”. El socialista Fernando de los Ríos viajó a la URSS, visitó a Lenin. Lo cuenta en un libro de 1921: Mi viaje a la Rusia sovietista. Durante la conversación, le comentó: “Nada me dice de la libertad", a lo que el dirigente revolucionario respondió: “¿Libertad para qué?”. Aquel informante de Aleksiévich, sin duda, había descubierto que la libertad por sí sola no da de comer, ni permite aplicar el sentido de necesidad a las compras, ni otorga mayores conocimientos ni la felicidad. Añoraba por ello el sistema soviético que cubría muchas necesidades, aquellas consideradas esenciales, aunque también fijase normas cerradas de comportamiento. Svetlana añade que una fuerte nostalgia de la Unión Soviética se ha ido extendiendo por la sociedad, que vuelve el culto a Stalin y que los campos de trabajo son ahora destinos turísticos, como ―añado por mi parte― los campos de concentración nazis.
Esa melancolía por un régimen político que el tiempo ha dulcificado en la memoria, se une al orgullo patriótico. Otro informante explica que a los rusos "jamás nos abandona la sensación de ser especiales y excepcionales”, aunque sólo sea por el gas y el petróleo. “La idea de que Rusia debe crear algo extraordinario y mostrarlo al mundo jamás nos abandona”. ¿Estará aquí el origen de la guerra?
Ser siempre grandes, amenazar mejor que ser amenazado, demostrar la fuerza por encima de la capacidad de convencer, creer que el sufrimiento es una heroicidad y convertir todo ello en ideología. Dijo Pascal que el corazón tiene razones que la razón ignora. El problema radica en saber si aquí, ahora, hallamos razones e, incluso, si hay corazón.