Cuando los gobiernos pasan por momentos difíciles en materia de imagen, vuelve a cobrar interés lo que se entiende deben ser los marcos de una buena relación entre las distintas esferas públicas y los medios de comunicación. En diferentes oportunidades me han preguntado sobre la potestad que se atribuyen los gobiernos y muchas veces los congresos para decidir sobre el contenido ético de las actuaciones de la prensa.
Esa pregunta sustancia el mayor de los debates alrededor del papel de la prensa. La fijación de los límites de la responsabilidad de la prensa no corresponde al gobierno ni al Congreso sino a la propia prensa. La experiencia, aquí y en el resto del mundo, enseña que todo intento oficial de fijar los límites de esa responsabilidad, a través de medidas administrativas o la aprobación de leyes, conduce inevitablemente a la restricción y a la censura. Difícilmente pueda concebirse un buen gobierno o un buen congreso en una sociedad carente de una prensa libre e independiente.
Son los medios los que deben cuidar los lugares donde pisan. Es importante que los funcionarios, los congresistas y los líderes de los partidos lo entiendan a cabalidad. Esas son las bases de una fuerte columna sobre la cual los poderes del Estado pueden construir una sólida, confiable y duradera relación armoniosa con la prensa. Reconocer los derechos de los medios y sus propias limitaciones frente a ella es indispensable para la creación de un clima de convivencia y de mutua conveniencia entre las partes.
Los gobiernos y congresos en sociedades democráticas deben esforzarse por superar los malos entendidos y las distancias que pudieran existir con los medios de comunicación. Deben propiciar canales de comunicación efectivos que permitan a los medios un mejor y fluido acceso a las fuentes oficiales de información, a fin de garantizar el derecho del público a saber qué hacen y qué no hacen los gobiernos y los congresos. Esa es la esencia de la democracia.
Vengo de una escuela que cree que la única relación aceptable entre la prensa y los poderes públicos es la forjada en un trato amistoso, pero de adversarios, de amigos distantes y celosos, si se quiere, en función de la necesidad de preservar la independencia de la prensa como institución. Muchos de los problemas que entorpecen esa relación se basan en la intolerancia ante la crítica. Olvidamos que parte de la razón de ser de la prensa es la crítica. Una prensa que no responda a esa realidad, que no asuma su papel frente a las distintas formas de autoridad, pierde su esencia y el sentido de su existencia.
No pretendo que los poderes del Estado sean indiferentes ante las críticas de los periódicos y otros medios de comunicación. Todo lo contrario. La arbitrariedad asume en ocasiones el rostro de la indiferencia. La prensa debe ser crítica para que esos poderes sean sensibles. Recordarles que el corazón tiene a veces mayor capacidad que el cerebro para ver las necesidades de la colectividad, del pueblo que los eligió y a los que están llamados a servir.
Cuando un gobierno o un congreso se ajustan a este marco de su responsabilidad democrática, la crítica asume por lo regular otra función más allá de la simple censura de las actuaciones u omisiones de los funcionarios y los legisladores. Me refiero, por supuesto, al valor de la crítica responsable y constructiva, basada en hechos no en presunciones producto del prejuicio de quien la ejerce.
Al igual que el Gobierno y el Congreso, la prensa vive sometida al juicio del público. De manera que cuando un periódico o cualquier otro medio actúa irresponsablemente, ese comportamiento, sea dictado por el sectarismo o los prejuicios, ya de naturaleza social, religiosa o de cualquiera otra, puede reflejarse en el nivel de credibilidad que tenga ante su público. Un medio de comunicación sin credibilidad es algo inocuo. Lo mismo que un Gobierno o un Congreso carente de ella. Un Gobierno o un Parlamento sólo es capaz de mover a un país alrededor de un proyecto grande en la medida en que se cree en él y se confía en lo que dice o promete.
No propongo un régimen de libertad absoluta que conduzca al libertinaje. Una prensa dirigida responsablemente actúa responsablemente. Es al público a quien corresponde juzgar al Gobierno y al Congreso como a la prensa. Los poderes del Estado tendrán el crédito que sus actuaciones merezcan y de esta misma forma será con los medios. Un periódico sensacionalista, mentiroso, inclinado a dañar honras injustificadamente, se forjará una mala reputación y ter- minará siendo rechazado por los lectores.
Como sucede con los gobiernos y los congresos, las actuaciones diarias de la prensa están sujetas a un plebiscito constante, permanente. No es, por ejemplo, un gobierno, ni ninguna otra autoridad como el Congreso, quien debe tener la decisión de qué puede publicar un periódico o qué debe leer el público. La censura es odiosa y contradice el espíritu y la esencia de un sistema político basado en la pluralidad y la defensa de la libertad humana. La práctica muy pronunciada en el país de convertir los mecanismos oficiales de información hacia el público en vehículos de propaganda y relaciones públicas, afecta la imagen que la sociedad puede forjarse del Gobierno o del Congreso como garantes de su derecho a estar debida y adecuadamente informado de cuanto ocurra en la esfera pública.
