Pasadas las cinco y treinta de la tarde de un domingo en la intersección de la calle Cuba con Archille Michelle de la ciudad de Santiago, una multitud expectante de cientos de personas llenó las aceras, dejando una especie de franja similar a una pista de aterrizaje justo en el centro de la calle. Doce parejas tomadas de la mano y vestidas de amarillo, azul, blanco, rojo —incesante cadena de colores—, desfilaban por el estrecho sendero y nos transportaban a los años 50s y 60s. El público aplaudía.
Algunos de los hombres vestían vivos pantalones de colores, perfectamente planchados, con tirantes, zapatos de charol, camisa holgada y sombrero. Las mujeres llevaban vestidos largos —también de colores llamativos y combinados con sus compañeros—, ceñidos a la cintura, y tacones. Se miraban las caras con entusiasmo y reían con emoción.
La misma calle Cuba era la plataforma donde se preparaban para bailar son cubano, en la fiesta callejera y cultural del barrio Los Pepines, que ha venido a ser conocida como El Son de Keka.
Ese día hacía un calor abrazante. El techo de zinc oxidado de una casa azul lo confirmaba: todavía vibraba por el calor inverosímil del mediodía. Pero eso no molestó a los bailarines, que están acostumbrados al azote puntual del sol caribeño. Se mostraron aliviados cuando una tierna brisa primaveral impregnó el aire con un aroma a guayabas maduras.
Mientras las 12 parejas se alineaban a lo largo de calle Cuba, dejando suficiente espacio entre una y otra para la actuación, una dulce voz femenina anunció por las bocinas que se realizaría una exhibición. ¡Una calle partida en tres mitades de gente de repente se unió en una melodía de son! Tan pronto empezó la música, el sol, el calor y los respiros afanados pasaron a segundo plano. Los movimientos exactos de las parejas más experimentadas inspiraron silbidos de aprobación y aplausos. El son que bailaban era Bardo, canción grabada por el Septeto Nacional en 1965. El baile le sirvió de complemento a la letra:
Para ti oye, canto
Lo que he sufrido
Tan solo por quererte
Un solo día
Doña Chelena y Nino Son –cuyos nombres verdaderos son Rosa Elena Paulino y Manuel Darío Paulino– rápidamente captaron la atención del público con sus delicados movimientos. Bardo por sí solo era simplemente otro son nostálgico sobre el amor no correspondido. Pero Nino y Chelena lo transformaron en una joya aquella tarde. Mientras se entregaban a la música, sus movimientos rítmicos estaban en perfecta sincronía, en sus hombros y caderas. Doña Chelena parecía tener el control a veces, mientras bailaba alrededor de Nino –quien giraba en una sola pierna como planeta en su eje. Nino retomó los movimientos más destacados. Parecía estar escribiendo, con su juego de pies, un poema sobre la arena. Cada movimiento era acertado con una especie de ternura y gracia premeditadas. Nino Son, de 69 años, intentaba realizar su mejor actuación aquella tarde. Cuatro de sus 14 hijos estaban entre el público. Sabía que lo estaban grabando con un teléfono celular y disfrutaba la atención.
Aunque Doña Chelena y Nino Son tienen el mismo apellido, no están relacionados. Doña Chelena, de 81 años, está casada con uno de los mejores amigos de Nino. Comenzaron esta sociedad artística cuando la ex pareja de Nino se retiró del baile hace cuatro años. “La gente piensa que somos marido y mujer”, dijo Chelena. "Venimos aquí los domingos y bailamos en otros eventos en la ciudad, y la gente asume cosas".
En cierto modo, esta suposición no es del todo descabellada, ya que muchos de los bailarines, conocidos como soneros, pasan mucho tiempo juntos e incluso visten igual. Este domingo, sin embargo, Nino y Chelena no vistieron los mismos colores. Chelena, una mujer menuda, de piel de cacao, que parecía mucho menor de 82 años –sobre todo cuando bailaba– vestía una blusa rosa, zapatos blancos y una falda larga con flores en tonos amarillos, azules y rojos. Nino, que es un hombre negro y fornido —de la mejor estirpe africana— vestía casi de amarillo. Sus tirantes eran de color azul turquesa; el cinturón y sus zapatos eran blancos, pero su sombrero enorme, camisa y pantalones eran de color amarillo banano.
