Es filósofo, sociólogo y profesor investigador, y fue catedrático de Filosofía de la Universidad de Murcia hasta el 2021. Considerado uno de los filósofos más respetados en vida en la filosofía hispanoamericana, junto a Víctor Gómez Pin, Javier Echeverría, Fernando Savater, Hidalgo Tuñón, Daniel Innerarity,  Raúl Fornet- Betancourt, Horacio Cerutti, entre otros.

Miembro del Laboratorio Filosófico del Antropoceno y del Decrecimiento, dependiente de la Red española de Filosofía (REF) y vinculado a la Red de Humanidades Ecológicas (RHECO) y del proyecto de investigación PRIVILEGIA (Desigualdades, privilegios y justicia global. Pautas normativas para una sociedad inclusiva).

Colaborador de la Cátedra de Derechos Humanos y Derechos de la Naturaleza de la Universidad de Murcia y del Centro de Estudios Europeos de la Universidad de Murcia (CEEUM).

Ha publicado unos quince libros y más de cien artículos. Entre sus últimas publicaciones se encuentran:

"Arendt, la libertad y el mal", en Cadernos Arendt, vol. 4, nº 8 (2023), «Dossiê: A banalidade do mal», pp. 17-39.

“El mito de la libertad soberana”, en elDiario.es, blog Murcia y aparte, 24/04/2024.

"La democracia: ¿ideología o utopía?", en Pensamiento al margen. Revista Digital de Ideas Políticas, 19 (2023), pp. 210-217.

Reseña del libro colectivo editado por José Luis Moreno Pestaña y Jorge Costa Delgado (coords.), Todo lo que entró en crisis. Escenas de clase y crisis económica, cultural y social, Madrid, Akal, 2023. En Pensamiento al margen. Revista Digital de Ideas Políticas, 19 (2023), pp. 280-285.

"Ser justo con Foucault. De la genealogía de la Modernidad a la geohistoria del Antropoceno", en Agustina Craviotto-Corbellini y Joaquín Venturini (eds.), Tramas de Foucault: prácticas del gobierno de la vida. Conferencias 2020-2022, Montevideo, Red Foucault en la Web Latinoamérica, 2024, pp. 103-120.

"La humanidad terrestre. Una filosofía del Antropoceno", en Isegoría. Revista de Filosofía moral y política, Nº 69, julio-diciembre 2023, e25.

Antonio Campillo, fotografía de Enrique Martínez Bueso.

“Crónica sobre la Red Iberoamericana de Filosofía (RIF)”, en Isegoría. Revista de Filosofía moral y política, Nº 68, enero-junio 2023, e32.

Grecia y nosotros. La herencia griega en la era global, Madrid, Abada, 2023, 283 p.

Antonio Campillo, Agustina Varela, Victoria D’hers, Alberto Coronel (eds.), El desconfinamiento del pensamiento. Los debates del Laboratorio Filosófico sobre la Pandemia y el Antropoceno (2020-2022), Madrid, Red española de Filosofía / Laboratorio Filosófico sobre la Pandemia y el Antropoceno, 2023.

“Filosofía de la humanidad terrestre”, en José Albelda, Fernando Arribas-Herguedas y Carmen Madorrán (eds.), Humanidades ecológicas: Hacia una humanismo biosférico, Valencia, Tirant Humanidades, 2023, pp. 53-65.

Andrés Merejo (AM): En el ensayo Adiós al progreso. Una meditación sobre la Historia (1985), tú abordas la tesis del sujeto que comenzó a ser pensada con rigor a partir del Renacimiento y que deviene en el punto de partida de las teorías filosóficas del empirismo y el racionalismo. Esta tesis, “es que todos los hombres son, por naturaleza, esencialmente idénticos entre sí, dotados de la misma razón, de la misma libertad, de las mismas pasiones, de los mismos intereses, de los mismos derechos y de los mismos deberes” (p.17).

Asumes además que esta idea fue trabajada por Kant, en tanto “tesis de la universalidad del conocimiento y de la acción, de la física y de la moral” (ibid.), así como la comprensión de que la historia de la humanidad es el proceso de la madurez del sujeto, un poco a lo hegeliano, y del enfoque del tiempo lineal de modernidad, que parte del pasado, pero lanzando hacia el futuro.

Esto no deja a un lado las diferentes culturas y variaciones históricas, que nos dan “diversas formas de conocimiento, diversos códigos morales, diversos sistemas políticos” (ibid.).  ¿Cuál fue el contexto histórico del texto de Adiós al progreso?

Antonio Campillo (AC): Antes de responderte me gustaría recordar el contexto en el que aparece Adiós al progreso, que no fue mi primer trabajo pero sí mi primer libro publicado. Tras quedar finalista del Premio Anagrama de Ensayo 1985, la editorial lo publicó en la primavera de ese mismo año, en pleno debate sobre la “crisis de la modernidad” y la pareja “moderno/posmoderno”.

