Antes de comenzar, considero necesario anunciar que en este artículo me veré obligado a asumir un punto de vista respecto al concepto de humanismo que de ningún modo debe ser confundido con mi “opinión personal” a ese respecto. Por eso, y para no alargar innecesariamente este introito, resumiré de entrada ese punto de vista, para que todos aquellos a quienes este tema no les interese doblen la esquina y se vayan a ver si está lloviendo en otra parte.

Antes de comenzar, considero igualmente necesario recordar que algunas manifestaciones del pensamiento contemporáneo, como la lucha por preservar el planeta, la defensa de los derechos de las minorías, el vegetarianismo, el transhumanismo y otros temas similares suelen pasar por manifestaciones del humanismo. En ese sentido, vale la pena consultar los trabajos de Paul Kurtz, director de la revista Free Inquiry y autor del Manifiesto humanista II (1973), la Declaración humanista secular (1980) y la Declaración de interdependencia: una nueva ética planetaria (1988).

El tema de este artículo colinda con el de una entrada anterior y es el siguiente: el empleo que se viene haciendo del adjetivo “humanista” en el discurso mediático del período contemporáneo no solamente pone en evidencia una incomprensión del sentido de ese concepto sino lo que llamo una traición semántica. Es por eso que (y aquí está mi punto), personalmente, más que el término “humanista”, considero más interesante el adjetivo arhat, que en sánscrito designa tanto al sabio como al “destructor de enemigos”.

En efecto, tal como se lo concibe en la vulgata mediática que nos arropa, el humanista es un ser radical y absolutamente desovado, es decir, incapaz de tener enemigos, perpetuamente afectado de anemia, más o menos afeminado o, si es mujer, víctima mal curada de algún complejo de Peter Pan.

Dicho en términos más visuales, un humanista podría concebirse como alguien que, en algún momento de su adolescencia, prefirió amputarse la capacidad de vivir en la melcochosamente cochambrosa, humeantemente estrepitosa, espesamente grasienta y, al menos para nosotros, tropicalmente polvorienta y sudorosa realidad cotidiana y luego logró treparse (quién sabe cómo, aunque gracias a ciertos casos contemporáneos muchos ya tenemos una pequeña idea) a esa escalera mística y metafórica que, como la de la Bamba, había que tomar para subir al cielo: una escalera paradójica y tramposa, ciertamente, pues para algunos sabe hacerse la interminable (aunque apenas tenga un peldaño), y para otros sabe hacerse ridículamente corta, aunque en verdad sea tan infinita como aquella que vio Job en su famoso sueño bíblico.

Este es el aspecto general de la situación. En cambio, ya más concretamente aterrizados en el caso dominicano, debido a la prevalencia que nuestra sociedad ha simulado históricamente atribuirles a los “humanistas”, en algún momento de nuestra historia parece haber sucedido lo inevitable: la mayoría de nuestros literatos quedaron atrapados dentro de una concepción del “humanismo” tan sospechosa que ni siquiera sirve para darle a Ptolomeo lo que le corresponde y a Copérnico lo suyo, lo cual explica cierta tendencia de muchos de nuestros actuales “humanistas” a considerarse cada uno el “centro del mundo” y a querer satelizar a todos los demás.

Aunque estoy más que muy seguro de que Pierre Bourdieu no es el santo al que le rinden devoción aquellos que confunden ser un “escritor premiado” con ser un “escritor consagrado”, me permito citar aquí el siguiente comentario que precisaba la manera en que debía comprenderse la definición del concepto de “campo intelectual” que este sociólogo francés acababa de proponer líneas arriba por primera vez en 1966 en su artículo «Campo intelectual y proyecto creador».

Según Bourdieu, en efecto, solo tiene sentido hablar de campo intelectual: “[…] en la medida en que el objeto al cual se aplica, el campo intelectual (y por ello, el campo cultural), esté dotado de una autonomía relativa, que permita la autonomización metodológica que practica el método estructural al tratar el campo intelectual como un sistema regido por sus propias leyes” (Bourdieu, P., 1966).

Basta con dar un vistazo a nuestro alrededor para percatarnos de que quienes hemos hablado hasta ahora de “campo intelectual dominicano” hemos hecho un uso traslaticio, elástico y casi metafórico de ese concepto, debido a la escasa “autonomía relativa” en que medran nuestros intelectuales tanto respecto al poder político como al económico. Esto, evidentemente, solo puede comprenderse si se tiene en cuenta el punto de vista histórico que asume Bourdieu, para quien:

“[…] la historia de la vida intelectual artística de occidente permite ver de qué manera el campo intelectual (y al mismo tiempo lo intelectual opuesto, por ejemplo, a lo ilustrado) se ha integrado progresivamente en un tipo particular de sociedades históricas: a medida que los campos de la actividad humana se diferenciaban, un orden propiamente intelectual, dominado por un tipo particular de legitimidad, se definía por oposición al poder económico, al poder político y al poder religioso, es decir, a todas las instancias que podían pretender legislar en materia de cultura en nombre del poder o de una autoridad que no fuera propiamente intelectual” (Bourdieu, P., 1966).

Cada uno de nosotros podría citar ejemplos directamente sacados de nuestra vida cotidiana que pondrían en evidencia la falta de autonomía de que adolecen nuestros intelectuales respecto a los poderes económico, político y religioso (hemos llegado al colmo de sumarle un “partido humanista” a la ya de suyo abigarrada paleta de nuestros colores políticos).

Algún día, no obstante, si nuestra sociedad tiene suerte, es decir, si logra superar sus taras actuales, esa falta de autonomía  pasará a integrarse al índice de las entradas de alguna Enciclopedia de la ignominia dominicana, que los niños del futuro leerán con algún provecho.