Adornaba mi viejo árbol de Navidad, en rito cíclico, con el desfile de bombillitos y canciones de temporada. Sin enredado azar, el verso sencillo escrito en 1984 por Bob Geldof reapareció en la secuencia aleatoria de Spotify: Tiempo de luz, de hacer desvanecer sombras.

El también protagonista de la película The Wall (1982) no es un Pablo Milanés, pero sobre esas primeras líneas, en los años ochenta muchos jóvenes zarpamos a un viaje comunal de ideas. Se acercaba un diluvio universal que arrasaría la geopolítica en clave este-oeste.

Como otros antes jóvenes, soy sobreviviente del naufragio de un país en una de sus peores crisis económicas. La Mesopotamia caribeña ahogó por largo tiempo, además, nuestra posibilidad de participación ciudadana.

En esos años, para encontrar un sino de vida, sin emprender el viaje migratorio, había que subirse en algún arca y yo agarré la del humanismo puro y sencillo del rocanrolero Premio Nobel de la Paz de 1985.

MTV fue mi yola.

En la altamar de la vida profesional hice un trasbordo. Pasé a la nao del derecho, barco de mayor calado y transatlántico hecho con maderos del siglo XIX. Así fuimos desembarcando los recién graduados abogados en diferentes puntos de lo que supusimos nuestra nueva “magna patria, más realidad que utopía”, citando a Manuel Rueda, en sustitución de la lírica del rocanrol bonachón.

Las lecturas no profesionales, eran y son las palomas que indican con su regreso a la nave del derecho, si seguimos en el viaje o ya estamos sobre la tierra firme de, al menos, un concepto del americanismo superior en la normativa del comercio internacional.

Estaríamos todavía en aguas internacionales, si no habíamos transcendido aun de los tecnicismos jurídicos, redactados sin que sea una metáfora, para un verdadero comercio marítimo. Esto es, si todavía estábamos entre las redes de las reglas de un tiempo de soledades regionales, caudillismos locales y un mercantilismo monopolístico fundado en trabajos forzosos; entre otros elementos arcaicos que aceptan nuestros códigos napoleónicos, paradigmas del liberalismo decimonónico que rara vez existió en República Dominicana, excepto en su articulado, para esa escala de la vida económica.

Ejercer un “dominicanismo transcendente” en años de mala economía seguida de los de la promesa multilateral finisecular obligaba a la paciencia. Construir humanismo auténtico como infraestructura de las reglas de mercado internacional, no tiene la sensualidad de la épica que acompañó a pasadas juventudes a las que cantó el poeta nacido en Cuba que despedimos esta semana.

Es una epopeya de escritura, reescritura y discusión de textos que pocos leen y menos recuerdan a pesar de ser la norma aplicable en la especie discutida la presente semana en los medios de comunicación.

Así, solo he encontrado críticas, por un lado y apologías, por otro, en lugar de un buen debate público sobre las obligaciones derivadas de los artículos 16.1, 16.6, 18.3, 18.4 y 20.4 del Acuerdo de Libre Comercio entre Estados Unidos, Centroamérica y República Dominicana (el DR-CAFTA), relativos a la Declaración de compromisos compartidos, llamado a consultas previas, Notificación y suministro de información, Procedimientos administrativos y Consultas, respectivamente.

Cuando parecía una de esas anécdotas de juventud para contar a nuestros desinteresados hijos, la polarización, que creímos sepultada en Berlín a mandarriazos en 1989, ha regresado con fuerza invertida, aunque no menos tendenciosa. Como escribió un amigo en las redes, ahora la izquierda dominicana defiende a los Estados Unidos y la ultraderecha nacionalista del patio los ataca.

Su comentario surge a raíz de la medida unilateral adoptada por esa nación, en contra de las exportaciones de un producto de origen dominicano, producido por una empresa de inversión extranjera directa estadounidense en la República Dominicana. Estados Unidos alega que esa empresa emplea trabajo forzoso en sus operaciones. EE.UU retiene productos de Central Romana por denuncias de trabajo forzoso | Acento.

Mientras mueren los poetas americanos me pregunto, ¿quién rasga su guitarra por Haití, país sin productos de exportación como moneda de cambio para su vecino más rico? Y, sin que su vecino de al lado, la República Dominicana, se pregunte ¿cuándo vamos a resolver los problemas de derecho laboral que enfrentan sus migrantes y exponen a engorrosas coyunturas?

Confío en que entre nuestros diplomáticos hayan henriquianos y se reclame, conforme al debido proceso, que una colecturía de aduanas no es un tribunal de justicia.

Desde donde escribo estas notas empieza a oler a pavo.

Celebro el Día de Acción de Gracias de un modo u otro cada año: En los banquetes familiares, cuando lo he pasado en casa de mi hermana o mis cuñadas, dominicanas de la diáspora en los Estados Unidos; o en la empresa donde laboro, una firma de abogados binacional desde su fundación.

A veces, solo viendo por la televisión por cable “Casablanca” la película favorita de mi madre, filme que, por una tradición estadounidense, se repite a lo largo de ese día, en conmemoración de su estreno en 1942.

Sin embargo, no forma parte de mi celebración este noviembre, que una injusticia sea presuntamente enfrentada con otra que, por demás, desconoce el orden institucional para solución de conflictos de estado a estado.

Seguí leyendo el texto del tratado y sus fuentes de interpretación, las normas constitucionales sobre derechos humanos, a Rueda, a los Henríquez, y celebré Thanksgiving