En 1979, Jean-François Lyotard había publicado La condición postmoderna y la había descrito como la crisis de los “grandes relatos” emancipatorios de la modernidad. Habermas le había respondido en 1980 con la conferencia “La modernidad: un proyecto inacabado”, desarrollada en 1985 en el libro El discurso filosófico de la modernidad. Según Habermas, la crítica de la modernidad se inicia con Nietzsche y Heidegger, y sus herederos son unos cuantos filósofos franceses (Bataille, Foucault, Derrida y Castoriadis) a los que descalifica como “jóvenes neoconservadores”. Frente a ellos, defiende la concepción progresista de la historia como un “proyecto inacabado” e irrenunciable. Foucault le responde con unos seminarios sobre los opúsculos del último Kant, en los que defiende la “actitud ilustrada” no como una repetición de las ideas del siglo XVIII sino como una reflexión crítica sobre la propia época, como una “ontología crítica del presente o de nosotros mismos”.

(AM): ¿Y cuál era el presente sobre el que había que reflexionar en la década de los 80?

(AC): Habermas pasó por alto que el debate sobre la crisis de la modernidad recorre todo el siglo XX y no tiene su origen en Nietzsche y Heidegger. Es un debate que trasciende a tal o cual filósofo y cuyo trasfondo es una crisis civilizatoria provocada por lo que los historiadores han llamado la Guerra Civil Europea (1914-1945), en la que se sucedieron guerras, revoluciones, regímenes de terror, campos de concentración y de exterminio, deportaciones, genocidios y bombardeos masivos, que en total causaron entre 80 y 140 millones de muertos. Este ciclo de violencia extrema concluyó con Hiroshima y Nagasaki, es decir, con el inicio de la era nuclear. La primera mitad del siglo XX puso en evidencia que la racionalidad moderna, en su doble e inseparable vertiente socio-política y tecno-científica, no sólo no había conducido a la emancipación y la pacificación de la humanidad, como esperaban los filósofos ilustrados, sino que había engendrado nuevas y mucho más aterradoras formas de violencia, dominación y exterminio entre los humanos. Por eso, en los años 40 y 50 del siglo XX emerge en Europa una conciencia trágica sobre la crisis de la civilización occidental, sobre los límites de la modernidad y sobre el terror causado por las utopías comunistas y fascistas. Basta pensar en Horkheimer, Adorno, Benjamin, Marcuse, Jaspers, Arendt, Anders, Canetti, etc. Por primera vez en la historia, la humanidad disponía de los medios socio-políticos y tecno-científicos para destruirse a sí misma, no sólo como comunidad moral sino también como especie viviente. Pero los “treinta años gloriosos” (1945-1973), con la mayor tasa de crecimiento económico de toda la historia y el mayor nivel de bienestar de las clases medias del Norte global, parecieron dejar definitivamente atrás esa etapa oscura. La fe en el progreso regresó, pero ahora se presentaba como “desarrollo”, “crecimiento”, “innovación”, “bienestar”, etc. El debate de los años 80 sobre la crisis de la modernidad tuvo, por tanto, sus propias peculiaridades epocales: la descolonización de las últimas colonias europeas, la crisis del marxismo, la sociedad de consumo de masas, el creciente poder de los medios de comunicación audiovisuales, las críticas a los impactos sociales y ambientales de los saberes tecno-científicos, los nuevos movimientos sociales: pacifismo, ecologismo, anticolonialismo, feminismo, movimiento LGTBI+, etc. Es este nuevo contexto epocal el que Lyotard nombra como “condición postmoderna”.

(AM): ¿Cuál fue tu contribución a ese debate?

(AC): En mi opinión, la modernidad es una época histórica delimitada por dos fechas emblemáticas: el comienzo de la expansión mundial de las potencias coloniales de la Europa atlántica (1492) y el fin de su hegemonía tras la Segunda Guerra Mundial (1945). Esa época estuvo caracterizada por una concepción de la historia fundada en la idea de “progreso”, es decir, una concepción evolutiva y eurocéntrica. Evolutiva porque suponía que las historias de todas las sociedades, por muy diversas que fueran entre sí, debían remitirse a una sola historia teleológica: la Historia Universal de la Humanidad; y eurocéntrica porque la Europa blanca, greco-romana, judeo-cristiana, capitalista y liberal, se definía a sí misma como la vanguardia de esa Historia Universal y, por tanto, se consideraba legitimada para conquistar, dominar y guiar a todos los pueblos por el recto camino de la modernización. Esta idea de “progreso” se aplicaba también a las relaciones entre la historia humana y la naturaleza biofísica, pues los modernos se consideraban destinados a emanciparse de su condición natural, a servirse de los otros seres vivos como de meras cosas inertes y a extender su dominio por todo el mundo terrestre y celeste gracias al poder ilimitado de los saberes tecno-científicos. Por eso, en el debate de los años 80 sobre la pareja moderno/posmoderno, yo interpreté la crisis de la modernidad como la crisis de la idea de “progreso”, que en mi opinión ha sido la idea central del pensamiento moderno.

(AM):  ¿En Adiós al progreso. ¿La indagación del sujeto se mueve entre Kant- Hegel-Marx?