“La vestimenta es parte de quién eres como bailador, parte de la energía de la música”, dijo Nino. "Y cuando te vistes con colores vivos, es más fácil atraer la atención del público durante las competiciones".
Aunque Nino Son es un bailarín algo extravagante, que compite por la atención del público, también es uno de los que más interactúa con la gente. Después que Nino y Doña Chelena mostraron algunos de sus mejores movimientos, quienes miraban entre la multitud, incluso niños, se sintieron atraídos a la pista de baile.
José Antonio Rodríguez, mejor conocido como Keka, imaginó originalmente este encuentro como una forma de promover y revivir el son cubano, un género musical (casi) olvidado. Don Keka murió en agosto del 2021, a la edad de 94 años. Pero a unos metros de la intersección donde los soneros se reúnen a bailar –en la casa número 70 de la calle Archille Michelle– se pintó un mural suyo en la firme pared frontal de su antigua residencia, recordatorio de su visión y legado. El mural muestra a un anciano delgado, con profundas arrugas y un corte de pelo metálico, sonriendo junto a un tocadiscos.
Fue en una pequeña zapatería de la calle Cuba, en los años 70s, donde nació el encuentro que luego se convertiría en El Son de Keka. Un grupo de bohemios, encabezados por Don Keka, se reunía allí todos los domingos, a partir de las diez de la mañana, a compartir tragos y a escuchar son cubano. La reunión de unos pocos amigos nostálgicos, unidos por el amor al son, creció hasta convertirse en un grupo lo suficientemente grande como para ocupar la acera justo afuera de la zapatería, y, luego, en una fiesta que ahora llena toda una cuadra. El grupo tocaba clásicos del son cubano, grabados por grupos legendarios del género, como el Trío Matamoros, Los Compadres, El Sexteto Habanero, EL dúo Los Ahijados, Antonio Machín y otros.
“Al principio éramos 10, más o menos. Empezábamos a tomar y a escuchar son en la tienda, y cerrábamos la noche en casa de Keka”, dijo Oscar Tejada, conocido como Don Yayo, amigo de Don Keka, y colega zapatero.
Hoy en día, la zapatería se ha convertido en un emblema del propio evento y se puede ubicar en una de las casas centenarias que bordean la calle Cuba. El establecimiento estaba cerrado cuando Don Keka murió, pero su familia todavía utiliza el espacio para guardar sillas y mesas que usan para la fiesta de los domingos.
El Son de Keka se ha convertido en la manifestación de una alegría musical que se proyectó por primera vez en los murales históricos y casas de Los Pepines, Santiago de los Caballeros. Mientras que una constelación de estructuras modernas y altos edificios de apartamentos se eleva en el norte de la ciudad, hacia el sur, las modestas casas bajas de Los Pepines –pintadas con toda la paleta de colores caribeños– representan y preservan la identidad de Santiago y la herencia dominicana.
Precisamente al lado de la vieja zapatería de Keka se encuentra un mural de Johnny Pacheco, el icónico salsero nativo de Los Pepines. Hay dos impresiones de Pacheco en el rústico muro de hormigón. En una de ellas, simplemente toca la flauta. En la otra, el rostro de Pacheco, pintado a blanco y negro, brilla con una afectuosa sonrisa sobre un mosaico de tonos verdes, amarillos, naranjas, morados y rojos. Los luctuosos tonos de blanco y negro en el rostro de Pacheco sugieren un vago desapego de la realidad: su muerte física. Pero el colorido mosaico de fondo es una clara evocación de que su música continúa resonando en las calles de Los Pepines: una tarea amorosa que fue asumida y realizada por un humilde zapatero de la calle Cuba.
