Desde el inicio de la guerra civil en Siria en 2011 la influencia extranjera –armas, fondos, combatientes— fue decisiva para agudizarla. Trece años después, pactos implícitos entre actores externos han quitado el apoyo a Bashar al Asad, facilitando que una coalición de grupos armados tome el poder.
Después de 13 años de guerra en la que centenares de grupos armados que se enfrentaron al Estado y entre sí, el régimen de Bashar al Asad ha caído. El coste ha sido brutal: medio millón de muertos; la infraestructura del país destruida junto con el crecimiento de economías ilegales; desplazamiento interno de 12 millones de personas y otras 6.5 millones se transformaron en refugiados.
La dictadura de Asad continuó a la de su padre, Hafez al Asad, presidente entre 1971 y 2000, en representación del Partido Socialista Árabe Baaz. Padre e hijo rigieron el país con mano dura: tortura, matanzas y desapariciones. La familia Asad forma parte de la minoría alauí, una rama chiita del islam a la que pertenece alrededor del 10% de la población. Otras identidades religiosas en el país son los musulmanes sunitas (58,4%), los cristianos (15,2%), kurdos (10%), drusos y otras (6 %).
La minoría alauí obtuvo beneficios a expensas de las otras identidades. Los Asad gobernaron con una fórmula de pactos, prebendas, cooptación y represión que se vio a afectada hacia los años 2000, especialmente por el empobrecimiento de la población sunita. El estallido de la denominada primavera árabe en 2011 en la región provocó la caída de los gobiernos represivos en Túnez, Egipto y Libia. Temiendo el mismo destino, Bashar al Asad respondió con violencia brutal. Como respuesta, parte de la población sunita organizó grupos armados que se levantaron contra el gobierno.
Los grupos que inicialmente se rebelaron entraron en conflicto entre sí debido a diferencias ideológicas y de identidades. A eso se sumaron grupos islamistas radicales que terminarían formando parte o aliándose con el Estado Islámico (o ISIS) que actuó en Siria desde 2013. Se calcula que, pese a la derrota que sufrió este grupo, permanecen unidades operativas del mismo en Siria e Irak.
Por otra parte, los kurdos, también reprimidos por el régimen de Asad, respondieron con guerrillas y formaron un enclave autónomo junto a la frontera con Turquía.
La injerencia extranjera
Poco después de iniciada la guerra civil, diversos gobiernos extranjeros comenzaron a apoyar, o crear, económica y militarmente a diferentes grupos armados. Christopher Phillips, explica en su libro Battle ground que “(A) lo largo de los años de guerra, los sirios crecientemente perdieron la oportunidad de determinar su propio destino a medida que intervenían fuerzas extranjeras, motivadas por temor u oportunismo”.
Irán tenía afinidades políticas con el régimen de Asad, e intervino con armas, fondos y capacidad de reforma del ejército sirio desde 2011. También por cercanía entre identidades, la organización político-militar-religiosa libanesa Hezbolá mandó efectivos a Siria para defender al gobierno. Irán formó, además, milicias chiitas afgano-pakistaníes. Y grupos armados chiitas de Irak y kurdas de Turquía se unieron a la guerra.
Los gobiernos de Turquía, Catar y Arabia Saudita facilitaron armas y fondos a estos grupos. El gobierno de Ankara tuvo como prioridad frenar la insurgencia kurda, para que no se contagiase a la minoría de la misma identidad en su territorio. Así mismo, el presidente Recep Tayip Erdogan pidió a Asad, infructuosamente, que aceptase negociar las reformas que exigía la rebelión. Se vio así frustrado en sus ambiciones de influir en la primavera árabe. Qatar también aspiraba a tener un papel de liderazgo en la insurrección en la región, y ante la respuesta negativa de Asad promocionó grupos armados radicales en Siria.
Arabia Saudita, por su parte, temía que las organizaciones armadas radicales se aliaran con sus enemigos, los Hermanos Musulmanes (organización islamista sunita trasnacional), que luego llegaron al poder (brevemente) en Egipto. Phillips señala que hacia el final de 2015 más de 30.000 personas, provenientes de 70 países, incluyendo europeos y de EE. UU., estaban peleando en Siria.
Washington y Moscú
Respecto de grandes potencias, el presidente Barack Obama mantuvo una política cautelosa y de intervención limitada, incluyendo una amenaza nunca cumplida de que no permitiría a Asad usar armas químicas contra la población civil, algo que ocurrió en 2013. Tanto Obama como Donald Trump en su primera presidencia se centraron en desplegar un número limitado de tropas para combatir al Estado Islámico en Siria, y apoyar a los rebeldes kurdos, pero sin participar activamente en la guerra civil.
El presidente ruso, Vladimir Putin, consideró que podía obtener beneficios geopolíticos en Oriente Medio si intervenía y definía la guerra en Siria en favor de Asad. El gobierno ruso temía, además, que una victoria de los islamistas radicales en Siria tuviese un efecto dominó en las comunidades de la misma identidad en Rusia. La población musulmana en ese país suma casi 15 millones de personas, y Chechenia ha mantenido guerras con Moscú. En septiembre de 2015, Rusia lanzó sus primeros ataques desde el aire, en una ofensiva que se mantuvo hasta hace pocos días.