(AC):  Considero que la idea de progreso fue construida por los pensadores modernos mediante la articulación de dos tesis filosóficas contrapuestas: por un lado, lo que en ese ensayo llamé la “tesis del sujeto”, que postula la identidad y la universalidad de lo que los modernos denominaban la “naturaleza humana”; por otro lado, la “tesis de la historia”, que por el contrario postula la diferencia y la pluralidad irreducible de los seres humanos singulares y de sus diversas formas de experiencia.

El pensamiento moderno trató de articular estas dos tesis contrapuestas mediante la idea de progreso, es decir, mediante el tránsito evolutivo de la diferencia a la identidad y de la pluralidad a la universalidad. Debido precisamente a este papel vertebrador de la antinomia sujeto/historia, la idea de progreso se convirtió en la idea moderna por antonomasia. No obstante, yo distinguía dos etapas en la construcción de la modernidad: en los siglos XVII y XVIII, de Descartes a Kant, por así decirlo, prevalece una concepción “lineal” del progreso, según la cual todas las potencialidades presentes de manera innata en la “naturaleza humana” necesitan desplegarse paulatinamente en el curso de la historia universal, en el “tiempo inmortal de la especie”, como decía Kant; en cambio, desde Hegel, Marx y Comte hasta el ya citado Habermas, prevalece una concepción “dialéctica” del progreso, según la cual las diferentes formas históricas de la experiencia humana se van “superando” dialécticamente unas a otras hasta llegar a un “final de la historia” con una humanidad plenamente realizada y reconciliada consigo misma.

En mi ensayo de 1985, yo proponía que la crisis de la modernidad no es sino la crisis de la idea de progreso y, por tanto, la exigencia de repensar nuevamente la relación entre la identidad (del sujeto) y la diferencia (de la historia). Para mí, lo distintivo de la “condición postmoderna” es que ponía en juego una nueva concepción de la historia no evolutiva y no eurocéntrica, no basada en la idea de “progreso” sino en la idea de “variación”. Desde entonces, en mi trabajo filosófico he adoptado como clave interpretativa el principio ontológico de “variación”, que fue esbozado ya por el filósofo español Eugenio Trías y que sin duda guarda una estrecha relación con el concepto de “diferencia” desarrollado por Deleuze, Foucault, Derrida y Lyotard. Debo recordar que Hegel, sin duda el gran teórico del progreso, en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal distingue tres conceptos de tiempo: repetición, progresión y variación. Siguiendo el dualismo cartesiano entre res extensa y res cogitans, Hegel piensa que la “repetición” es el principio material que rige en los procesos de la naturaleza biofísica, mientras que la “progresión” es el principio espiritual que mueve la historia humana, guiada por la providencia divina. En cuanto a la “variación”, la considera inaceptable porque supondría reconocer lo azaroso, lo imprevisible, lo carente de finalidad, tanto en la naturaleza como en la historia. Pues bien, ese principio desechado por Hegel es el que ha acabado siendo adoptado por una amplia corriente del pensamiento filosófico y científico en las últimas décadas, y el que ha permitido cuestionar el dualismo ontológico entre una supuesta naturaleza repetitiva y una supuesta historia progresiva.

(AM): Tu argumento sobre Adiós al progreso, sitúa al sujeto que se encuentra fragmentado en facultades mentales corporales, por lo que “es preciso establecer entre ellas una estricta jerarquía, una graduación ascendente”, así como “es preciso organizar las diversas sensaciones, controlar los diversos apetitos, unificar la dispersión del cuerpo para que pueda hablarse de una conciencia racional en sus pensamientos y de una voluntad libre en sus acciones” (p.20).

Tal apreciación no se encuentra al margen de la tesis de la historia, que constituye el otro rostro de la modernidad, que no tiene que ver con “la tesis del sujeto y su articulación con él, que de acuerdo con tu planteamiento abarca desde el “romanticismo hasta la crisis del marxismo” (ibid.).

Esto convierte a la historia como el punto de partida de toda reflexión sobre el conocimiento. Se subraya la radical historicidad del saber, la variabilidad de las formas de los contenidos e incluso de los sujetos de conocimiento. Lo que se desprende que “El hombre ya no es foco ni espejo, no es ya pura actividad ni especificidad biológica, económica, lingüística y, en definitiva, histórica” (p.21).

Sobre esto reflexioné algunos puntos en el texto que escribí, al cual hice referencia, abordo la tesis de que, con la Ilustración, en el siglo XVIII, se despobló el progreso de vida eterna en el cielo y se trajo a la tierra. Por lo que el desarrollo tecnocientífico y cultural se lanzó hacia un futuro prometedor y de progreso social para los pueblos.

El progreso como proceso lineal estaba en marcha, era indetenible; ahí, la historia se convirtió en ley. Un hecho cargado de fe en la ciencia y la razón, el positivismo de Auguste Comte formaba parte de ese estándar del capitalismo del siglo XIX.

