Estoy sentado en una mesa de uno de esos cafés impersonales que están sustituyendo a los bellos establecimientos que daban tono a la ciudad. Como en Madrid, los cafés clásicos van borrándose ante la invasión de pequeñas casas de comidas, no siempre muy pulcras, que ofrecen condumios baratos a cualquier hora.
Contemplo una larga fila de puestos callejeros que bordean la acera ofreciendo productos de uso diario, ropa de escasa calidad y comida casera sin control sanitario alguno. Me acerqué hace un momento a una señora que ofrece en su carrito productos de limpieza doméstica. Es una mujer de mediana edad, simpática, que no cuestionó mi curiosidad. Me dice que no pagan impuestos. Sin duda la municipalidad comprende que la presencia de los vendedores en la calle, al menos, resuelve en algo el grave problema del desempleo. Incluso algunos vecinos de los modernos bloques de viviendas próximos, golpeados por la pérdida del trabajo, han optado por instalarse frente a su casa y venderles sopas, arepas, frijoles, huevos o dulces a los propios compañeros de escalera o a quienes puedan pasar por ahí.
— Pero dentro de un rato nos tenemos que ir.
— ¿Es que viene la policía?
— No, los venezolanos.
No entiendo nada. Me explica que, cuando disminuye la afluencia de gente, aparecen grupos armados con palos, que les piden una vacuna.
— ¿Vacuna? ¿Quiere decir una suerte de impuesto mafioso?
— Sí, eso es. Pero son venezolanos a los que el gobierno ha abierto las puertas. Como aquí no hay trabajo y no reciben ayudas, sólo les queda amenazar para sobrevivir. Vienen incluso con sus hijos, les enseñan desde pequeñitos. Una pena. Yo lo comprendo y antes los ayudaba. Pero ya no me alcanza. Y no puedo jugarme que me dañen la mercancía.
— ¿No llaman ustedes a la policía?
— La policía… Nos dicen que para ellos no existimos porque no pagamos impuestos.
Dicen que “no saben” que estamos aquí.
No puedo certificar más que la conversación. Tampoco comprobar si son o no venezolanos quienes amenazan desde su propia hambre. Pero Colombia, un país hermoso y rico, acaba teniendo una capital que sirve de ejemplo y triste modelo a una gran mayoría de países que, en estos momentos, liquidan a las clases medias a la chita callando.
Por las calles no hay sino dos clases sociales. La de los ricos, que viven en el norte de Bogotá, en condominios protegidos por seguridad privada, o en bellas casas unifamiliares en cuyas puertas vemos, al pasar, conserjes, chóferes y guardaespaldas. La de los pobres, más o menos pobres pero nunca desahogados, que buscan llegar sin hambre, sin frío y secos a la noche diaria. Envolviéndolo todo, el mal gusto de programas de televisión con caras maquilladas sonrientes que le quitan importancia al dolor, o con rostros también cubiertos de maquillaje de unos “invitados” que cuentan traiciones amorosas como si ello fuera lo único grave de la vida. En los centros de decisión, los herederos de aquellas familias de siempre que, históricamente, se disputaron el poder de forma más o menos violenta, pero sin perderlo nunca; y, junto a ellos, los bienintencionados de izquierda que no aprendieron de los batacazos cubanos que una cosa es combatir en la sierra y otra muy distinta administrar un país. Quedan los nuevos ricos de la droga o el contrabando, que apadrinan a sus sobrinos para crear un novedoso dominio.
Volví a mi mesa del café y me puse a escribir esta columna. Me siento triste, no por haber aprendido lo que ya más o menos sabía, sino por estar convencido de que, por muy bien que yo haga mi trabajo, nada cambiará, ningún niño desayunará mejor mañana y ningún enfermo se sentirá reconfortado. ¿De qué sirve que yo escriba estas 626 palabras?