Sin lugar a duda, este aparato se ha convertido en la herramienta que más ha permeado la cotidianidad del mundo moderno. Dependiendo de la clase social en que se use, la marca es un look que amplifica la imagen del usuario en el espacio público, y crea una diferenciación respecto a ese otro que utiliza tecnología barata. El modelo o la marca, revela un precio de mercado que el sujeto transfiere a una “esencia” que da estatus a su persona.
Puedes salir de tu casa sin la cartera, sin la esposa o sin tu cerebro, pero sin el celular no. Eso crea un disturbio real y dependiente, una ansiedad, te sientes aislado de ti mismo y sin comunicación. La omnipresencia de este acompañante está hasta en los actos sagrados de la vida: Almuerzo, defecar y el sexo. De momento inventarán una aplicación para usarse en los sueños y para que los muertos se comuniquen en los cementerios: Oye Willy, le están robando el diente de oro a “Pedro Navaja…”
Más allá de su gran utilidad, la dependencia que se tiene respecto a este artilugio ha creado una enajenación del ser y una patología comunicacional, restándole valor y calidad a la interacción verbal, cuando la hay.
La escena de un grupo de personas dizque compartiendo en un espacio social público o privado donde todos(as) están pegados a su dispositivo, es ya un cuadro universal que se podría “patentizar” como la socialización de los mudos ciber(s), donde la interacción virtual poco a poco está sustituyendo la conversación. Es posible que seamos los últimos sobrevivientes que se comunican hablando. Y tal vez sea mejor así, para uno evitarse escuchar y decir tanta mierda…
Lo que circula como comunicación es una amalgama de opiniones mórbidas y manipuladas.
El objeto es un “Yo” que está integrado a nuestra percepción interna, no decimos se dañó el celular, sino se dañó mi celular. Se utiliza un posesivo, como si el objeto fuese un órgano intrínseco a nuestra anatomía. La perturbación es tan sutil y penetrante, que no es el aparato el que contiene herramientas y apps, están instaladas en mí. La neurosis se amplifica cuando no ando con el artefacto o están dañadas algunas de sus funciones. No te puedo depositar o hacerme un selfi, porque mi cámara o mis apps no funcionan. Ese objeto nos ha transferido sus funciones tecnológicas y nosotros deambulamos en él sin saber qué hacer con la soledad y el vacío existencial.
El teléfono en sí no es el gran tema, sino la Internet en él; porque somos vampiros que eternamente estamos pegados a una red chupando datas. Sin el ciberespacio no produzco dopaminas y serotoninas suficientes para disimular mi aburrimiento durante 12 o 14 horas diarias. Me sentiré un gran infeliz, un solitario más, contemplando el hastío de un mundo en que no pasa nada si no estoy conectado, navegando de una opción a otra, buscando sosegar la compulsión nerviosa que solamente se disipa con mi adicción a la Internet.
Hay otra reflexión que va de ñapa, el formato conceptual y comunicacional impregnado por las redes sociales al aparato abre un panorama preocupante, porque comunicar implica decir algo sin contacto con lo que debo responder. Diferir en tus prejuicios y resentimientos sin haber leído el planteamiento del otro. Ser visto sin importarme ver a los demás. Ser trivial creyendo que eres “la última cocacola en el desierto…”, comentar la desgracia del otro como si fuese una serie de Netflix. Lo que circula como comunicación es una amalgama de opiniones mórbidas y manipuladas. Todo indica que entramos en una era “rarosa”, misteriosa, llena de incertidumbres y de “sálvese quien pueda”…
cC