Si en la Edad Media (s. V hasta XV) la salvación del mundo estaba en el cielo, producto de la religión, en la modernidad (s. XV hasta XVIII) estaba en la tierra, producto de la razón. En esos tiempos medievales, la vida era lanzada al futuro como promesa de salvación y de la esperanza al paraíso celestial. San Agustín y Tomás de Aquino se encargaron de librar esa cruzada contra los filósofos de la Grecia antigua que criticaban toda trascendencia. La eternidad fuera del tiempo y no el devenir configuran el espíritu del escolasticismo de la Edad Media.

Con la Ilustración, en el siglo XVIII, todo eso cambió, porque se despobló el progreso de vida eterna en el cielo y se trajo a la tierra.  El desarrollo tecnocientífico y cultural se lanzó hacia un futuro prometedor y de progreso social para los pueblos.  El progreso como proceso lineal estaba en marcha, era indetenible; ahí, la historia se convirtió en ley.  Un hecho cargado de fe en la ciencia y la razón, el positivismo de Auguste Comte, formaba parte de ese estándar del capitalismo del siglo XIX: “El espíritu positivo, en virtud de su naturaleza eminentemente relativa, es el único que puede considerar convenientemente todas las grandes épocas históricas como fase determinadas de una misma evolución fundamental, en la que cada una resulta de la precedente y prepara la siguiente según leyes invariables que fijan su participación especial en el común progreso”… ( Comte, 1980.p151).

El marxismo, con el materialismo histórico y la dialéctica hegeliana puesta de cabeza, se encargó de contrarrestar ese potro salvaje del capitalismo, sin dejar atrás su visión lineal de la historia, en cuanto comprender los acontecimientos sociales y llevarnos hacia una salvación más allá del socialismo.

La crítica a estas visiones filosóficas sobre la historia y el progreso estaba presente en la filosofía de Benjamín, el cual supo situarla  y criticarla como mito y vaciedad de sentido, esfumación de la experiencia, sin pluralismo y apertura, en la que algunos sucesos pueden escaparse, por más pequeños que parezcan ser. En  las Tesis III, sobre el “concepto de historia”, este pensador precisa que el “cronista que narra los acontecimientos sin distinción entre los grandes y los pequeños, da cuenta de una verdad: que nada de lo que una vez haya acontecido ha de darse perdido para la historia”.

Este enfoque filosófico de Benjamín va en contra de una concepción de la historia que menosprecia la microhistoria, la escamotea, la margina porque se parte de que esta es insignificante ante los grandes relatos, sin comprender que esos diminutos sucesos, forman parte de la historia como dimensión social, política, económica y cultural.

Esta tesis III guarda una relación con la V (p. 307), en donde plantea: “La verdadera imagen del pasado transcurre rápidamente. Al pasado sólo puede retenérsele en cuanto imagen que relampaguea, para nunca más ser vista, en el instante de su cognoscibilidad” (…).

 

Estas valoraciones de Benjamín tienen gran preponderancia estos días que trascurren, ya que, en estos tiempos transidos y cibernéticos, un determinado acontecimiento particular, supuestamente insignificante puede dislocar todos los sucesos mundiales. Conflictos internacionales como el de Rusia- Ucrania o de China- Taiwán, forman parte de ese juego geopolítico y cibergeopolítico que ha comenzado a jugarse en el tablero de ese ajedrez planetario. Ningún movimiento de pieza política es inocente entre las potencias económica-política-militar del planeta, los espectadores solo tendrán que tomar partido ante esa jugada en que hoy se mueve la globalización virtual y desglobalización real.

Por eso dice Benjamin en la tesis VI, que “articular históricamente lo pasado no significa conocerlo tal como verdaderamente fue. Significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro” (p309). Para Benjamin, la historia no es progresista, tampoco revolucionaria, mucho menos conservadora; su crítica a estos enfoques empalma con su crítica al marxismo oficial, la Unión Soviética de su época.

Su visión crítica al progreso, lo coloca más allá de materialismo histórico ortodoxo, para llevarlo asumir una postura romántica, redentora, donde la historia y la ilusión de progreso, daban vueltas y revueltas entre desastres y escombros. Reflexiones estas que fueron preludio del estallido de la Segunda Guerra Mundial, y de su muerte, en 1940.

El pensador Robert Nisbet 1980, define el progreso como la “adoración frecuentemente insensata de lo nuevo por lo nuevo; se basa- de forma consciente o inconsciente – en una filosofía del progreso que declara que lo nuevo o lo último es mejor porque está más adelantado en el proceso” (p.429).

Esa concepción de progreso va acorde con la aceleración de lo virtual y real, que se ha ido desbocando en la cultura light y el consumismo neoliberal, luego del fin de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), el 25 de diciembre de 1991 y el surgimiento de la Federación de Rusia, que siguió siendo una potencia militar, de corte nacionalista y de tradición autoritaria.

La entrada en escena del cibermundo, el ciberespacio y sus redes sociales, formaron parte de una revuelta innovadora en ese progreso, que ha trasformado la faz del planeta Tierra; sin embargo, las revueltas siguen su curso desde los inicios de la tercera década del siglo XXI, en la que el mundo y cibermundo viven entre pandemia, guerra, ciberguerra y cambio climático.