Acababa de llegar del aeropuerto y se notaba muy cansada. Y aun así quiso hablar, responder preguntas, contar algunas de las historias que ha vivido. Algunas de las que contó fueron de La Habana, de aquellos días en que fue maestra de danza en una isla que se había puesto de pie ante la historia. Era 1970 y estaba en sus buenas el proceso de la revolución cubana y ella estuvo allí, en el centro de la tormenta. El país estaba cambiando su historia y estaba cambiando a su gente. “Era un año crítico de la revolución cubana, absolutamente crítico”, recuerda.

Allí conoció a Roque, a Roque Dalton, poeta condenado al martirio por los pequeños dioses de una guerrilla. “Tenía veintiún años recién cumplidos y era un ser absolutamente carismático, que tenía un sentido del humor que era producto de la desesperación. Su poesía refleja esa realidad que era su desesperación interna.”

También recuerda al Fidel de aquellos días. Lo recuerda en su libro La Habana en un espejo, un libro escrito para exorcizar el dolor de una época. Allí, en esa pequeña república de palabras, Fidel empezó siendo un “soñador armado” y un “héroe que convocaba multitudes”, que en su época juvenil “optó por el romanticismo como postura existencial” y terminó perdiendo su apuesta frente al destino.

Su libro sobre Cuba es una memoria de los estremecimientos de aquellos días y puede ser leído como una novela en la que el personaje principal es ella misma.

Alma Guillermoprieto es reportera de las de antes, de esas que no lo piensan dos veces para cruzar las líneas enemigas y hacen de sus libretas un santuario. No usa grabadora y siempre anda despacio para que no se le escapen las historias. Lo de las grabadoras, recuerda, es una lección que le dio la vida en los inicios del tiempo.

Alma Guillermoprieta. Fotografía de Vianco Martínez.

“Hugo Torres era una persona muy importante en Nicaragua cuando la revolución sandinista y lo grabé. Y al final de la entrevista quise verificar y no había grabado ni una palabra. Y Hugo Torres me dijo: Mira, cuando salgo a combate yo pruebo mis armas para estar seguro de que funcionan.” Y esa lección le ha servido para llevar el mundo en su memoria.

Guillermoprieto aún se ríe, con esa pequeña sonrisa que siempre lleva como una bandera al viento, cuando recuerda, con una voz que se parece al sonido de la lluvia, que se hizo periodista casi por casualidad.

“Un día veo en un noticiero a estos chicos sandinistas saliendo de la cárcel liberados por Somoza. Dora María Téllez y Hugo Torres, Edén Pastora y otros compañeros más habían logrado, en una actuación inverosímil y mágica, loca, tomarse el Palacio del Congreso de Nicaragua y negociar con Somoza para que liberara sus presos. Veo en el noticiero este bus escolar lleno de estos muchachos flaquitos, jovencitos, eufóricos. Y veo, para sorpresa de ellos mismos y para sorpresa seguramente de Somoza, que los pobres de Managua estaban todos formados en la carretera al aeropuerto vitoreando a estos chicos. Y yo dije yo quiero estar ahí.”

Está mediando el año y ella está aquí, a orillas del Ozama, el río que parte en dos mitades la historia de la vieja ciudad de Santo Domingo. Ha venido a participar en el encuentro Centroamérica Cuenta, que reunió a un grupo de escritores consagrados, avezados cronistas, poetas desterrados y periodistas perseguidos, y, en general, magos de la palabra que antes de irse dejaron sus historias sembradas en las ruidosas calles de la capital dominicana.

Alma Guillermoprieta. Fotografía de Laura Guzmán.

¿Qué circunstancias había en su vida cuando usted se hizo periodista?

Yo vivía muy tranquilamente. Era una intérprete bilingüe, ganaba mejor que lo que gano ahora y tenía una vida muy regular, muy predecible, con la cual estaba yo muy contenta. Pero tenía también una gran pasión revolucionaria porque yo había vivido en Cuba y, a pesar de todos los conflictos y contradicciones de la Revolución Cubana, de alguna manera toda esa retorica idealista se quedó conmigo y en mí.

Luego vino el golpe en Chile, que fue una decepción. Es difícil recordar ahora como tanta gente en todo el mundo puede sentir un fracaso como un dolor tan personal. Yo creo que desde la Guerra Civil Española no había ocurrido ese involucramiento de todo el mundo.

Y para mi fue un suceso que podría decir traumático, pero esa palabra está absolutamente mandada a recoger hoy día, pero sí tuvo efecto de depresión, de tristezas terribles.