¿Consideras que el ángel del progreso de Benjamin sigue su curso en esta tercera década del siglo XXI? libro-de-AC

(AC): El dogma del progreso es consustancial al capitalismo moderno. A fin de cuentas, ese dogma postula que es posible mantener un crecimiento ilimitado mediante el desarrollo incesante de los saberes tecno-científicos y de los poderes socio-políticos, cuya combinación es la que ha permitido hasta ahora la conquista y el dominio de los territorios de todo el planeta por parte de las grandes potencias geopolíticas, la desposesión y la dependencia de sus poblaciones indígenas, y el expolio y la degradación de sus ecosistemas. Este dogma ha sido cuestionado cada vez más desde mediados del siglo XX, por tres razones complementarias: las grandes potencias han adquirido la capacidad tecno-política para cometer genocidios mediante los regímenes totalitarios y mediante las armas de destrucción masiva; la Gran Aceleración del Antropoceno es la causa de que el crecimiento capitalista esté sobrepasando los límites planetarios que hasta ahora habían hecho posible la vida humana sobre la Tierra; además, ambas amenazas están estrechamente unidas a la gran brecha de desigualdad social y ecológica entre el Norte y el Sur globales, como lo prueba el hecho de que los países ricos de Norte son los causantes del 90% de las emisiones históricas de gases de efecto invernadero, mientras que los países del Sur son los que están sufriendo la mayor parte de los impactos derivados del cambio climático antropogénico. Por eso, muchos autores proponen utilizar el término Capitaloceno, y no el de Antropoceno, para poner de relieve el estrecho vínculo histórico entre la hegemonía geopolítica del Norte global, la gran brecha de desigualdad generada por el capitalismo moderno y la acelerada degradación ecológica de la biosfera terrestre.

Es cierto que las élites globales siguen promoviendo el mito del progreso, pero ya no hablan de la paz perpetua de Kant, ni del comunismo internacional de Marx, ni siquiera de los derechos humanos de la ONU, sino simplemente de la innovación tecnológica permanente, centrada ahora en las tecnologías digitales y en las llamadas energías renovables. No es casual que sean las grandes empresas tecnológicas las que financien el discurso “transhumanista” y los proyectos más delirantes sobre la creación artificial de una nueva especie cibernética e inmortal que sería superior a la especie humana, abandonaría la inhabitable Tierra y colonizaría otros planetas.

Esta religión tecnológica es la última versión de la moderna idea de progreso. De hecho, Benjamin ya había escrito en 1921 un texto titulado “El capitalismo como religión”, en el que la fe cristiana en el Dios soberano es sustituida por la fe en el poder del Dinero. Así como las antiguas religiones teológicas prometían trascender por medio de la ascética la condición viviente y terrestre de los seres humanos, la religión tecnológica del capitalismo promete trascender esos límites de la condición humana por medio de la técnica. Esta ilusión la denunció en 1958 una buena amiga de Benjamin, Hannah Arendt, en La condición humana (1958), un año después de que la Unión Soviética lanzara al espacio el primer satélite artificial (Sputnik) y comenzara así la carrera aeroespacial entre las dos superpotencias nucleares. Y también la denunció Günther Anders, primo de Benjamin y primer marido de Arendt, en su gran obra La obsolescencia del hombre (1956 y 1980), en la que denuncia el “complejo de Prometeo” del ser humano con respecto a sus invenciones técnicas, y en especial con respecto al poder autodestructivo de las grandes máquinas tecno-políticas, simbolizadas por Auschwitz e Hiroshima. A esas denuncias se añaden hoy las formuladas por los pensadores y pensadoras ecologistas, basándose en las ciencias de la vida y del sistema Tierra: la religión tecnológica o ciberreligión, como tú la defines, es incompatible con los límites energéticos, materiales y ético-políticos que nos impone la biosfera terrestre, de la que formamos parte. Como dice mi buen amigo Jorge Riechmann, la mayoría de los humanos somos Gente que no quiere viajar a Marte (2004, 2ª ed. 2024).

(AM): La religiosidad cibernética sacude al cibermundo, donde convergen la tecnofilia, la veneración de la inteligencia artificial y lo virtual. Esto permite que todo se venere casi como una religión. Ahora bien, desde esta concepción crítica de la fe en el progreso tecnocientífico, ¿podemos adoptar una perspectiva a largo plazo y asumir una mayor responsabilidad hacia las generaciones futuras?