Aproximadamente a las 7 p.m., una voluptuosa mujer negra, que parecía tener unos 30 años bien cumplidos, se acercó al DJ Leonardo Rodríguez –el menor de los hijos de Keka– y le pidió que pusiera una canción. La canción era una bachata. La familia de Don Keka rara vez coloca otra cosa que no sea son, pero Leonardo aceptó a regañadientes. La mujer era una visitante de Santo Domingo y cuando reciben visitantes de otras provincias y países, los organizadores suelen mostrar su mejor hospitalidad. Después de tocar una bachata y un merengue, Leonardo colocó una de las canciones favoritas de su padre, Lágrimas Negras, un encantador bolero son grabado en 1930 por el mundialmente famoso Trío Matamoros. Leonardo cantó:
Y aunque tú
me has echado en el abandono
Y aunque tú
mataste mis ilusiones
En vez
de maldecirte con justo encono
y en mis sueños te colmo
en mis sueños te colmo
de bendiciones
Mientras escuchaba la canción, Leonardo contaba la historia detrás de la pieza. Explicó que fue escrita por Miguel Matamoros en una visita a Santo Domingo. El son, que narra la trágica historia de un corazón roto, es una de las composiciones más reconocidas en toda la historia del género, ya que ha sido grabada y adaptada por varios artistas de la industria musical latinoamericana. No cabe duda de que el tema es un clásico entre los soneros, porque al escucharla la gente tarareaba, cantaba, seguía la letra y, por supuesto, abarrotaron la pista de baile. Aquellas letras parecían sembrar nostalgia en los corazones de las parejas: cerraban los ojos mientras bailaban y se apretaban fuerte, como si se guiaran por la melodía ciega y por lo que provocaba la música en sus almas, no por sus sentidos.
En el 2017, en vísperas de la celebración de sus 90 años, Don Keka obtuvo un permiso del gobierno municipal para cerrar la calle e instalar un escenario donde los músicos pudieran tocar en vivo. Antes de eso, la gente se reunía y bailaba en la acera. La fiesta de cumpleaños atrajo a tanta gente que el propio Don Keka preguntó a su familia si podían hacer lo mismo todas las semanas y ampliar su tertulia musical. Fue entonces cuando el ayuntamiento dio luz verde para que presentara El Son de Keka de tres a nueve de la noche los domingos.
Cuando el Son de Keka era apenas frecuentado por unas cuantas almas, el anciano usaba su propio dinero para contratar músicos que tocaran en vivo y se aseguraba de asistir domingo tras domingo. Pero cuando enfermó, pidió a sus hijos que tomaran la antorcha y ellos obedecieron. Sus cuatro hijos, Ángel, Pablo, Ricardo y Leonardo, y otros familiares, trabajan en equipo para mantener viva esa promesa. Leonardo y su esposa, Bellarina Muñoz, abrieron cuentas en redes sociales y eligieron a los mejores bailarines para recorrer el país promocionando la actividad y el género musical. Individuos y organizaciones ahora contratan a los soneros elegidos por Bellarina para actuar en eventos privados. Los fondos recaudados en esas fiestas se utilizan para mantener la organización de El Son todos los domingos y para incentivar a las doce parejas, que ya forman parte del personal que organiza el evento. La familia también recauda otros fondos alquilando mesas y sillas a las personas que asisten a la fiesta callejera. Los hijos de Keka dicen que su padre les dejó todo para ellos continuar con su legado: el escenario, las conexiones y el amor por el son cubano.
“El Son de Keka es verdaderamente un lugar mágico”, dijo Bellarina. “La mayoría de las personas que vienen aquí son personas mayores y algunos tienen problemas de salud, pero he visto cómo esos problemas desaparecen cuando llegan aquí y empiezan a bailar”.
Como su nombre lo sugiere, el son cubano nació en Cuba a finales del siglo XIV, pero no se popularizó hasta mediados del siglo XX. Se dice que el ritmo sincrético surgió en las tierras altas del oriente de Cuba, como una fusión de elementos musicales provenientes de África y España. Inicialmente, el son se tocaba con bongó, botija, claves y maracas (instrumentos de percusión que se remontan al África Central) y la melódica guitarra española.
