Debo tener varias decenas de artículos desde finales de los años ochenta en contra de la participación del gobierno en la provisión de bienes y servicios donde compite con empresas que son privadas en este sentido: las utilidades y las pérdidas afectan exclusivamente el patrimonio de los accionistas.  Una fábrica de baterías de automóviles del gobierno, por ejemplo, era una aberración en cualquier grado de protección efectiva con que operaba la industria.

En el mercantilismo rancio previo a la reforma arancelaria contar con una pública era exacerbar los males de ese oprobioso esquema comercial. Nada mejor que tener un socio con poder político en la explotación de los consumidores. Así se podía tallar en piedra las tarifas y poner trabas a la liquidación de las baterías importadas hasta que el calor tropical las reventara, como los vientres de perros muertos que no recogía un tal Salcedo. También era una bendición en caso de control de precios o inspección por envenenamiento por plomo. Se buscaba que los mayores costos de la estatal fueran el piso para establecer el precio garantizara una rentabilidad mínima que sus pares iban a multiplicar varias veces; y los inspectores de seguridad no podían aplicar estándares en que se quemaba la que como sufridos accionistas tenía, en ese entonces, a siete millones de dominicanos.

Con todo y lo tímida que fueron la reforma arancelaria y el programa privatización de esos años, esa fábrica de baterías desapareció y el sector privado se las ingenió por su cuenta para que desaparecieran las quejas por la calidad, la oferta inestable, los precios abusivos y la salud de los obreros, en un ejemplo maravilloso recuerda lo acertado de dos visionarios: al que se le atribuye decir al poder político que se haga un lado y deje a los individuos actuar asumiendo las consecuencias (laissez faire) y la abuelita de Alberto Cortés a la que este atribuye decirle a uno “con que no me joda, me basta”.

En la defensa de la privatización llegue argumentar que aún el caso de un “priva-pillaje”, donde los activos se cedieran a precios simbólicos por el 1% de su valor de mercado, era preferible eso a mantener empresas públicas como vampiros del erario, siempre y cuando con el traspaso se perdieran todos los privilegios de ser empresa pública. Administrada la compañía por los señalados ahora como pillosarios deja de contribuir al déficit fiscal, tienen que invertir recursos propios para ponerse a la altura de competidores y contemplar vender a precios menores para poder mantener la cuota de mercado que puede evaporar el escándalo de corrupción. “¡Carajo, ciertamente que se robaron la planta, pero mira sí se han superado, con calidad de importada y a unos precios insuperables!”.

Privatizar se debe reservar de manera exclusiva para el traspaso de activos públicos a empresarios que no tendrán seguridad en las ventas, que estas dependerán del voto en efectivo de un consumidor con opciones. No lo es vender a un grupo empresarial un 49% para que las administren mientras se mantienen privilegios de entidad estatal. Y, ciertamente, tampoco es que parta del mismo gobierno el “bombardeo de brechas” o loophole mining con figuras complejas para eludir los candados de compras gubernamentales, crédito público y otros con que se reglamentan las empresas o entidades públicas.