(AC):  La moderna idea de progreso ha estado ligada, desde el siglo XVI hasta el siglo XX, al género literario de las utopías, es decir, a las sociedades ideales proyectadas sobre el futuro. Desde las utopías de Moro, Campanella y Bacon hasta las utopías comunistas y anarquistas del siglo XIX. Y estrechamente vinculado al género de las utopías surgió también el género de la ciencia-ficción, cuyo núcleo es el sueño extraterrestre, es decir, el deseo de abandonar la Tierra, viajar a otros planetas y entrar en contacto con otros seres inteligentes. Este subgénero surgió en el siglo XVII, al compás de la revolución copernicana, con los relatos de Johannes Kepler, Francis Godwin y Cirano de Bergerac, pero será en la segunda mitad del siglo XX, coincidiendo con la carrera espacial entre Estados Unidos y la Unión Soviética, cuando el sueño extraterrestre invada la imaginación popular a través de la radio, la televisión, el cómic, el cine, las series de las plataformas, los videojuegos, etc. Este sueño es alimentado hoy por los programas espaciales de las grandes potencias (Estados Unidos, China, India, Rusia, la Unión Europea, etc.), pero también por las grandes empresas tecnológicas y por multimillonarios como Elon Musk. Sin embargo, desde los años 20 y 30 del siglo XX comenzaron a aparecer las primeras distopías, sea en forma de películas (Metrópolis de Fritz Lang, Tiempos modernos de Charles Chaplin) o en forma de novelas (Un mundo feliz de Aldous Huxley, 1984 de George Orwell), y en la ciencia-ficción también han comenzado a proliferar las distopías. La imaginación popular está siendo dominada por la creciente amenaza de un futuro sombrío, cuyas señales ya se apuntan en el presente: conflictos geopolíticos por unos recursos naturales cada vez más escasos, migraciones masivas, sociedades neofascistas, pandemias, genocidios e incluso un colapso civilizatorio de la humanidad, sea por una guerra nuclear o por la aceleración del cambio climático antropogénico.

En este primer tercio del siglo XXI, hemos de repensar nuestra condición histórica más allá de la moderna idea de progreso. Hemos de relacionarnos de un modo mucho más humilde y responsable con las generaciones que nos han precedido y con las que han de sucedernos. Tienen razón Greta Thunberg y los muchos jóvenes que se están movilizando para reclamarnos a los mayores, y sobre todo a las élites gobernantes, la responsabilidad que nos corresponde por el mundo inhabitable que vamos a dejarles. Hemos de aprender a pensar a largo plazo, contra el cortoplacismo y el aceleracionismo dominantes, como propone el filósofo Roman Krznaric en sus dos últimos libros: El buen antepasado (2020) e Historia para el mañana (2024).

(AM): La siguiente afirmación tuya que se encuentra en ese texto Adios al progreso, resulta interesante con relación a la tesis del sujeto, y al progreso, ya que “no es otra cosa que el ejercicio de una subjetividad en sí misma intemporal, la puesta en la práctica de una racionalidad y de una libertad que estaban previamente dadas (…) en el sujeto de una forma natural e insoslayable” (p.22).

Ahora bien, según tus planteamientos, “los partidarios de la tesis de la historia creen haber subsumido y superado la precedente tesis del sujeto, pero al mismo tiempo comprendemos por qué una y otra tesis se encuentran en un mismo universo lógico, qué es lo que las hace converge, qué es lo que las hace ser simétricas” (p.26). Esto implica un ejercicio intelectual, un deseo de parte de cada una de estas tesis, por la reconciliación y el “esfuerzo que cada una lleva a cabo desde su propio punto de apoyo, pero que ambas se realizan a través de la idea de progreso, a través del esquema platónico” (p.26). ¿Cómo articular el sujeto y la historia ante la quiebra del progreso y el enfoque de variabilidad en estos tiempos cibernéticos y transidos?

(AC): Efectivamente, la idea moderna de progreso pretendía articular las dos caras de lo humano y “superar”, por decirlo en términos hegelianos, la aporía constitutiva de la condición humana. Si formulamos esta aporía en los términos que propuse en Adiós al progreso, la tesis del sujeto postula la “identidad” básica de todos los seres humanos y, por tanto, la universalidad cosmopolita de los principios morales, de las formas de conocimiento y de los juicios estéticos por los que han de regirse. Por otro lado, la tesis de la historia postula la “diferencia” irreducible de cada ser humano singular, más aún, la diversidad de las distintas culturas del mundo y de las distintas épocas históricas, la pluralidad de sus cosmovisiones y de sus formas de vida.

Los modernos trataron de resolver esta aporía mediante la idea de progreso, es decir, mediante el tránsito paulatino de la diferencia a la identidad, y de la diversidad a la universalidad, tal y como son proclamadas por las primeras revoluciones liberales y las primeras declaraciones de derechos “del hombre y del ciudadano”; pero esa supuesta solución, en realidad, consistía en jerarquizar a todos los seres humanos a partir de un determinado patrón de humanidad (varón, heterosexual, propietario, blanco, europeo y cristiano), y a todas las sociedades y épocas de la historia en una secuencia evolutiva que tenía como meta final la sociedad capitalista construida por el Occidente moderno. Por eso, la idea de progreso era perfectamente compatible con el colonialismo, el racismo y la esclavitud de los pueblos no europeos, y también con el clasismo, el sexismo y la homofobia en las propias democracias europeas. Todas estas contradicciones pueden verse con claridad en algunos de los padres fundadores del liberalismo moderno, desde Locke hasta Kant. No es extraño que los dos países abanderados del republicanismo y de la universalidad de los “derechos del hombre”, Estados Unidos y Francia, se aliaran para oponerse violentamente a la república proclamada por los esclavos de Haití. La misma represión “liberal” sufrirán los obreros, las mujeres y los homosexuales.

