(Presentación del escritor Gustavo Olivo Peña, a propósito de la puesta en circulación su libro “Un hombre discreto y otras historias”, el viernes 18 de marzo en la Universidad Autónoma de Santo Domingo Recinto San Francisco de Macorís).
Más allá de la semblanza de nuestro amigo Gustavo Olivo Peña, autor de esta obra narrativa que hoy ponemos en circulación, integrada por textos bien logrados, de desarrollo equilibrado, sobrio, y de soluciones siempre impresionantes, quiero aquí testimoniar parte de lo que ha tenido que ver Gustavo en mi desarrollo como escritor.
Desde que nos conocimos, aquel día inolvidable para ambos, Gustavo se constituyó en mi guía fundamental, en mi maestro esencial, en lo que tendría que ver con el apuntalamiento de mi vocación y pasión por la literatura.
Siempre tengo presente sus orientaciones, su empeño en facilitarme libros fundamentales, como aquel enorme Quijote con que me esperó un inolvidable domingo por la tarde. Recuerdo que me dijo, con una sonrisa: “Mira lo que te tengo”.
Cómo olvidar aquel libro fundamental de Alejo Carpentier que puso en mis manos: La novela Latinoamericana en víspera de un nuevo siglo y otros ensayos, obra que, como ya he expresado en varias ocasiones, me abrió un enorme horizonte en el apasionante mundo de la ficción literaria. Este libro de ensayos provocó en mí un denodado empeño en el descubrimiento de muchos autores y obras de las que habla el maestro Carpentier. Muchos son los escritores abordados, pero me place mencionar dos que tendrían notable incidencia en mi pasión lectora; ya establecerán otros, si también en mi ejercicio escritural: Honorato de Balzac y Thomas Mann.
Nunca olvido aquella tarde, en el malecón de Santo Domingo, en que Gustavo adquirió dos libros fundamentales para la mayoría de las personas que profesan un sincero amor por las letras: El extranjero de Albert Camus, y Aura de Carlos Fuentes. Esos libros serían esenciales en el inicio de mi empeño en descubrir las obras de estos dos grandes de las letras universales. Antes que el Sartre de La nausea y Las moscas, Olivo Peña colocó en mis manos esos tomos algo pesarosos de Los caminos de la libertad, pero sobre todo, esos cuentos esenciales, recogidos bajo el título La suerte está echada: es el engranaje. Este libro fue para mí sencillamente impresionante.
Los cuentos que integran este libro que hoy presentamos, de nuestro amigo, hermano y compueblano Gustavo Olivo, son el lúcido homenaje que él hace a su obstinada pasión de lector. Yo conocería luego con relativa amplitud la obra del gran escritor alemán Herman Hesse, pero Gustavo fue el primero que puso en mis manos un libro suyo: su famosa novela Sidharta. Siempre me vuelven esos recuerdos de nuestras andanzas por librerías y bibliotecas capitalinas, nuestras compras de libros, casi siempre sacrificando otras necesidades que habíamos convertido en menos esenciales. Cómo celebrábamos el descubrimiento de un nuevo autor, la compra de algún ejemplar exquisito a precio modesto; y cómo nos frustraba no poder adquirir otros cuyos precios se nos hacía inaccesible.
Estas evocaciones no son ociosas ni pretenciosas, excepto tal vez para aquellos a quienes nunca tentó tal pasión. El oficio del periodismo absorbía a Gustavo, no le permitía dedicarse a la escritura como él lo deseaba, pero nunca se alejó de su oficio de gran lector. Desde Estados Unidos, a donde fue a residir por algún tiempo, siempre nos manteníamos en contacto por cartas, en las que me hablaba de nuevos hallazgos literarios y de unos cuentos que escribía, algunos de los hoy forman parte de este libro. Desde aquella nación me hablaba de sus lecturas de Borges y otros grandes, así como me enviaba libros con frecuencia. Allí enfatizó su pasión por el gran Papini y por Mika Waltari, descubrimientos que él había hecho y compartido con sus íntimos de esta pasión común. Cuando Gustavo regresó de los Estados Unidos se me presentó con gran parte de los referidos relatos. Y yo aproveché para que él me pasara a maquinilla un fallido relato mío, del que hace algún tiempo me empeñé en salvar algo, pero me hice de la dignidad necesaria para deshacerme del mismo.
Nunca olvido esos encuentros dominicales junto a dos grandes amigos comunes y grandes lectores: Fausto Rosario Adames y José Luis Sáez. Cuando Gustavo trabajaba en la revista Amigo del hogar, me publicó mi primer escrito público, un artículo en que yo le hacía algunas críticas al gobierno de Balaguer de la época, sobre todo a la visión providencial de la Historia en la que este decía creer, asumiendo la línea de pensamiento de Bosuet, pensador católico francés. De igual modo, Gustavo me abrió las puertas del periódico Acento, donde mantuve una columna durante algunos años referente a asuntos culturales y otros, cuyos artículos constituirían material para dos de mis libros.
Gustavo y yo no solo compartíamos nuestro común amor por los libros, sino también por los boleros, expresión musical que él también contribuyó a ampliar en mí. Casi estaba convencido de que Gustavo había abandonado sus planes de publicación de un libro, cuando de repente me hizo saber de su proyecto de impresión de este libro que ahora nos convoca y nos congrega, y cuyo significativo aporte me llena de orgullo, no solo como amigo, sino también como compueblano. En Gustavo Olivo no solo encontré a un guía en el aspecto cultural, sino también a una persona con un alto sentido de la amistad. Sé que la cantidad de textos que comprende la producción literaria de Gustavo es sumamente amplia, así que espero que muy pronto podamos contar con otra publicación suya. Me alegra saber que, a pesar de ciertas adversidades de la vida, nuestra amistad ha permanecido firme, y que seguimos siendo fiel a aquella expresión del gran Miguel de Montaigne, el creador de la intimidad, según Borges, que reza que “la lectura es el único vicio que no merece castigo”.