Y en esas estaba, viviendo alejada de cualquier inquietud digamos social, y con una vida sosegada, cuando veo en un noticiero a estos chicos sandinistas saliendo de la cárcel liberados por Somoza. Porque Dora Maria Téllez y Hugo Torres y otros compañeros más, Edén Pastora, habían logrado, en una actuación inverosímil y mágica, loca, unos jovencitos tomarse el Palacio del Congreso de Nicaragua y negociar con Somoza para que liberara sus presos.

Entonces veo en el noticiero este bus escolar lleno de estos muchachos flaquitos, jovencitos, eufóricos. Y veo, para sorpresa de ellos mismos y para sorpresa seguramente de Somoza, que los pobres de Managua estaban todos formados en la carretera al aeropuerto vitoreando a estos chicos.

Y cuando yo vi eso yo dije yo quiero estar ahí. Y me tardé poco en pedir prestado para el boleto de avión. Había que conseguir visa en esos tiempos y me lancé. Tres días después, cuatro días después, cinco días después yo estaba en Managua y no regresé sino hasta el año siguiente.

Yo tenía un amigo inglés que tenía un boletín. Yo recortaba periódicos para él. Lo llamé y le dije me voy para Nicaragua, no voy a poderte seguir recortando los periódicos. Y dijo ajá, ¿y quién te va a pagar los gastos? Y yo dije ¿Gastos? ¿Qué es eso? ¿Quién te va a pagar el hotel, quién te va a pagar las comidas? Y yo dije ¡Ah! Entonces él me dijo pues si tu nos mandas unas notitas nosotros estaríamos muy felices de pagarte los gastos y más. Así fue el comienzo, así de improviso.

¿Así de sencillo?

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Así de sencillo. Él siempre había dicho que yo debía ser reportera. A mí lo que me ayudó fue que yo conocía por la colonia inglesa a Alan Riding, el autor de Vecinos lejanos, un libro muy famoso.

Alan Riding estaba en el lobby del hotel Intercontinental y yo llegué y le dije Alan, ¿qué hago? No tengo la menor idea de lo que estoy haciendo aquí. Y él dijo te voy a presentar a alguien con quien yo creo que tu puedes congeniar. Y llamó a Susan Meiselas, la fotógrafa. Y yo me pasé los siguientes meses y años con Susan recorriendo Nicaragua y parte de Centroamérica. Susan tenía más experiencia que yo y tenía los gastos pagos, muy generosamente, que incluían un carro.

Yo iba adonde Susan iba, Ella era fotógrafa y yo aprendí a reportear como fotógrafa. Y la lección básica era si no te acercas no tomas la foto. Y yo aprendí a no ser reportera de salón, de conferencias de prensa ni de embajadas. Y eso de ser reportera de conferencias de prensa y de embajadas tiene su lugar, pero no era el mío. Yo aprendí a ser reportera como si fuera fotógrafa. Acercándome lo suficiente como para tomar la foto. Y Susan se distingue en toda su obra fotográfica por estar íntimamente metida en la vida de los hechos. Y eso fue lo que yo aprendí. Y ahí me quedé.

Susan es una de las fotógrafas más conocidas y su libro sobre Nicaragua es épico. Se llama Nicaragua. Ahora tiene exposiciones en museos. Susan ha sido inspiración para muchos fotógrafos, además. Pero su libro Nicaragua es un pedazo de historia.

¿Usted era danzarina y dejó la danza por el periodismo o ya la había dejado?

Ya la había dejado.

¿Cómo fue el proceso de transición?

Yo dejé la danza porque me di cuenta de que nunca iba a ser tan buena como yo deseaba. Y uno no se mete a la danza para ser parte del coro, uno se mete, sobre todo a la danza moderna, para ser un personaje, no para ser famosa, nadie se hace famosa en la danza moderna, pero para ser un personaje fundamental en los escenarios. Y me di cuenta de que nunca iba a lograr eso por ser muy tímida, muy insegura.

Me salí y pasé cinco años vagando. Di con la interpretación bilingüe, que me salía muy muy bien, es lo que mejor he hecho en toda mi vida. Soy, -era- una gran interprete bilingüe simultánea. No me debería haber movido de ahí. Y estando en eso fue que ocurrió lo de los muchachos sandinistas.

¿Qué siente hoy cuando mira una Nicaragua distinta a la que usted vio?