El filósofo Roman Krznaric

(AM): Aunque tales poderes impuestos por estas potencias imperiales generaron resistencias de movimientos sociales, ¿todo poder genera contrapoderes en este planeta?

(AC): Es correcto y por eso, a partir del siglo XIX comienzan a extenderse una serie de movimientos emancipatorios (anticolonialismo, abolicionismo, socialismo, feminismo, etc.) que cuestionan los límites del universalismo moderno. Hoy tenemos que repensar de otro modo las relaciones entre la identidad y la diferencia, entre la diversidad y la universalidad de lo humano. Ya no podemos pretender superar las tensiones, los conflictos, las contradicciones entre las diversas formas de experimentar la existencia humana. Como dice Giacomo Marramao en Pasaje a Occidente. Filosofía y globalización (2003), tenemos que aprender a valorar simultáneamente la identidad y la diferencia, la diversidad y la universalidad. Esa es la potencialidad del concepto de “variación”. No es casual que el lema de la Unión Europea, adoptado en el año 2000, sea precisamente este: “Unidad en la diversidad”. Y a la diversidad de lo humano tenemos que añadir hoy, en la época del Antropoceno, la “biodiversidad” de las diferentes especies vivientes y de los diferentes ecosistemas que componen la biosfera terrestre y de los que forma parte la propia especie humana. Son muchos los pensadores y pensadoras que están proponiendo una “política de la naturaleza” (Bruno Latour) y una “democracia de la Tierra” (Vandana Shiva). Necesitamos una nueva forma de cosmopolitismo terrestre que sea a un tiempo justa, pacífica, democrática, paritaria, intercultural y ecológica.

Un ejemplo muy significativo de esta nueva forma de cosmopolitismo: el parlamento español, a propuesta de un amplio movimiento cívico que recogió más de 620.000 firmas, aprobó en 2022 una ley que reconoce a la laguna salada del Mar Menor como sujeto con personalidad jurídica propia. Hay precedentes en otros continentes, desde América Latina hasta Nueva Zelanda, pero éste es el primer caso en la Unión Europea y supone un cambio jurídico y cultural muy profundo en la manera de relacionarnos no sólo con nuestros semejantes humanos sino también con el mundo biofísico que compartimos con ellos.

(AM): El texto de tu autoría, titulado La fuerza de la razón. Guerra, Estado y Ciencia: En los tratados militares del Renacimiento, de Maquiavelo a Galileo (1986), para mí constituye un libro de implicaciones filosóficas, tecnológicas e innovadoras, aunque en el plano de lo militar.

Tú expresas que” se trata de analizar la guerra como un fenómeno social total en el que se ponen en juego todos los resortes culturales de una sociedad determinada o de una determinada época de la historia” (p.17).

Se deja bien definido que la formación, el conocimiento y el espíritu innovador cambió no solo el uso de la tecnología militar sino los procedimientos para ganar una guerra: “La guerra no fue, pues, la única actividad que modificó las relaciones de los hombres entre sí y con la naturaleza, pero sí fue una de las más importantes” (p. 282).

¿Qué te llevó a enfocarte en tan interesante proyecto de investigación y cómo lo articulas con estos tiempos de rearme mundial? 

(AC): En ese libro, publicado en 1987 y cuya segunda edición apareció en 2008, se recoge la última parte de mi tesis de doctorado, presentada hace cuarenta años en la Universidad de Murcia, con el título De la guerra a la ciencia. Un estudio de los tratados militares medievales y renacentistas (5 de octubre de 1984). Tanto la tesis como el libro están dedicados a Michel Foucault, que murió el 25 de junio de ese año, porque sus estudios “arqueológicos” y “genealógicos” fueron la principal guía metodológica de mi propio trabajo de investigación. La propuesta central de Foucault es que no es posible hacer historia del pensamiento, de las ideas, de los saberes, si no se hace al mismo tiempo historia de la sociedad, de las acciones, de los poderes. Ahora bien, para hacer esa historia a un tiempo intelectual y social, el objeto de análisis no debe ser la vida y la obra de los grandes autores, sino las “practicas” históricas, que son simultáneamente sociales y discursivas.

El problema es que Foucault, en sus estudios históricos sobre la relación entre los saberes expertos y los poderes sociales, se restringió a la génesis de las “ciencias humanas” y de las tecnologías de poder asociadas a ellas, es decir, a las formas de gobierno de los individuos y de las poblaciones humanas, como es el caso de las “disciplinas” y de los “biopoderes”. En cambio, yo me propuse aplicar la metodología foucaultiana a la génesis de las “ciencias naturales” y de las tecnologías de poder asociadas a ellas, es decir, a unas formas de gobierno que no se ejercen directamente sobre los individuos y las poblaciones humanas, sino sobre los territorios en los que habitan y sobre los seres vivos y las energías naturales de los que dependen. Como complemento a la “historia (del gobierno) del sujeto moderno” elaborada por Foucault, me pareció que era necesaria también una “historia (del gobierno) del espacio moderno”.