En el terreno diplomático, Naciones Unidas impulsó negociaciones que fracasaron, mientras que Irán, Turquía y Rusia impulsaron otras en Astana, Kazajstán, que tampoco tuvieron éxito. El creciente enfrentamiento entre Moscú y Washington, agravado por la guerra de Ucrania desde 2022, en la que milicias sirias fueron a luchar del lado ruso, ha bloqueado las vías diplomáticas. Por su parte, la UE ha facilitado ayuda humanitaria, asistencia a los refugiados, promoción del diálogo entre sectores de la oposición siria, e impuso sanciones al régimen de Asad.
Los signos
Posiblemente el primer signo de que el fin del régimen de Bashar al Asad se encontraba cerca fue el terrible terremoto que asoló el país en febrero de 2023. Esta tragedia mostró la incapacidad estatal de respuesta tanto a la emergencia humanitaria y como el asumir la reconstrucción. La fragmentación territorial con alrededor del 30% del país en manos de grupos armados organizados en diversas coaliciones también evidenció la falta de control de Asad.
El segundo indicador lo constituyeron en 2023 los ataques de grupos armados de Siria e Irak contra bases de los 900 soldados estadounidenses desplegados en estos dos países, y las respuestas de EE. UU. y países aliados contra los atacantes en 2024. Por su parte, Israel ha realizado, especialmente desde que comenzó la ofensiva en Gaza, ataques contra grupos armados en territorio sirio y contra vehículos que presuntamente transportaban armas para Hamas.
Desde la caída de Asad, el gobierno israelí, que desconfía del pasado radical de Jolani, líder de los rebeldes, ha ordenó atacar lo que considera centros de almacenamiento de armas químicas y ha desplegado fuerzas en la parte colindante de Siria con los Alto del Golán. Este territorio fue ocupado por Israel en la guerra de 1967.
La ofensiva del grupo Hayat Tahir al Sham, liderada por Abu Mohamed al Jolani, ha sorprendido por su rapidez, pero durante un largo tiempo este hábil político y jefe militar ha establecido alianzas con organizaciones armadas y líderes tribales. Jolani no sólo ha moderado su discurso desde que abandonó al-Qaeda y sus vínculos con ISIS, sino que habría sabido leer los signos de cambio en Oriente Medio, ofreciendo a cada parte las seguridades que necesita.
El final
La hábil política de Jolani pudo desarrollarse en el marco de una serie de cambios en el último año. En primer lugar, la ofensiva israelí desde octubre de 2023 debilitó y acabó casi por completo con la cúpula de Hamás en Gaza. También ha fragilizado a Irán y destruyó en gran medida la capacidad militar de Hezbolá, eliminando a parte de sus dirigentes. Paralelamente, impactó sobre las milicias Hutis en Yemen, y asesinó a líderes de Hamas y altos oficiales iranies en diversos países de la región, incluyendo en Siria e Irán. Para los dirigentes de Irán y Hezbolá, el apoyo a Siria pasó a segundo plano.
Segundo, la guerra de Ucrania mantiene muy ocupada a Rusia. Ante la posibilidad de un acuerdo impulsado por la futura administración Trump, y la autorización a Kiev por parte de EE. UU. y el Reino Unido de usar sus armas de largo alcance para impactar el territorio ruso, Moscú está redoblando sus esfuerzos militares. Consiguientemente, Siria ha perdido peso en la política exterior de Putin.
Tercero, en esta coyuntura el gobierno turco, actor central en la ofensiva en Siria, que ha apoyado a la coalición liderada por Hayat Tahir al Sham, aspira a desempeñar un papel en la reconstrucción de Siria, y quiere reenviar a casa a los tres millones de refugiados sirios que le generan problemas domésticos. Este plan requerirá encontrar un acuerdo con los nuevos gobernantes sirios acerca de la guerrilla kurda.
Cuarto, probablemente Abu Mohamed al Jolani esté lanzando el mensaje a Israel de que no cuestionará la ocupación de los Altos del Golán. Esa fue la política que mantuvieron los Asad. Así mismo, estaría acercándose a Arabia Saudita, indicando que la nueva Siria se concentrará en la reconstrucción y no en desestabilizar vecinos.
Es probable que estos temas se discutieran en estos días entre Irán, Rusia, Turquía, tres partes que tienen buenas relaciones, y Hezbolá. El diagnóstico habría sido que el ejército sirio estaba desmoralizado, que el control del país era inexistente, y que Assad ya no servía. A la vez, que es necesario repensar posiciones ante la ofensiva regional de Israel, que desde enero será apoyada con más fuerza por EE.UU., y el impacto del acercamiento inminente entre Washington y Moscú.
Sea cual sea la forma en que esto se haya dialogado, el futuro de Siria y la región continuarán inestables. Varios centenares de grupos armados en este país lucharán por sus intereses y no debe descartarse una prolongación de la guerra civil con otras formas. Antes codiciada por muchos y ahora abandonada a su suerte por todos, el futuro de Siria es imprevisible.
Mariano Aguirre es associate fellow de Chatham House y analista de cuestiones Internacionales.