Nicaragua fue sueño de todos. Sergio fue el vicepresidente de Daniel y, de hecho, gobernó y administro el país. No me quiero imaginar el dolor de Sergio Ramírez y de Dora María Téllez o de Gioconda Belli, que está participando aquí en el festival.

Yo creo que gran parte del dolor que sentimos tantos es el de la decepción. O sea, aparte de la tragedia está la decepción. En la Guerra Civil Española no hubo esa decepción.

Yo entrevisté a Daniel Ortega y debo decir, entre paréntesis, que Daniel Ortega nunca fue una persona ni carismática ni fue un gran combatiente. Participó muy poco porque se la pasó en la cárcel.

Pero ver la situación actual, la dictadura actual, y compararla con los sueños que todos apoyamos, es terrible.

¿Cómo fue su relación con Roque Dalton?

Él era un hombre muy sociable, dependía mucho del afecto de la gente, necesitaba mucho el afecto de la gente. Y por alguna razón yo terminé conviviendo mucho con la familia, con su esposa, con sus hijos, con Juan José y con el otro.

Entonces, mi percepción de Roque es muy poco política, sobre todo por quien era yo en ese momento. Tenía veintiún años recién cumplidos y era un ser absolutamente carismático, con esa necesidad de ser querido que hace que la gente sea carismática, que tenía un sentido del humor que era producto de la desesperación.

Su poesía refleja esa realidad que era su desesperación interna:

Patria idéntica a vos misma / pasan los años y no rejuvenecéis / Había que ponerte a dieta de pan y dinamita / para ver si como roncas duermes. / Novia encarnizada, mama que paras el pelo.

Ver a su propia patria así es tremendo y no le faltaba razón. Yo estuve en El Salvador de 1979 a 1982 ocasionalmente y luego viví ahí en los años duros. El Salvador, para los pobres del país, era un infierno.

La desesperación de Roque era singular porque era un poeta que no evadía la realidad y que encubría con este sentido del absurdo. Su humor venía del sentido del absurdo y de la rabia. Y era un hombre que se creyó la prédica del Che, de que para ser hombre de verdad había que dejarse matar. Esa fue la tragedia de Roque y la de tantos que siguieron al Che. ¡Y lo mataron! Sus mismos compañeros. Y hasta la fecha de hoy no se sabe qué fue de su cuerpo.

Según las últimas indagaciones de su familia el cadáver fue tirado en el Plantón y se lo comieron los perros.

Si, eso dicen. Pero de sus restos no se supo nada.

¿Qué veracidad puede tener la versión de los disidentes del ERP que usted refiere en su libro La Habana en un espejo de que Joaquín Villalobos lo mandó a matar por una mujer de su interés?

 

Había una rivalidad por el liderazgo de lo que era un grupo minúsculo y se dice que fue personalmente Joaquín Villalobos que ejecutó a Roque.  Y entre las muchas posibilidades, lo que se justificó, lo que se dijo para justificar en el momento, fue que él era agente de la CIA, que el propio Fidel salió a desmentirlo.

Luego se dijo que por discusiones políticas. ¡Que tristeza que por una discusión política se mate a alguien indefenso! ¡Que tristeza pensar en eso! ¡Y además poeta! Y la otra posibilidad es que fuera por un lío de faldas. Que también Roque era muy faldero. No sé qué versión me parece menos peor. Y sabemos que lo de la CIA es imposible.

¿Usted escribió La Habana en un espejo para curarse de sus dolores cubanos?

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Si, claro. Aunque el disparador fue la visita de Juan Pablo II, el Papa, a Cuba en 1998, que es la primera vez que yo regreso a Cuba en muchísimos años, y que recorro las calles de La Habana, busco a mis amigos, ninguno está. Entro a la Escuela Nacional de Danza, que todavía existía, y soy como mi propio fantasma, contemplándome a mí misma en los muchachitos y la profesora. Me encuentro con mi gran amiga de aquella época, y me reclama, con una rabia terrible, que yo no hubiera vuelta.

Y una de las cosas, uno de los duelos es, efectivamente, por qué yo abandoné a mis amigos, por que yo abandoné a los que se llaman en el libro Iván, Carlos y demás.

Eso fue un motivo de dolores que no había tenido yo. Pero también, regresando de ese viaje y de ese recorrido por las calles, yo dije esta esta es una buena historia. Y yo escribo, y cuando encuentro una buena historia, yo la cuento.