Este interés por la “genealogía” de las ciencias naturales me obligó a desplazarme en el tiempo: el momento crucial no era ya el tránsito del siglo XVIII al XIX, sino más bien el período que se conoce con el nombre de Renacimiento y que va del siglo XV al XVII, es decir, de la Edad Media a la Edad Moderna; los acontecimientos decisivos no son ya las revoluciones políticas y el surgimiento del capitalismo industrial, sino la formación de los grandes Estados euro-atlánticos y el surgimiento del capitalismo mercantilista y colonialista. Y las “prácticas” en donde había que encontrar el punto de encuentro entre los saberes y los poderes no eran el “examen” de los individuos y la “regulación” de las poblaciones, sino todas aquellas actividades en las que se produjo la “matematización de la naturaleza”: el comercio, las artes, la navegación y, muy especialmente, las prácticas militares.

Así fue como mi investigación acabó desembocando en el estudio de la “revolución militar” del Renacimiento y de los inicios de la Edad Moderna. Entre los siglos XV y XVII, se produce el tránsito de la caballería medieval a la infantería moderna, de la espada y el arco al cañón y el arcabuz, del castillo elevado a la fortaleza soterrada, de la batalla campal al asedio de ciudades, y de la mediterránea galera de remos al atlántico galeón con cañones y velas. Todos estos cambios estuvieron acompañados de importantes transformaciones políticas, económicas, tecnológicas y culturales, que dieron origen al sistema europeo de Estados soberanos, a la expansión colonial del capitalismo y al nacimiento de la moderna Física matemática. El mundo en el que salió a cabalgar Don Quijote de la Mancha no era ya el de sus amadas novelas de caballerías, y el acierto de la novela cervantina consistió en describir el conflicto entre la vieja y la nueva época.

Pero yo no me dediqué a investigar las transformaciones sociales asociadas a la “revolución militar”, de las que se han ocupado en las últimas décadas muchos historiadores, unos centrados en la Baja Edad Media (como F. Lot, F. Cardini, M. Keen, G. Duby y Ph. Contamine) y otros en los siglos XVI y XVII (como A. Corvisier, J. R. Hale, J. M. Maravall, G. Parker, Carlo M. Cipolla, R. Puddu e I. A. A. Thompson). Debo mucho a estos autores, pero mi trabajo se centró preferentemente en el estudio de las fuentes literarias, es decir, en el análisis de la tratadística militar y en la profunda mutación que se produce entre los tratados militares de caballería y los tratados renacentistas de disciplina militar, artillería, fortificación y navegación.

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Filósofo Andrés Merejo. Autor de la entrevista con Antonio Campillo

Este estudio tenía un doble objetivo: por un lado, mostrar cómo la historia de los hechos se encuentra indisolublemente ligada a la historia de las ideas, de los discursos, de los saberes, de las técnicas, de la cultura material; por otro lado, mostrar cómo algunos de los primeros textos políticos y científicos de la modernidad (los textos de Maquiavelo y de Galileo, especialmente) no son ajenos a esta historia de las prácticas y de los saberes militares.

Esta historia de las prácticas y de los saberes militares forma parte de la historia de la razón. En particular, de la razón moderna. Si esta específica forma de racionalidad ha llegado a ser la más fuerte, ha sido en gran parte por la fuerza de las armas. Y la fuerza de las armas, a su vez, ha estado estrechamente ligada a la fuerza de la razón: de la “razón de Estado”, en primer lugar, pero también de la razón científico-técnica, tal y como ambas comenzaron a configurarse a partir del Renacimiento. En definitiva, con este trabajo traté de mostrar que la “revolución militar” del Renacimiento contribuyó decisivamente a crear las condiciones históricas de posibilidad para que se constituyeran tanto el Estado moderno analizado por Maquiavelo como la Física matemática elaborada por Galileo.

En cuanto al vínculo entre la “revolución militar” y la “revolución científica”, en mi trabajo no hice sino retomar y reelaborar en clave foucaultiana las ideas de otros autores (P. Rossi, B. Gille, S. Drake, S. F. Mason, etc.) sobre la posición mediadora de Galileo entre la tradición culta o universitaria (las “artes liberales”) y la tradición plebeya o artesanal (las “artes mecánicas”), y sobre el nacimiento de la ciencia moderna como resultado del encuentro entre ambas tradiciones. Mi aportación consistió en mostrar que esa mediación tuvo lugar, de una manera decisiva, a través de las prácticas militares.

La moraleja para nuestro tiempo es bastante obvia: el vínculo entre los saberes tecno-científicos y lo que el presidente estadounidense Dwight Eisenhower llamó en 1961 el “complejo militar-industrial” no es una novedad del siglo XX, sino que se encuentra en los orígenes de la ciencia moderna. Eso nos obliga a cuestionar el mito positivista de la neutralidad de los saberes científicos y tecnológicos, y a denunciar sus muchas implicaciones políticas, económicas y militares. Como ya apuntó Arendt en La condición humana, necesitamos una epistemología política que problematice las complejas conexiones entre los saberes expertos y los poderes sociales, para que el conocimiento tecno-científico se ponga al servicio de un cosmopolitismo pacífico, democrático, justo y ecológico.