El intento de hacer de la información un mecanismo de promoción oficial es siempre un primer paso a la manipulación. Y esto supone un camino directo al ocultamiento o manejo interesado de información valiosa, con los resultados predecibles en una sociedad donde por más que se esfuerce en hacerlo, el Gobierno o el Congreso nunca dispondrán de recursos para esconder por siempre lo que debió informarse a tiempo.
Será siempre menos costoso, en términos políticos, admitir los fracasos y los errores en asuntos de interés general, que intentar ocultarlos, porque una información a tiempo, servida con honestidad, evita la especulación, las exageraciones, los debates inacabables y las censuras. La manipulación en el campo de la información crea muros difíciles de escalar en las relaciones entre los poderes públicos y la prensa.
El dominio del arte de la comunicación es esencial al éxito de toda estrategia de mercadeo político, no importa los objetivos que esta se forje. En realidad, la comunicación es un arte que todos los dominamos y practican en una medida u otra. Cualquiera que sea su acción, la gente está tratando continuamente de comunicarse con el resto para transmitir sus ideas, recibir información y adquirir conocimientos. Los diferentes instrumentos para hacer válida una buena comunicación se convierten, pues, en objetos esenciales de la vida de las personas, si bien la mayoría de ellas sólo requiere, por la magnitud de sus necesidades y la naturaleza de sus obligaciones, de una parte limitada de esos instrumentos.
Las consecuencias de una comunicación no eficaz son distintas dependiendo de las necesidades de los emisores, trátese de un profesor en un aula, una madre frente a un hijo, una agencia de relaciones públicas o de publicidad en el desempeño de una campaña de imagen a favor de un cliente, o de un candidato frente a los electores.
El político o sus asesores raramente acuden a la psicología formal o la teoría psicológica al momento de decidir qué hacer o decir al público. Por lo general se basan en sus propias experiencias prácticas acumuladas a lo largo de años. Y es que usualmente el análisis simple de las observaciones pasadas, confieren una idea bastante ajustada de la clase de información que se necesita sobre el auditorio o un determinado núcleo de votantes o potenciales electores.
El investigador norteamericano Philip Lesly afirma que en su nivel actual de desarrollo las ciencias sociales no pue- den ofrecer todavía una guía o norma precisa para los profesionales o especialistas en el de la comunicación. Por eso nos dice que “muchos de los procesos de comunicación son todavía un arte”, en que la experiencia y la imaginación crea- dora son a menudo “las mejores guías para el éxito de la actuación”.
Sin embargo, las ciencias sociales pueden ser útiles como un auxiliar de la experiencia. Pueden ayudar a sugerir nuevas preguntas que el experto debiera contestar acerca de las situaciones con las que se enfrenta; pueden facilitarle categorías para codificar la experiencia de manera que sean luego más fácilmente accesibles y pueden ayudarle a relacionar sus experiencias con otras.
Dada la complejidad del mundo actual y el desarrollo de los medios de comunicación, éstos resultan fundamentales al éxito de toda estrategia o plan de mercadeo político. No creo que pueda concebirse en estos tiempos ninguna campa- ña, sea ya de imagen de un candidato o de promoción de un producto, que no contemple el uso intensivo de los medios de comunicación, tanto escritos como audiovisuales.
Son interminables las listas de ejemplos que demuestran cómo la influencia de estos medios actúa para modificar o cambiar radicalmente las opiniones de la gente. Infinidad de estudios experimentales han comprobado es necesario citar los rápidos cambios de actitudes de parte del público en diferentes países y en épocas distintas, como resultado de lecturas, escuchas de emisiones o proyecciones de películas. Pero no siempre las estrategias de mercadeo político dan los resultados esperados. Pueden existir o surgir factores que obstaculicen el alcance de los objetivos de estrategias perfectamente diseñadas. Realidades económicas o sociales, pueden conspirar contra el éxito de una buena campaña de mercadeo político. En el país hemos tenido varios ejemplos. En jornadas electorales pasadas, de poco valieron la intensidad de campañas de anuncios, publicidad e información, ni el empleo parcial de encuestas para atraer votos a favor de candidatos. Esas campañas fueron casos dramáticos de cómo bajo determinadas circunstancias, el abuso de la propaganda puede llegar a tener efectos decrecientes en el ánimo del público.
Como toda acción de una persona, independientemente de la escala donde se mueva, las estrategias de mercadeo político buscan satisfacer algún deseo o necesidades básicos. No importa de qué se trate. Sea la búsqueda de salud, afecto, respeto o poder, el objetivo se relaciona con uno de estos o cualesquiera otros valores, con las variaciones naturales dependiendo de los individuos o de las sociedades, o en grados menores o mayores según cada caso.
