En el extraordinario Libro del desasosiego, del poeta portugués Fernando Pessoa, leo esta mañana unas líneas puestas en la pluma de uno de sus personajes heterónimos: “Ocupé mi tiempo los días pasados en quemar uno a uno –y tardé dos días porque en ocasiones releí— todos mis manuscritos, las notas para mis pensamientos difuntos, mis apuntes, a veces fragmentos ya completos, para aquellas obras que nunca escribiría. Hice sin dudar este sacrificio con el que quiero despedirme, como quien quema los puentes, desde el margen de la vida de la que voy a despedirme”.

Te sorprendí rompiendo aquellos cuadernos de pastas duras en los que pasaste a limpio, un día, con tinta de color morado, los poemas juveniles. Fuiste desgarrándolos y pasabas las hojas rotas a mi madre para que las echase al fuego. Pregunté por qué lo hacías y me contestaste secamente. ¿O, simplemente, me contestaste? Con el tiempo no puedo precisar el tono de tus palabras en esa escena en blanco y negro, de película, si no muda, sí de imagen desacoplada del sonido. Me respondiste cuando te pregunté la razón de romper entonces aquellos cuadernos, que eran varios, tres o cuatro, cuadernos de pasta dura, escritos con tinta morada, unos cuadernos de los que nunca habíamos hablado, que yo descubrí un día escondidos detrás de una fila de libros, como escondías una vieja carterita militar que aún conservo donde guardabas el dinero. Recuerdo a mamá dividiéndolo contigo para la compra, a primeros de mes, y a ti que protestabas porque siempre te pedía algo más y, temerosa, explicaba que todo era más caro. ¿Cómo explicar aquí, estimado y distante lector, que si Leopoldo discutía cada primero de mes con Maruja la verdad es que, cruelmente, volcaba sobre ella, inocente, sus iras contra la política económica del dictador Franco?

Fernando Pessoa.

Cuando escribo estas líneas, en Lisboa, frente al Tajo, subido por los azulejos, en el barrio donde los judíos discutían entre sí cómo negociar el impuesto que la corona les imponía, cuando escribo con pluma y tinta azul estas líneas en un cuaderno cuya tapa muestra un retrato de Fernando Pessoa con sombrero, pienso que no era casual que aquellos poemas de juventud, escritos en su mayoría durante una guerra que perdiste, padre, se guardaran en el estante, tras los mismos libros, donde dejabas descansar por poco tiempo la humilde paga mensual a la que la derrota te había postergado. Las Odas elementales, de Pablo Neruda, Pasión de tierra, de Aleixandre, Redoble de conciencia, de Blas de Otero, Laberinto, de Juan Ramón Jiménez, Las cartas boca arriba, de Gabriel Celaya, servían de dique, trinchera y ocultación a poemas y dineros combatidos, a sueños y a vida, a la realidad y al deseo, mejor, al deseo de una realidad habitable. La que buscabas, ángel fieramente humano, en los imposibles pájaros.

El caso es que te vi, con la puerta acristalada abierta de aquel armario que compramos en el rastro un fin de semana. ¿Qué fue luego de él? Mamá tal vez consiguió venderlo y el armario siguió guardando los secretos, la pobre paga, los libros escolares, incluso del alimento de un dueño y otro dueño y otro dueño. De cada casa se llevó retazos de conversación, fragmentos de poemas, pobres discusiones de dinero pobre, suspiros amorosos, conversaciones de oficina. Allá fue navegando un armario de secano, repleto de memoria y de olvido, de caricias y de golpes, como un hombre más, una mujer, un ser que vio pasar los días a su lado. Hasta que alguna vez, alguien lo fue sin duda despiezando y lo echó, astilla tras astilla, al fuego. Un fuego, una fragua, un yunque y un martillo donde la guadaña nace.

Y tú estabas junto a la puerta abierta del armario, sacabas los cuadernos, los rompías, pasabas las páginas rasgadas a mi madre y me escuchaste la pregunta evidente, la que exigía la escena hasta hacerla sobrar. ¿Por qué lo haces? ¿Por qué arrancas las hojas del cuaderno? ¿Por qué no quieres conservar los poemas? Y me llegó la respuesta simple, no sé si quejosa, como si lamentaras decirla, seca en su timidez, rotunda: Porque no me fío de ti. Ya está, tan breve. Tan hiriente. No hablé. Tampoco tú.

¡Cuánto me ha costado transcribirla, escribírsela a usted que me lee, cuántas vueltas le di y, sin embargo, qué fácil era! Porque no me fío de ti. ¡Tan dolorosa! ¿O puede dársele la vuelta y pensar en un elogio? Pudiera esconder admiración –la que en esto me tenía, con amor de padre— por mi trabajo crítico y erudito que, en un futuro, solo podría conducirme a preparar una edición crítica para una editorial, incluso prestigiosa. Así, como si fueses el Cid y en la playa de Valencia, triunfar después de muerto. ¡Qué disparate todo! ¿Pero acaso la vida no es un gran y genial disparate?

La memoria, el tiempo y el olvido. Una amalgama. Un presente continuo. Un vacío que la literatura colma. Los libros uno a uno se extienden por el tiempo. Los leo uno a uno también y veo extenderse la vida ya olvidada. Lleno así todas las horas, las reboso de trajes y palabras, de personajes de papel recortado y de silencio, que a esto llamo  memoria. Pero nosotros, tú y yo, padre, ni siquiera no sabíamos que no supimos nunca. Ignorábamos que no hay conocimiento.

Precisa la memoria del olvido. Y el hombre no conoce los vacíos. Vemos que no se ve. Sólo oímos el silencio. Creemos que no existe la creencia. Somos seres que no existen. Dice la leyenda: “Formó, pues, Jehová Dios al hombre del polvo de la tierra, y alentó en su nariz soplo de vida”. Un disparate.

Todos perdimos algo en ese tiempo vacío que hacíamos por llenar cada mañana. Siglos y más siglos llenando de vacío un recipiente roto. Un día decidiste romper la imagen del principio, los primeros poemas, la huella del recuerdo. Me dejabas al margen porque sólo nos acompaña el que nunca abandona, uno mismo. Fue tu lección. No hay presente alguno, sólo nuestra carga de pasado. Le pediste a mamá que te ayudara a hacerme comprender que tras nosotros se corre un telón infinito de olvido y de memoria.

Jorge Urrutia en Acento.com.do

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