Abatido por un amargo escepticismo, el que esto escribe llegó al desesperanzador convencimiento de que la impunidad es imbatible en esta sociedad.  Me embargó el pesimismo. Pero en las últimas semanas, el accionar sin precedentes del Ministerio Público ha logrado esperanzarme.

“El calamar” certifica la independencia, la valentía, y la determinación de la Procuraduría General de la República. Y, sobre todo, la postura firme de nuestro presidente de no inmiscuirse en los procesos judiciales.

Si bien es verdad que falta el dictamen de los juicios de fondo, nunca en la historia de nuestro país una procuraduría se había atrevido a tanto; a “jorocones”, millonarios y poderosos se les trataba con lenidad.

Dudosos sobre la sentencia final, a cargo de una justicia poblada de mercenarios y parciales políticos – autora de su descrédito – no deja de ser el último y los anteriores expedientes un “nuevo look” justiciero.

La Suprema Corte de Justicia, y muchos jueces que dependen de ella, han sido una vergüenza nacional. El ciudadano, consciente de lo que allí pasa, no deja de preguntarse las razones por las que el superior gobierno no se ha esforzado por someter al presidente de esa alta corte ante el tribunal constitucional.

Su remoción, dada su innegable y manifiesta parcialidad política, imposible de maquillar, aumentaría la confianza de la población en esa institución y en los juicios de fondo por venir.

Queden condenados o libres, de vuelta al disfrute del botín o reactivados en la militancia partidaria, esos ladrones de cuello blanco lo pasarán muy mal: enfrentarán un juicio oral, público y contradictorio; tendrán miedo, esconderán sus fortunas, y gastarán parte del dinero robado en abogados.

Que nadie se engañe: hasta en un país como el nuestro quedarán marcados y señalados. Solía decirme mi gran amigo, el fenecido y brillante politólogo Julio Brea Franco, refiriéndose al caso de los banqueros presos: “Segundo, no te equivoques, aunque los suelten, ya no serán los mismos, ni frente a la sociedad ni frente a sus familias”.

Pase lo que pase en el futuro, esos expedientes, y los que vendrán, serán lección y advertencia para quienes ejercieron y quieren seguir ejerciendo la corrupción. Todos sabemos que hay exclusiones conspicuas de expresidentes y sonados personajes, pero, aun así, lo sucedido nos coloca más cerca de la decencia.

Como ciudadanos expectantes, debemos dar un solidario, enérgico e indoblegable apoyo a la magistrada Miriam Germán, Yeni Berenice Reynoso, Winston Camacho, y a todos los aguerridos procuradores fiscales que conforman su equipo.

La cantaleta desesperada, irracional y vacua, de que estos apresamientos se tratan de persecución política es una tragicomedia sin sentido por parte de un partido cómplice que finge no saber de testigos, devoluciones de dinero, ni pruebas documentales en contra de los encartados.

El desaforado Trump, Netanyahu, y otros expresidentes que andan por ahí perseguidos por la justicia esgrimen el mismo y aburrido argumento de la persecución política. Trump y el PLD llegan más lejos:  llaman a la insurrección y a la violencia, sin importárseles que sus seguidores y mercenarios pierdan la vida o terminen encarcelados.

A esas actitudes irracionales, dirigidas por líderes irresponsables e incapaces de arrepentimiento, podemos llamarles “furia narcisista”,  “gritos desesperados” o, tal vez, “rabietas del capturado”. Nada que ver con persecuciones políticas.

(Tomen nota los furiosos: el martes pasado, Trump llamó a una manifestación de apoyo frente a la fiscalía de Nueva York. Apenas se presentaron cuatro gatos.)

En cada expediente podríamos identificar  errores; molestan las omisiones sin explicación; los funcionarios actuales han sido tímidos sometiendo a sus predecesores; siguen activos negociadores y saboteadores del proceso en los atajos del poder; y la justicia viene fallándole al país en casos de corrupción.  Sin embargo, es indudable que estamos siendo testigos de algo reivindicador e impensable tres años atrás. Debemos celebrarlo y desempolvar el optimismo.