Entonces, tienes razón es que es realmente para curar, para exorcizar un dolor, si, absolutamente, pero también nace de la conciencia de repente de que esto era una buena historia. Yo dije esto se puede escribir y es bueno.

¿Puede hablar de su pasión por la danza y cómo llegó a ella?

Como tantas y tantas niñas, yo tenía cinco a seis años cuando me llevaron a ver Las zapatillas rojas (The red shoes), que es una película famosísima, de ballet. Lo curioso de esa película cuando la volví a ver, aparte de que me pareció bastante mala, es que la bailarina muere, muere bailando. O sea, el hechizo es que se pone las zapatillas rojas y muere sin poder parar de bailar.

Y esa película la hemos visto miles de niños y hemos salido del cine diciendo yo quiero ser bailarina. Eso, algún día, podría yo dedicarle algún tiempo a pensar sobre eso, la relación de las que queremos bailar con la autoinmolación y la relación posterior de eso con la euforia revolucionaria del Che, de la euforia de la autoinmolación.

Por ahí empecé y nadie me quitó la idea. Entonces, claro, mi mamá me mandó a clases de ballet, y yo siempre deteste el ballet, y luego me mandó a tomar clases los sábados en Los Ángeles, donde vivíamos, a un centro fundado por un coreógrafo y bailarín de danza contemporánea, Lester Horton, muy influyente.

Tenía clases de cerámica, clases de dibujo. Yo fui a tomar las clases de dibujo, y un día paso por el salón de la clase de danza contemporánea y dije wao, qué es esto. Y había clases para niños de danza contemporánea, y ahí fue, sí. Y a los doce años ya yo estaba en una compañía de danza en México.

¿La danza es un lenguaje para entenderse con la vida?

Si, claro. Da fuerza para vivir. Es un ejercicio contra la muerte en realidad. Es la lucha del cuerpo contra lo imposible, es el reto contra la imposible. Es disciplina férrea, que no se quita nunca, capacidad de trabajo. Y que nuestro cuerpo es el teatro donde vivimos nuestras vidas -no vivimos en nuestras cabezas, vivimos en nuestros cuerpos- pues la danza es la vida.

En su libro Las amantes boreales Irene Gracia dice que la danza es cuando el cuerpo se transmuta en alma.

Eso es muy bueno. Esa época me interesa mucho. Y una amiga acaba de terminar una biografía enorme de Balanchine, el gran coreógrafo ruso que después emigró a Estados Unidos. Y cuenta esa época durante la revolución bolchevique, como salían a buscar comida y ensayaban en los salones sin calentamiento ya en el invierno en las condiciones más imposibles, como los cubanos en la época revolucionaria, y como seguían bailando a pesar de eso, porque uno tiene que bailar.

La belleza es premisa indispensable de la literatura. ¿También es premisa indispensable del periodismo?

Yo no sé si la palabra belleza es la que yo usaría en ninguno de los dos casos. Yo creo que la expresión sentida, profunda y veraz es indispensable para cualquier tipo de escritura de largo aliento. Y eso se consigue, obviamente, con mucho esfuerzo, no es accidental. Y si queremos que nos lean y si queremos ser honestos pues es por medio de esa exigencia.

Que eso parezca bello, yo creo que en el mejor de los casos llega directamente al corazón de quien los lee. Y eso es válido para la crónica de largo alcance.

¿La crónica es la diosa del periodismo?

Tu dile eso a los cronistas para ver que te dicen. Somos los grandes olvidados del periodismo. Somos los que menos tenemos foro, espacio, papel, lectores.

Yo creo que los cronistas procuramos escribir cosas perdurables, y en la medida que este libro tiene lectores todavía, veinte años después, pues creo que he logrado algo, si con esfuerzo de que sea honesto y, por lo tanto, perdurable.

Pero el periodismo que hoy es importante y es válido y tiene seguidores por los cientos de miles, nunca millones, es el periodismo diario.

¿Yo cuantos lectores tengo? Si llegan a cuatro mil es mucho. Y lo otro, cientos de miles, que quizás se olviden de la noticia al día siguiente, para eso son las noticias también. Pero son los que tiene nombres, son los que se ganan Pulitzer. Nada que ver.

¿Entonces la crónica no es la diosa del periodismo de hoy?

No, no. Pero ni remotamente.

¿Se puede danzar con las palabras?

Yo creo que el ritmo es tan importante en la danza como en la literatura. El ritmo y la secuencia de las palabras y la secuencia de movimiento son esenciales en las dos disciplinas.