Más de tres décadas y la figura de Haffe Serulle revolotea en mi mente como luz acrobática, bélica y guerrera. Su genio artístico y su pasión por transformar el mundo a través de las artes han dejado una huella imborrable en quienes tuvimos el privilegio de trabajar con él. Para mí, fue más que un director teatral: fue una chispa que encendió mi despertar político, artístico y espiritual. Fue, de algún modo, un guía para un Vladimir que apenas estaba dejando el bachillerato y comenzaba a abrir los ojos a un mundo más allá del barrio y del liceo experimental Altagracia Amelia Ricart Carventi de la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Haffe apareció en esa etapa crucial donde comenzaba a explorar el mundo más allá de las herencias materna y paternas. Esa relación moldeó mi visión del arte como algo más que un espectáculo, ya que también es una herramienta de cambio y reflexión.

Mi primer y único montaje como actor bajo su dirección fue El horno de la talega, la última obra que dirigió Haffe en el Teatro Universitario de la UASD antes de dejarle el relevo a Jochi Domínguez —luego participé como actor en el repertorio que tenía el grupo donde casi todas las obras eran de su autoría —. Esa obra no era solo teatro; era una lección de lucha de clases. Un espectáculo teatral que hablaba de vencer al opresor y liberar al oprimido, temas recurrentes en su trabajo y que hoy puedo decir casi seguro que lo aprendió del Profesor Juan Bosch. Había gente de campo y periferia, campesinos, terratenientes, empresarios y opresores; mujeres, sí, mujeres con mascarillas, con miedo y mujeres guerreras que enfrentaban frente a frente y de frente a cualquier Aníbal que se convirtiera en dictador; también había hombres negros y hombres verdes, bélicos; un gran mercado y un anunciador, Tony Pichardo, que se convirtió en mi hermano de siempre. Personajes que rara vez ocupaban el centro del escenario en el teatro dominicano.

¿Cómo un hombre blanco, casi llegando a popis, de apellido “ilustre” y origen acomodado, centraba su obra en las luchas de los wawawá de la época? Me preguntaba, y aún hoy me pregunto cómo es que ese hombre creaba mundos que a simple vista parecía no haberlo vivido. ¿Cómo un hombre que nunca ha tenido un hambre de macita, que nunca ha comprado aceite detallado en la pulpería, que tiene la pinta de nunca haber comido pan con mantequilla como única comida del día o que nunca hizo fila para comer en el comedor de la UASD, podía crear a los personajes y a los mundos verdaderos y humanos de un pueblo hambriento, explotado, sin libertad ni derechos? Estoy seguro de que Haffe nunca ha tenido que coger una guagua Villa Duarte, Mameyes en la Duarte con París. Es posible que hablemos de un hombre que nunca se ha bebido una chatica de ron Palo Viejo con menta Halls blanca y canela sentado en un colmado, jugando dominó. Sin embargo, el reproduce todos esos mundos con tal verdad que pareciera que los hayas vivido en primera persona. No entendía eso y creo que esa sea una de las causas por la qué no trabajé más con él. Hay que explicar el proceso creativo de Haffe —ojalá él un día nos lo cuente—, cómo un tipo que parece no viajar, que tú no lo encuentras en las salas de exposiciones ni de teatro del país ni en actividades literarias al menos que no sean sus obras las protagonistas; que no camina a pies por las calles de los barrios y los pueblos, podría generar arte. Me parecía raro un blanco que crea obras de luchas de negros. Un hombre que habla de la libertad de las mujeres desde sus privilegios machos, un hombre urbano hablando de los derechos de los campesinos y sus tierras, un hombre cuerdo que le escribe a la locura. Los artistas muchas veces se alimentan de sus fantasmas, de sus demonios, de sus ángeles para crear. Beben de las lecturas, de la observación, del estudio y de sus vivencias. ¿De dónde bebe Haffe Serulle? ¿Cómo Haffe puede producir obras tan oprimidas, tan reivindicativas de pueblo, y no parecer que se apropia de esas culturas?