Al reconocer la importancia de estas necesidades básicas queda de manifiesto el hecho de que ellas también se hacen necesarias para una acertada dirección de la conducta, elementos que deben formar, a mi juicio, una parte fundamental de todo esfuerzo de mercadeo, sea político o estrictamente empresarial. La acumulación de información, cualquiera sea la naturaleza de esta números telefónicos, dietas alimenticias, datos sobre un partido, un político, un producto o una empresa– casi siempre guarda familiaridad con los gustos básicos, hábitos e inclinaciones, etcétera, de las personas. El manejo exacto de esta información por terceros, puede resultar de mucho valor en el diseño y ejecución de una estrategia de mercadeo de los candidatos, de servicios, productos o instituciones.
Philip Lesly, a quien ya mencioné, presta especial atención a este hecho: “Hay una tendencia en cada individuo a tratar de asegurarse que estas diversas partidas de información almacenada, sean armoniosas entre sí y que estén, en cuanto sea posible, acordes con sus hábitos y actitudes. Por ejemplo, algunas experiencias han indicado que los fuma- dores muy empedernidos son menos propicios que otros a recordar noticias acerca de la relación entre el fumar cigarrillos y el cáncer.
Aquellos que tienen un prejuicio contra un cierto grupo de población, tienden a recordar menos hechos favorables y más adversos acerca de este grupo que otros que no tienen aquel prejuicio, y así sucesivamente. Las formaciones que tienden a interferirse con la consecución de una meta determinada, son poco útiles e incómodas y propicias a ser olvidadas o consideradas como insolventes o inconsistentes”. Esta teoría se aplica al ámbito de la estrategia política. Hay que reconocer, antes que nada, que la pericia en el lenguaje y las habilidades persuasivas de un candidato, así como los méritos de una buena campaña, no bastan siempre para modificar los criterios del público o para reforzar las opiniones de los grupos que ya comparten una idea o una propuesta política. Es un error basar una campaña en la creencia de que sólo estos elementos bastan para alcanzar el éxito. La verdad es que bajo determinadas condiciones, ni el más experimentado de los expertos puede ser capaz de influir sobre el auditorio o alcanzar el éxito deseado a través de una campaña a favor de una candidatura o de un proyecto político.
Por eso, es fundamental el conocimiento amplio y pleno de los segmentos de público a los cuales va dirigida la acción. Porque una política bien dirigida puede obtener buena comprensión y aceptación, y a menudo esto sólo es posible si el plan se adopta o estudia antes de ponerse en ejecución, ya que si la política adoptada es incorrecta, no responde a los deseos o necesidades básicas del público, probablemente terminará en un fracaso.
Los errores de percepción en el trato con el público suelen ser los tropiezos más frecuentes en las ejecuciones de campañas y estos pueden modificar, usualmente, las posibilidades de un partido. Son muchos los factores, ajenos por lo regular a un partido, un candidato o una empresa, que intervienen en la suerte de una estrategia de mercadeo. Algunas veces, el éxito de una campaña depende de asuntos tan ele- mentales y rústicos como el de poder combinar esta suerte de factores tan diversos y distintos en una misma dirección y en la búsqueda de un mismo objetivo.
Es importante destacar que el fracaso de algunos intentos radica en la creencia de que la manipulación puede ser un instrumento efectivo en la comunicación y, por ende, en la elaboración y ejecución de una buena campaña política o de otra índole. La falsedad en la información suele tener efectos contrarios a los deseados, en vista de la capacidad del público para distinguir entre lo real y el engaño. La mentira juega a veces su papel y puede convertirse, bajo circunstancias especiales y en momentos determinados, en un efectivo instrumento de promoción del “marketing político”. Pero como ocurre con un producto mal vendido al que se le atribuyen virtudes o propiedades que no posee, los efectos finales de la manipulación son predecibles, especialmente en sociedades abiertas donde las diferentes corrientes de opinión y la crítica suelen encontrar espacios en los medios de comunicación.
La importancia de una buena comunicación oficial
Existe entre nosotros la errada creencia de que las estrategias de comunicación sólo son necesidades de las grandes corporaciones privadas y que los gobiernos se bastan por sí solos. Más que las empresas, los gobiernos requieren del auxilio de las relaciones públicas para lidiar con el reto que representa su trato con el público, en el ambiente rico en información propio de las sociedades democráticas.
Lo primero que debe asegurar toda política de comunicación gubernamental bien concebida, es el derecho del pueblo a estar bien informado de cuanto hace o no hace el Gobierno.
Esta es la regla básica que hemos olvidado en el país y lo que ha dificultado tradicionalmente una relación armoniosa y de mutua confianza entre la prensa y el Gobierno.
