El propósito de este escrito es replantear rasgos distintivos de las dos formaciones nacionales de la isla de Santo Domingo, con el fin de validar la tesis de Duarte acerca del derecho de los dominicanos a disponer de la autodeterminación bajo una perspectiva democrática y social avanzada, origen ideológico de la implantación del Estado dominicano.
El caso casi único de dos naciones en un espacio insular reducido está llamado a persistir como cuestión vital para la conveniencia de ambas partes. El derechista Claude Joseph, enemigo declarado de los dominicanos, ha llegado a admitir que le resulta algo así como traumático la existencia de la República Dominicana, con lo que trasluce su propósito de provocar daño, en convivencia con círculos internacionales que obran bajo premisas de conveniencias mezquinas que obvian los procesos históricos en que se ha formado el pueblo dominicano.
En la presente circunstancia histórica continúa vigente la imposibilidad de una fusión entre las dos naciones, dadas sus características formativas diferenciadas y la persistencia de un ordenamiento nacional dominicano con capacidad para perfeccionarse a partir de claves democráticas. Aunque un ordenamiento nacional, como cualquier otro, no es estático, en el largo plazo se reproducen componentes y efectos junto a modificaciones. Es lo que acontece hasta el presente entre los dominicanos, a pesar de tendencias de replanteamientos en las últimas décadas, que incluyen una masiva inmigración haitiana, la emigración de numerosos dominicanos, valoraciones culturales inéditas, recomposición de las fragmentaciones sociales y, en fin, el fenómeno de la globalización.
A la luz de estas situaciones, se precisa revisar las matrices diferenciadas de las formaciones sociales de la República de Haití y la República Dominicana.
Tras la conquista española primeramente surgió un ordenamiento que dio lugar al pueblo dominicano. Algo tan elemental es escamoteado en sesgados discursos revisionistas carentes de asidero empírico y elaboración intelectual. La nación dominicana fue producto en el siglo XIX de la traducción en el plano político de la formación de un conglomerado integrado. Su clave principal radicó en la interrelación de las culturas preexistentes en un prolongado proceso de mestizaje condicionado por la explotación social bajo el dominio colonial. Pero ya desde mediados del siglo XVI la colonia de Santo Domingo conoció tendencias integrativas criollas únicas, como lo ha expuesto Genaro Rodríguez, el especialista por antonomasia de ese período gracias al examen exhaustivo de la documentación. La pobreza, el debilitamiento de la economía esclavista, las emigraciones de blancos y la formación de un conglomerado básicamente derivado de la mezcla de africanas y españoles y descendientes, como es bien conocido, son algunos de los factores que incidieron en tal sentido.
En el siglo XVII estos procesos se radicalizaron con el estado continuo de guerra en tierra, el cerco de los corsarios, la ruina de la economía de exportación, el cese de la trata negrera, la disminución de la población esclava y el acercamiento de los sectores étnico-sociales. Desde la segunda mitad de ese siglo se hizo minoritaria la proporción de esclavos -entre los que predominaban los domésticos y jornaleros-, y por fin la mayor parte de la población pasó a ser resultado del mestizaje. Esas tendencias, aunque con peculiaridades, se consolidaron en el prolongado y pacífico siglo XVIII, a lo largo del cual se apuntaló un patrón atrasado de economía ganadera y con él se desdibujaron muchos aspectos de las distinciones culturales entre amos y esclavos. Los esclavos quedaron reducidos a menos de 20% de todos los habitantes, mientras los pardos y morenos libres se aproximaban al 70%.
Por tanto, la clave distintiva de la constitución del pueblo dominicano fue la tendencia integrativa, que se superpuso a las regulaciones racistas y exclusivistas del orden colonial. Aunque, como era consustancial en un estatus de ese género, estaba presente el racismo en los sectores dirigentes y la temática del color permeaba el conjunto de las relaciones sociales, se consolidaron los reconocimientos comunes como fruto de los acercamientos en los procesos productivos. En torno a las identidades se planteó una distinción respecto a la metrópoli, por una parte, a pesar del síndrome hispanista compartido, pero sobre todo respecto a la colonia vecina, tanto en cuanto al francés como al esclavo africano. Entre los descendientes de africanos en Santo Domingo se formó un patrón de diferencia respecto al esclavo de Saint Domingue, como correlato de la asunción de parámetros de la cultura española y criolla y de los procesos sociales y demográficos integrativos.
En Saint Domingue, la colonia francesa surgida en la segunda mitad del siglo XVII, la situación no podía ser más contrastante. Se tornó desde mediados del siglo XVIII en la colonia de plantación por excelencia, la principal dependencia de la metrópoli y, poco más adelante, el establecimiento colonial que mayores excedentes generaba en el mundo. Se fundamentaba en un trabajo esclavo teñido de horrores, que determinaba un promedio de vida del africano deportado de unos ocho años. Ya para la tercera década del siglo XVIII se consolidó una estructura socio-demográfica con una mayoría aplastante de esclavos, solo comparable con unas pocas colonias británicas y francesas en el Caribe. En 1789 la población esclava alcanzaba el 90% del total, apenas el 6% estaba compuesto de blancos (en su mayoría franceses de nacimiento) y el restante 4% de “libres de color”, primordialmente mulatos descendientes de franceses y africanas.
En Saint Domingue las rupturas socio-cultural adquirían visos tajantes y brutales. La separación tajante entre amos y esclavos daba lugar a que estos asimilaran escasamente aspectos de la cultura metropolitana. Los mulatos libres eran objeto de un discrimen humillante, sometidos a condición jurídica inferior a pesar de que algunos eran dueños de plantaciones. Entre los mismos esclavos de mayoría africana reinaba la dispersión a causa de la variedad de culturas originarias. Solo la minoría nacida en la isla compartía patrones culturales sobre la base del procesamiento del idioma creole y fenómenos como el vodú. Los mismos franceses se hallaban escindidos entre una mayoría de petits blancs y la reducida clase de hacendados. Los resentimientos estaban contenidos sobre la base del ejercicio de la violencia.