El mundo Haffe me llevó a Silvio Rodríguez, a Ana Belén, a Mercedes Sosa y a Pablo Milanés. Me permitió conocer a la mayoría de las ciudades del país. Me enseñó a renegar de lo comercial y del mundo académico de Bellas Artes —aunque él luego terminó siendo profesor y director de su escuela de teatro—. Haffe con su trabajo de extensión cultural permitió que jóvenes estudiantes cumpliéramos el sueño de transformar gente. Nos presentamos en calles, iglesias, canchas, centros culturales, clubes, callejones, mercados… lugares y personas a los que nunca le llegaba el arte más allá de la radio y quizás la televisión. ¡Yo! Un carajito parido a una esquina del mercado de Villas Agrícolas, en una época en que Balaguer mataba jóvenes tan solo por ser jóvenes, queriendo luchar por el pueblo con las ideas que mi madre ya había sembrado en mí, y aparece Haffe para reforzar esas semillas. Pero no me malinterpreten: no soy de seguir mesías ni gurús, hombres iluminados que luego se viran y terminan rompiendo las esperanzas y las ilusiones de los ilusos detrás de revoluciones. No soy seguidor ciego. Me gusta buscarle la vuelta a todo. Cuestiono a mi madre y a Dios si fuera necesario; al único que alabo es a Jesucristo y lo hago a mis adentros. Pero no puedo dejar de reconocer que los aportes literarios, teatrales, plásticos y humanos de Haffe al arte y a la cultura dominicanas son un legado importante para la historia de este país. Su compromiso con el arte y con los desheredados nunca se ha sentido apropiación. Parece que su vida y su obra son un testimonio de coherencia… Quizá esa es la magia de los verdaderos artistas: su capacidad para trascender sus propias circunstancias y volar tal luz creadora que ilumina a los demás.

Las producciones artísticas de Haffe Serulle deben considerarse referentes del arte dominicano por su capacidad de articular las complejidades culturales, sociales y políticas a través de diversas disciplinas artísticas. En su pintura, plasma el colorido y la vitalidad del Caribe que somos. Combina elementos figurativos, desformados y abstractos que transmiten emociones y narrativas intensas. Su poesía y dramaturgia exploran temas de identidad, de lucha social y de las contradicciones del ser humano. Con un lenguaje simbólico y lírico que refleja las tensiones culturales y existenciales.

En su dramaturgia y en su puesta en escena, Haffe se enfoca en lo interdisciplinario, incorporando recursos escénicos innovadores que potencian la experiencia sensorial del espectador. Su técnica de dirección teatral, basadas en un rigor expresivo que mezcla métodos tradicionales con experimentación donde rompe el concepto espacio/cuerpo/tiempo que han transformado la manera en que se concibe y produce teatro en el país. Estos aportes han dejado una huella profunda en la práctica artística de muchos de nosotros y lo posiciona en un referente creador sin comparación. A manera de novelista —el Haffe más conservador para mi gusto—, combina elementos narrativos complejos con una profunda exploración psicológica de sus personajes, abordando temas de identidad, el poder y las contradicciones sociales.

En algún momento quise acusar a Haffe de apropiación cultural. Eso de “odiar” y luego dirigir la Escuela de artes escénicas de Bellas Artes. Eso de que alguien aborde las luchas y vivencias de clases populares desde su posición privilegiada me choca. ¿Es legítimo que un artista se adueñe de una representación cultural ajena? La artista española Rosalía fue clara al responder a las acusaciones de impostora cuando los gitanos, incluso Rita Indiana, la acusaron de apropiarse de culturas que no le pertenecen, planteando que el arte no tiene fronteras rígidas: “La música es un lugar donde todo el mundo puede encontrar su espacio” (Rosalía, entrevista en El País, 2018).