En el manejo de la comunicación, los principios básicos aplican para cualquier país, sin importar el papel que juegue en la comunidad internacional o el nivel de práctica democrática existente. Los gobiernos que han sido exitosos en el campo democrático son aquellos que han logrado mantener diálogos fructíferos con la población. La importancia de este diálogo no se mide en función del tamaño de la nación, pues resulta igual de importante para países grandes como Estados Unidos o pequeños como la República Dominicana.
Equivocadamente se ha pensado que un buen y efectivo diálogo consiste únicamente en el trato o en la aparición frecuente del Presidente o de sus principales colaboradores con el público o con la prensa. La experiencia dominicana bastaría para demostrar que esa percepción se basa en concepciones erradas de lo que es una buena comunicación con el público. De ahí, los pobres resultados que las distintas administraciones que ha tenido el país han obtenido en sus esfuerzos por mejorar sus mecanismos de comunicación y diálogo con el pueblo.
Debido a estas fallas en la comunicación, a los gobiernos les ha resultado muy difícil convencer al país, o a parte importante de él, de la necesidad de acciones dramáticas para enfrentar situaciones de crisis. En épocas pasadas se ha dado este caso ante la promulgación de medidas de corte impositivo para resolver problemas urgentes de la economía, planteadas por el Gobierno como condición previa a la firma de un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. En la década pasada, tuvimos otro ejemplo, cuando las autoridades del Ayuntamiento, dispusieron un reordenamiento del tránsito en vías céntricas de esta capital, en un esfuerzo dirigido a mejorar la circulación de vehículos y eliminar los grandes y graves congestionamientos que trastornan el ritmo de vida de los residentes en Santo Domingo. Por fallas en la comunicación sobre los propósitos de esta medida, el público reaccionó en contra de la misma, obstaculizando su aplicación y dilatando la puesta en marcha de otras sucedáneas, indispensables para el éxito.
Un buen diálogo depende de la habilidad que se exhiba para garantizar dos funciones esenciales de asuntos públicos: explicar claramente y de forma fácil las políticas, pro- gramas, decisiones y actividades, y poder medir luego con acierto cómo la gente percibe o percibirá estas mismas políticas y decisiones.
Lo primero que debe procurarse en la búsqueda de ese objetivo es mejorar el flujo de información. La cuestión no radica en cuántas veces un presidente se detiene a hablar, a veces en los escenarios más insólitos, sino los temas que trata y la forma en que lo hace. La idea de que un mandatario debe dosificar al máximo sus contactos con la prensa para evitarles problemas de imagen a su figura y al Gobierno, pudiera promover un distanciamiento negativo en el futuro.
Una falta de contacto directo de un presidente con los medios resultaría inevitablemente en un vacío terrible de información, incapaz de llenarse al través de otras instancias oficiales, debido a la falta de instituciones y la carencia de políticas efectivas de comunicación gubernamental. Lo que sí podría ser recomendable es que un Presidente adopte otros métodos de comunicación igualmente directos, que lo mantenga en contacto permanente con el público, sin necesidad de que él encare diariamente a los representantes de los medios. Esto se lograría estableciendo un sistema en el que sea su secretario de prensa o portavoz, quien informe cada día a los medios de las actividades del presidente y de los asuntos oficiales de la competencia del mandatario. Y que cada cierto tiempo, una vez al mes, o cuantas veces las circunstancias lo ameriten, el Presidente ofrezca una rueda de prensa formal, organizada con todas las reglas.
Un presidente no puede ser su propio vocero ni actuar como tal. El presidente Leonel Fernández intentó hacerlo convencido de su enorme capacidad de persuasión, su gracia personal y su dominio de la oratoria. Los resultados son conocidos.
Con todo y que no desaprovechó una sola oportunidad para decir un discurso, sus contactos con la prensa fueron pocos (unas cinco ruedas de prensa en doce años, limitadas a periodistas convocados con el criterio del grado a grado con que se otorgaron entonces las obras públicas) y al final quedó aislado de buena parte de la sociedad que le había apoyado y que tal vez le hubiera gustado seguir haciéndolo.
Solo existe una forma de garantizar que el flujo de información se mantenga a niveles aceptables y es el mantenimiento y fortalecimiento del clima en que actúa y se desenvuelve una prensa libre. Una prensa con acceso fácil a las actividades y opiniones del presidente y sus colaboradores. Y un Gobierno dispuesto a reconocer, aún en las peores circunstancias, el valor de la información en la construcción de una sociedad democrática y el papel que le corresponde desempeñar en ella.
La incapacidad para informar debidamente sobre un hecho o una tragedia, puede significar muchas veces la diferencia entre un buen gobierno y uno indiferente a su responsabilidad de comunicar con seriedad y honestidad al pueblo todo cuanto a éste interesa y concierne.