Saint Domingue era un volcán que erupcionó en la última década del siglo XVIII por razones bien conocidas. Al final del proceso revolucionario, los blancos fueron exterminados y la fundación del Estado haitiano en 1804 se sustentó en una alianza entre mulatos y negros. Primó un concepto racial en la estructuración de Haití, al definirse sus ciudadanos como negros. Pero detrás de esta propuesta unidad racial subsistía la rivalidad entre los africanos y sus descendientes con los mulatos. Estos se auto segmentaban de la mayoría en identidad e intereses clasistas. El conflicto derivado, que prolongaba los trazos del pasado colonial, se hizo crónico, al grado de atravesar el decurso de la historia haitiana hasta la tiranía de François Duvalier. Los mulatos se consideraban los únicos habilitados para el ejercicio del poder social y político por derecho propio, como antiguos propietarios y depositarios de la cultura metropolitana, factores que combinados les otorgaba una pretensión de superioridad. Paralelamente, sin embargo, tras la abolición de la esclavitud en 1793 se fue constituyendo un embrión de clase dominante salida de la jefatura de las filas rebeldes de los antiguos esclavos. Se apropiaron de plantaciones confiscadas a los blancos ausentes o liquidados y, sobre la base de su protagonismo militar, desde antes de 1804 se propusieron ejercer la hegemonía en contraposición con los líderes mulatos que controlaban los departamentos del Sur y el Oeste.
Desde los primeros tiempos del Estado haitiano se puso de relieve la pugna entre mulatos y negros, al grado que tras la liquidación de su fundador, el emperador Jean Jacques Dessalines, llegó a haber cuatro Estados en Haití: la República presidida por Alexandre Pétion en el Sur y el Oeste; el Reino de Henri I en el Norte y el Artibonito; el singular reino de nuevos cimarrones, contrario a la República, en el extremo occidental dirigido por el antiguo capitán Jean-Baptiste Perrier (Goman), y la efímera secesión del Sur respecto al Oeste en 1810 bajo el mando de André Rigaud. También se agregó la rebelión de “mulatos”, esto es, no monárquicos, en el extremo occidental del Norte, bajo el mando del general expedicionario André Lamarre.
Terminó primando la República, que derrotó a los monárquicos “negristas” en 1820, a causa de la incapacidad de gestión de estos y el descontento del campesinado con sus brutales patrones de explotación social. Pero en la República permaneció latente todo el tiempo la rivalidad entre grupos de color, lo que suscitaba conspiraciones y castigos ejemplares casi continuos.
Un ingrediente crucial radicó en la ruptura del campesinado con el orden implantado, expresada en el refugio en las montañas para escapar de compulsiones terratenientes y fiscales. El efecto de la resistencia campesina fue la generalización progresiva del minifundio de auto subsistencia, cerrado a la producción para el mercado, con excepción del café. Todos los sectores de la clase dominante se sustentaron en el control de los aparatos estatales y en actividades no productivas, principalmente el comercio. El futuro de la economía del país estaba comprometido, lo que quisieron evitar Toussaint Louverture y los fundadores de Haití al propugnar por una recomposición terrateniente que asegurara la persistencia de las exportaciones.
El presidente Jean Pierre Boyer representó la culminación de la hegemonía mulata. Ha de aclararse que se entendía socialmente por mulatos, desde una matriz política, a todos los que aceptaban el orden republicano (incluidos numerosos negros con un estatus social elevado y nivel educativo), aunque la distinción basada en el color de la piel se mantuviese inalterada. Al no borrarse las barreras y las consiguientes pugnas, la caída de Boyer en 1843 dio lugar a la apertura de una explosión de aspiraciones de los negros, que tuvo por culminación el nuevo imperio de Faustin Soulouque, que atacó mortíferamente a los mulatos por medio de bandas de rufianes. La gestión de Soulouque no pudo ser más desastrosa, pero la rivalidad se mantuvo entre altibajos hasta la reivindicación del antiguo ministro Lysius Salomon, sujeto capaz que intentó iniciar una modernización sobre la base de la hegemonía negra.
Cada parte maniobró con base en principios políticos, con lo que se recomponía la fractura en las alturas sobre la base de criterios étnicos. Normalmente los mulatos se proclamaban republicanos y muchos de ellos de orientación democrática, aunque el régimen instalado por Pétion y continuado por Boyer fue una suerte de monarquía encubierta. La diferenciación de los grupos en pugna se recompuso bajo la presidencia de Fabbre Geffrard, en 1859, aunque la culminación se produjo con el liderazgo liberal de Jean Pierre Boyer Bazelais, aplastado por los negristas partidarios de un principio nacional no democrático. Como ha mostrado el gran historiador Leslie Manigat, Boyer Bazelais no gozó del apoyo de la mayoría del pueblo.
En síntesis, las élites dirigentes haitianas se mantuvieron en estado crónico de confrontación sobre la base del principio de color. Los mulatos tuvieron a la postre una política social que les permitía una hegemonía inestable, a partir de la repartición de tierra por Pétion, que dio acceso a parcelas de los terrenos nacionales a soldados y oficiales, aunque su contenido principal fue consolidar una élite de generales como terratenientes. Los dirigentes negros, por su parte, explotaron el tema del color para ganar el favor de la mayoría campesina, lo que les permitía una vigencia constante. Los movimientos campesinos contra la explotación terrateniente tomaron el motivo del color, como aconteció con los sureños piquets a partir de 1844 o, en menor medida, los ulteriores cacos norteños.