Odilio Urfé, musicólogo y vehemente defensor de la música popular latinoamericana, consideraba el son como la expresión más pura de la música cubana. El género es reconocido como raíz musical de otros ritmos latinoamericanos, como la salsa y el mambo. Entre las ricas variedades musicales latinoamericanas, el son cubano destaca por su sencillez y elegancia. Por esta sencillez lírica y musical, el son cubano se convirtió en el medio de expresión más adecuado y representativo para las clases más humildes de la estructura socioeconómica-política de Cuba. Todavía podemos encontrar, en sus letras y baile, poderosas anécdotas contadas en una lengua vernácula, simple y liberadora, que permite al género pintar un cuadro de cómo individuos en los arrabales de la sociedad sufren y luchan, pero también perseveran y aman.
Al igual que otros géneros musicales caribeños, como el merengue y la bachata, asociados con personas de color y la clase trabajadora durante la primera mitad del siglo XX, el son cubano fue prohibido por el gobierno de Cuba. La burguesía lo consideraba inmoral y vulgar. Pero dada su creciente popularidad, los hombres de negocio en la industria del entretenimiento abrieron sus puertas al son cubano y las compañías discográficas le dieron una exposición ilimitada. Eso permitió que el género musical se extendiera a otros países del Caribe, entre ellos República Dominicana, Puerto Rico y Venezuela. La migración musical permitió que músicos dominicanos como los hermanos Valoy, Cuco y Martín, se convirtieran en célebres intérpretes del género.
Ya pasadas las ocho de la noche, los soneros estaban empapados de sudor. Uno de ellos fue Roberto Jiménez, más conocido como Pata Blanca, un hombre de 73 años que bailaba hasta quedarse sin aliento. Era uno de los soneros que bailó durante la exhibición, pero ya estaba sentado aparte de los demás, disfrutando de una botella de vino tinto. Era un hombre menudo, de tez blanca y ojos de color amarillo intenso. Llevaba un traje verde limón, con zapatos y sombrero blancos. Estaba sentado al lado de una mujer muy bella que, aunque entrada en edad, aún conservaba la fuerza en la mirada y algunas curvas de sus años mejores. Cuando Pata Blanca se cansó de bailar, empuñó las maracas y cantó durante más de una hora. “Me gusta venir aquí los domingos y beberme una botella de vino, aunque sea solo”, dijo.
Pata Blanca es un maestro de construcción que vive en Los Jardines, un barrio a dos kilómetros de Los Pepines. Él Dice ser el sonero mejor vestido de República Dominicana. A los soneros a menudo se les llama dandies, debido a sus generosos gasto y la devoción por la ropa. Pata Blanca, en particular, disfrutó hablando de los elogios que recibe por su gusto y su variado vestuario de sonero. Afirma que nunca ha usado el mismo atuendo dos veces en más de 30 años de baile. “En este momento, mientras hablamos, mi sastre me está haciendo 30 trajes a un costo de 240 a 260 dólares cada uno”, dijo.
Al igual que Nino Son, la pareja de baile de Pata Blanca, Sonia Cabrera, no tiene parentesco con él. Explicó que baila con Sonia porque su esposa, Marta Tavárez, dejó de bailar hace 15 años, cuando se unió a una iglesia evangélica. Tavárez, de 68 años, una rubia alta, ahora disfruta leyendo la Biblia y cuidando unas cuantas gallinas gordas y un jardín de girasoles, jazmines y rosas.
Don Antonio Keka asistió al son hasta sus últimos días. La familia dice que su salud comenzó a deteriorarse cuando el gobierno declaró el estado de emergencia e introdujo el toque de queda a nivel nacional tras la pandemia del COVID-19 en 2020, lo que impidió grandes reuniones y, por tanto, la fiesta. Algunos de sus amigos que todavía asisten a El Son domingo tras domingo, afirman que no se ha ido de la calle Cuba. Algunos incluso afirman que todavía lo ven, cantando entre dientes y bailando en su silla frente a la zapatería. Antes de Don Keka morir, el artista Víctor Brito fue a verlo y le preguntó qué quería que hiciera la gente después de su muerte. Él respondió con un hilo de voz: “que nunca pare el son”. Partiendo de esa respuesta, Brito grabó una canción a modo de homenaje a Don Keka, donde incorpora su último deseo. La letra dice:
Dice Antonio Keka, que nunca pare el son.