(AM): Partiendo de esto, se comprende que el honor y el valor de los caballeros antes del Renacimiento y la modernidad, le “dejan paso a la disciplina y al orden de los infantes”, y “la singularidad del guerrero deja paso a la homogeneidad de la tropa, al adiestramiento colectivo y a las grandes maniobras de conjunto”, por lo que ya “las guerras no las ganan los guerreros valientes sino los guerreros disciplinados, no los más nobles sino los mejores adiestrados; la guerra, pues, es un trabajo más, que requiere buenos profesionales, y poco importa que éstos sean nobles o plebeyos” (p.283).

Si partimos de lo que hoy es la ciberguerra, como nueva forma de guerra que implica la nanotecnología, la inteligencia artificial (IA), el mundo digital y las redes del internet y las demás redes que conectan al ciberespacio, se puede decir que ese espíritu innovador en el plano de lo militar entra en lo no evolutivo, ni en lo lineal sino en lo disruptivo y exponencial, a propósito de la inteligencia artificial y los drones.

¿Es filosófico reflexionar sobre esta panorámica, pensar complejo y pensar lo actual?

(AC): Efectivamente, creo que es imprescindible una reflexión filosófica (a un tiempo epistemológica, ética y política) sobre las nuevas formas que ha adoptado la guerra en el siglo XXI, no sólo debido al uso de las tecnologías digitales, la nanotecnología, la inteligencia artificial, la ingeniería aeroespacial, etc., sino también al hecho de que suponen una combinación explosiva de nuevas modalidades de genocidio y de ecocidio, como estamos viendo en Palestina. Se mata, se hiere, de desplaza, se desposee y se humilla a las poblaciones humanas, pero también se destruyen los hospitales, las escuelas, las comunicaciones, la red eléctrica, la trama urbana, los ecosistemas, los animales, la vegetación, las tierras de cultivo, las fuentes de agua, todo lo que permite que esas poblaciones puedan habitar la Tierra con dignidad. Son guerras contra la humanidad y contra la biosfera, inseparablemente.

En otras palabras, son guerras por el control geopolítico de los territorios, de los recursos naturales y de las comunidades que viven de ellos. Y hoy, en una sociedad planetaria altamente industrializada e interconectada, esas guerras sólo son posibles con unos sistemas tecno-científicos muy complejos y muy costosos. Me vienen a la memoria cuatro obras que me parecen muy valiosas: el volumen colectivo Guerra y tecnología. Interacción desde la Antigüedad al presente (2017), editado por María Gajate y Laura González; Guerras climáticas: por qué mataremos (y nos matarán) en el siglo XXI (2008), del sociólogo Harald Welzer; Teoría del dron. Nuevos paradigmas de los conflictos del siglo XXI, del filósofo Grégoire Chamayou; y la reciente obra Vers l’écologie de guerre (2024), del filósofo Pierre Charbonnier.

(AM): Aquí, encontramos una explicación filosófica de lo técnico en el ámbito científico, al precisar que el científico Galileo fue el que tendió los más sólidos puentes entre la episteme y la techné, dado que, con él, se entremezclan la “preocupación especulativa por el comportamiento de la materia” con “las preocupaciones prácticas de los ingenieros y artilleros”.

¿Cómo situar este ejercicio filosófico en el ámbito de los tiempos en que vivimos?

(AC): Fue el propio Galileo el que insistió en conectar sus reflexiones e investigaciones sobre “dos nuevas ciencias” (el movimiento local de los cuerpos en el espacio, como las balas disparadas por los cañones, y la resistencia de los materiales utilizados en la construcción de máquinas y edificios, como en el caso de las fortalezas militares) con el conocimiento práctico de los artesanos que trabajaban en el gran Arsenal de Venecia.

Contra la concepción idealista de la historia de la ciencia, que la concibe como una búsqueda desinteresada de la verdad por parte de unos sabios ajenos a los intereses prácticos y regidos exclusivamente por la lógica endógena del saber, somos muchos los filósofos, sociólogos e historiadores que hemos puesto de manifiesto los vínculos inseparables entre las distintas formas estratificadas de conocimiento (teorías científicas y filosóficas, tecnologías e instrumentos materiales, saberes artesanales, etc.), y entre esas diversas formas de conocimiento y las instituciones, prácticas sociales, sistemas de comunicación y conflictos de poder con los que se encuentran imbricadas y con los que se retroalimentan en procesos más o menos innovadores. Uno de los ejemplos más recientes y ambiciosos de este enfoque es la voluminosa obra de Jürgen Renn La evolución del conocimiento. Repensando la ciencia para el Antropoceno (2020). El autor condensa en ella los trabajos de un grupo de investigadores vinculados al Departamento de Historia de la Ciencia del Instituto Max Planck de Alemania. Además, ofrece un marco teórico para comprender la evolución y la globalización de las diversas formas de conocimiento a través de la historia. Y, por último, se plantea la necesidad de repensar el papel de la ciencia y la tecnología en la época del Antropoceno, en la que está en juego la supervivencia de la humanidad.