Yo llegué allí, al parque Independencia, convocado por la Fundación Maximiliano Gómez, avisado por el “comandante” Freddy González, un hombre de los que nada dobla, y en esto se incluye el cruel tiempo y la cárcel ominosa. Esa tarde estaba fresca (no tanto como esa que menciona Jorge Luis Borges y que se asemeja a sentir en la garganta un trago de agua después de haber chupado una menta), pero sí como para que unos manifestantes se movieran a gusto, con pancartas y consignas sin el sol martillando desde arriba.
La causa era más que buena, y congregarse (algo que lamentablemente los evangélicos hacen con más gusto que los izquierdistas) tenía el sentido más urgente y humano: protestar contra la masacre, el holocausto palestino que está cometiendo el gobierno de Israel contra el pueblo palestino y una población indefensa.
Yo llegué allí, después de haber merodeado la Ciudad Colonial para “hacer hora”. Mi puntualidad buñuelista es la culpable. A las cinco en punto me encontré frente a frente al parque. Había ya manifestantes. Suficientes como para sentir algo de compañerismo en el aire, de que no estaba solo en la causa, de que aún había almas que como yo, se indignaban. Jóvenes, viejos, envejecidos, unos que ya por el camino del envejecimiento se han decantado, dijeron presentes.
Pero, ah. Lo imprevisto. Allí había un grupo de jóvenes que se manifestaba en nuestra contra. No tenía permiso. Tamaña ironía. Nos llamaban pro haitianos. Nos insultaban. El más alto y el más insolente (un joven mulato, vestido con uniforme militar y que llevaba la voz cantante y la voz insultante), encabezaba el protagonismo de la parte contraria. Tenía un megáfono y cada vez que alguien del grupo nuestro trataba de alzar la voz para llevar solidaridad hacia el pueblo palestino, él empezaba el mensaje de odio, acusando al grupo de “terrorista, antipatriota y pro haitiano”. Dos de aquellos que le acompañaban a este ilustre energúmeno tenían los rostros tapados, similar a esos ultras, que en el fondo sienten vergüenza de lo que hacen, y no quieren enfrentan los rayos del sol o que sus amigos y familiares sepan quiénes son. Una mujer rubia y pequeña, con gafas negras y cachucha, también trataba de ocultarse.
Algunos de los manifestantes izquierdistas, trataron de decirle algo. Al joven y quien comandaba esa extraña tropa, por supuesto. Pero qué va, más que a la razón, a la discusión acalorada se llegaba. Los militares y policías, al parecer estaban de su parte. El joven y el grupo (asiduos a este tipo de conducta, de funcionar como fuerza anti-choque a todo lo que le huele a progre o izquierdoso), gritaban, provocaban.
Mientras, una joven muy hermosa llamó mi atención. Tenía rasgos de aquella zona que hace recordar Los cuentos de Las mil y una noches: una densa cabellera negra que hacía ver con mayor nitidez la piel blanca. Llevaba pancarta, apoyaba la causa palestina. Mientras el tipo de la “Antigua Orden” gritaba y sus acompañantes provocaban, el grupo de manifestantes pro palestino se hacía más grande, y las banderas y las consignas se agigantaban. “Paren el holocausto palestino”. “Israel genocida”. Fotografías que mostraban parte del horror que se vive en palestina eran exhibidas: “Padres cargando cadáveres de niños”, “Niños gritando aterrorizados ante los ataques israelíes”, “Palestinos siendo pisoteados por soldados israelíes”…
La pequeña marea humana se movía. Parecía que los policías observaban tan indiferentes como las banderas y las estatuas a lo que se cocía entre el grupo de ocho de la Antigua Orden y el contingente de pro palestinos. Un hombre blanco se animó a saltar el cordón policial que observaba impasible, y pasar a las filas ajenas que gritaban a favor de los “palestinistas”. Allí, después de advertírsele que se retirara o alejara, se le dio “un guamazo”. Un militante nuestro tuvo buena puntería. El hombre tenía en el cuello un rasguño en el cuello. Sangraba y rabiaba. Parecía un gallo al que se le había dado un espuelazo. La sangre no llegó más al río, pues la policía (siempre indiferente) intervino.
Doña Carmen Mazara, apoyada en su bastón y en la dignidad, habló a la prensa. Observaba todo lo que pasaba con la serenidad de quien ya ha visto mucho en la vida. Narciso Isa Conde, en quien los achaques y la vejez ya es notoria, pero no le han quitado firmeza para la lucha y sus planteamientos, también tuvo su momento ante los micrófonos. Allí fue preciso, y precioso en la palabra, dijo algo cierto: que este holocausto ya era peor que el otro que tanto mencionan los que ahora agreden inmisericordemente, el de los nazis contra los judíos.
Al final se encendieron velas. Quizás esto ayude a que el mundo se alumbre, y deje de mirar con indiferencia la masacre, me dije. Me alejé luego de dos horas participando. El compañero y periodista Germán Marte tenía una queja, la que me bajó con un sabor amargo por el alma: “esa fue una manifestación que debió ser “grandísima”, pero ni en eso la izquierda se pone de acuerdo. Debió estar repleta de gente”.
Le di la razón, con la misma contundencia con que el manifestante nuestro le dio el guamazo al ultraderechista aquel. Y me quedé pensando en que hay que seguir manifestándose, a las consignas arrimándose, enrostrando la indiferencia con la que muchos gobernantes asumen lo que sucede a los palestinos. Y se hizo de noche, la hora en que el ser humano tantas preguntas se hace, y yo una me hice, mientras un aguacero en la capital se asomaba: ¿Por qué es tan cruel un pueblo como el de Israel que sufrió la crueldad esvástica en carne propia?