Del siglo XXI ya llevamos veinticuatro años de filosofía y podríamos asegurar, desde un punto de vista histórico, que sigue determinada por los avatares del pensamiento que empezó a gestarse a partir del 1900, año que marca el siglo que nos antecede.
Sin embargo, pese a las fuertes transformaciones, podemos decir que no hemos salido de la caverna de Platón, de la frónesis aristotélica, del esquematismo kantiano, de la dialéctica de Hegel, de la crítica de Marx al capitalismo; de la muerte de dios según Nietzsche, del inconsciente de Freud, de los arquetipos de Jung, del ser como temporalidad de Heidegger o de la teoría de los juegos del lenguaje de Wittgenstein. Todavía seguimos rumiando sus frutos. Aún quedamos perplejos ante las soluciones o incomodidades que desvelan estos pensamientos.
Asumo, igual que para muchos, que la filosofía contemporánea está marcada por dos grandes tradiciones: la filosofía analítica y la continental. La primera se centra en el análisis del lenguaje y pondera la lógica o la sintaxis como formas estructurales del pensamiento; la segunda, se vuelca más hacia la existencia y la comprensión del sentido de la experiencia humana. No obstante, un enfoque más actual de la cuestión se inclina en verlas como complementarias.
Lo mismo pienso yo. Esa manera tajante de ver separación en ambas, como si se tratase de dos islas muy lejanas, ha ido perdiendo cada vez uniformidad. Ya los analíticos leen a los continentales y estos a aquellos. Hasta el punto de que diversos filósofos como Paul Ricoeur, Ernst Tugendhat, José Ferrater Mora, entre muchos otros, proponen una especie de cruce. Hoy día, no es extraño ver el crecimiento de la fenomenología y la hermenéutica en Estados Unidos e Inglaterra, así como las innovaciones del análisis del lenguaje y la lógica en Francia, Italia, España o Alemania. Y en Latinoamérica hemos sido testigo del desarrollo de las dos tradiciones, aportando y unificando criterios. A decir verdad, lo más saludable para un pensamiento filosófico que quiera exponer cualquier forma de reflexión es mantener un equilibrio entre ambas tradiciones.
Hay un detalle que no se queda atrás en los avatares de la filosofía contemporánea: la necesidad de salir de la modernidad junto a su metafísica o al menos la de realizar su crítica.
Esto por una razón. Primero, la necesidad de realizar el análisis del lenguaje, de los conceptos y de la estructura lógica de los razonamientos formulados en los problemas; segundo, con la finalidad de desvelar los resortes de la existencia humana para alcanzar la comprensión de nosotros mismos.
Hay un detalle que no se queda atrás en los avatares de la filosofía contemporánea: la necesidad de salir de la modernidad junto a su metafísica o al menos la de realizar su crítica. ¿Es esto un capricho o un falso problema? Desde luego que no. Sucede que, ha ocurrido un agotamiento en su manera de proponer nuevos esquemas para la acción; así como la de lidiar con los nuevos problemas que emergen en esta sociedad globalizada caracterizada por la tecnología de punta y los actuales conflictos económicos y sociopolíticos.
Noto cada vez más el desarrollo de una filosofía donde el concepto de vida es central. Que se ofrece como respuesta crítica al sometimiento de la naturaleza gracias a la tecnología y que no guarda ningún reparo en su sobrexplotación. Pero, además, esta reflexión es también el intento de salvaguardar lo humano frente a ideologías disfrazadas de filosofías que se empeñan en negar la vulnerabilidad de la existencia y erigen un monumento al dios de la tecnología como la solución absoluta de nuestros problemas, siendo este tipo de pensamiento responsables de la construcción de un imaginario cargado de mitos, en el buen sentido de la palabra.
En todo esto, me parece conveniente emplear un concepto que fundó el gran filósofo Hans Jonas en su libro El principio de responsabilidad, publicado en 1979 en su edición original. Se trata de la “heurística del miedo”, que alude a pensar en lo peor que puede pasar como consecuencia de la explotación de la naturaleza y la ideología de un progreso indeterminado. Ante esta situación se pregunta: ¿qué mundo nos espera? Sobre todo, en un mundo donde las condiciones de vida biológica pueden ser transformadas.
Por esa razón, prefiero sostener una relación crítica con la tecnología de cara a una nueva filosofía práctica, una nueva ética que asuma los nuevos retos de la cultura contemporánea y que tome en cuenta la noción de vulnerabilidad, el concepto de generación futura, el principio de precaución y el de desarrollo sostenible. Se trata de crear actitudes para la acción responsable y la ética puede ayudarnos en esa misión.
Como conclusión podemos resumir todo lo dicho en la respuesta a una pregunta clave: ¿en qué medidas esas filosofías pueden ayudarnos a ponernos en marcha? Hoy se necesita una nueva alianza entre la ética y la política. La ética no puede verse como simple contemplación de las cuestiones morales. Los que se dedican a estos menesteres deben aprender la utilidad del análisis del lenguaje y sumergirse en cuestiones semánticas en el entendido de que ofrecen un lugar común; nos da una buena dirección, nos ofrece un punto de partida o desde dónde partir. Ambas tradiciones, la analítica y la continental, se complementan, pero no se excluyen. Constituyen dos bastiones que dan forma a los avatares de la filosofía contemporánea.