Acusar a Haffe Serulle de apropiación cultural y desertor de la lucha por dirigir la escuela de Bellas Artes después de renegar del sistema o por abordar las luchas y vivencias de clases populares desde su posición privilegiada es uno de mis excesos juveniles, un debate irreverente que toca el núcleo de la legitimidad artística y la representación cultural. Pierre Bourdieu señala que “la producción cultural no está desligada de las estructuras de poder y los capitales sociales” (La distinción, 1979), lo que sugiere que el origen del artista puede influir en la recepción de su obra. Sin embargo, el arte de Haffe trasciende su clase social, pues su interés no es apropiarse, sino amplificar voces de los que a veces no son nadie ni tienen más voz que la que da el sudor, los gritos y el hambre, las piedras y el machete, las gomas quemadas. El arte puede ser una herramienta para desmantelar la opresión. Hay que intentarlo siempre, aunque sea por fuñir y por joder. Haffe no pretende ser la voz de los oprimidos, sino un puente que da visibilidad a sus historias, mostrando que la autenticidad artística no reside en el origen, sino en la intención y el impacto.

En esa época también descubrí al Haffe empresario, ese que me contrató para realizarles las esculturas de vendedores ambulantes con alambre y papel y me la pagaba a seis pesos, luego yo las veía en las tiendas turísticas a más de ciento sesenta. ¿Hipocresía? Tal vez. Confieso que al principio me decepcionó, me sentí engañado, pero luego entendí que el artista también debe ser gestor y empresario. Que el arte no es solo alma y revolución, también es subsistencia del pan sobre la mesa. Me enseñó que el arte puede transformar vidas, pero el artista también tiene derecho a vivir del suyo. Como dice esa frase que alguna vez escuché: “El arte no solo debe cambiar el mundo; también debe pagar el alquiler”.

Haffe, con su teatro, su poesía y su gestión cultural, me mostró que el arte no es un lujo, sino una herramienta para el cambio. Su capacidad para iluminar con su obra la vida de los marginados demuestra que el compromiso social no está reñido con la belleza y la profundidad artística. Quizás por eso su imagen no se desvanece en mí, ni siquiera frente a las contradicciones que podrían deslucir a otros. Es posible que de ahí venga eso que define mi obra, en lo grotesco, en lo oscuro, en lo incierto de la muerte, en las historias de Ciudad abajo.

Al escribir este texto traigo a mi memoria que, en esa época de búsquedas y encuentros, leí todos sus libros de fuego, imité sus versos, recité sus poemas —tal si fueran míos—, a mis enamoradas. Años después, se los leí a mis hijos Migsael, Maglik y Magrlon para que también los hicieran suyos. Su teatro y su poesía estaban llenos de imágenes que resonaban con algo muy profundo en mí. Y, sin embargo, siempre hubo esta sensación de no comprender, a veces de desconfiar.

En un país donde el arte muchas veces se ve como entretenimiento ligero, Haffe me enseñó que el arte puede ser una trinchera, un recordatorio de lo que el arte puede y debe ser: un espejo crítico, un acto de resistencia, un grito de libertad, una necesidad. Gerhardt Richter dice: “El arte es la forma más noble de la esperanza”. Y Haffe, en su genio, ha sabido regalarnos esperanza. Y sí, lo cuestioné y lo cuestiono, porque eso es lo que hacemos con quienes nos impactan profundamente. Haffe, con todas sus contradicciones, sigue siendo esa luz que ilumina. En aquel tiempo, el teatro universitario fue más que un escenario, fue callejones y calles, fue bélico y guerrero, fue acrobático, fue iglesias y clubes culturales, fue lugares remotos, fue norte, montañas empinadas y también fue frontera. En narrativa, Haffe es más que páginas compaginadas, su poesía es más que versos. Es un espejo donde yo me veía, pero también una ventana hacia un mundo más grande. A través de él descubrí que el arte podía ser bello y combativo, íntimo y universal. Me marcó de una forma tan profunda que, treinta años después, sigo sin poder encasillarlo. Sigo sin decidir si fue un héroe del arte o simplemente alguien que entendió mejor que muchos lo que significa vivirlo. Quizás el verdadero legado de los artistas es mantenernos en esa incertidumbre, en ese asombro que nos empuja a crear, a cuestionar, a resistir. Y ahí está Haffe, volando tal luz creadora, acrobática, bélica y guerrera. Un recordatorio de que el arte, cuando es verdadero, no solo se mira, se vive, se huele, se toca, se araña… Como esa luz que pasa el tiempo y no se apaga.