Cuando los años pasan, cuando va llegando la época de los recuerdos, muchas veces reímos, sonreímos, nos sentimos nostálgicos, meditamos, en fin, son innumerables los sentimientos que podemos tener cuando estos afloran.
En días pasados conversando con una de mis mejores amigas, que hablamos diariamente y en varias oportunidades al día, sobre todo, porque yo la llamo ante cualquier acontecimiento que sea digno de comentar, le decía que yo me estaba analizando y me daba miedo.
Nunca he sido una persona de mucho salir, ni mucho menos de hacer visitas, pero veo que mi vida es una perfecta rutina. Levantarme, leer periódicos, tomarme un café temprano acompañado del mismo sándwich por años, pensar en qué cocinar, dormir una siesta, ver televisión, cenar y prepararme para dormir. Día tras día lo mismo.
Cuando le comentaba a esa amiga, su respuesta fue que ese mismo día pensaba lo mismo, casi igual su rutina a la mía, con la excepción de que iba a diario al supermercado.
Recuerdo hace muchísimos años un amigo sacerdote, hoy excura, me comentaba que todo el mundo iba detrás de los sacerdotes jóvenes, pero que nadie se recordaba del pobre padre X, que estaba viejo, que un día también fue joven y aparente. Creo que esa imagen fue la que hizo que todos, pero todos los de esa época, colgaran los hábitos y se casaran, menos el pobre viejo que se le hizo tarde.
Esta meditación es a propósito de que nadie se acuerda de los viejos. La soledad, aunque la disfruto, a veces hace que se recuerden episodios de nuestra vida que nos ponen nostálgicos.
Hace unos pocos meses, por circunstancias ligadas a mis deseos de compartir experiencias que me salen del corazón y en este mismo medio, conocí a una persona que con cierta frecuencia le escribo para agradecerle su presencia en mis artículos. Esa persona -me contactó primero, a raíz de algo que escribí- me contesta y no sabe lo feliz que me hace, porque siempre tiene algún mensaje que me hace sentir bien. ¡Gracias!
Pero últimamente por la misma razón conocí a otra persona que me ha hecho sentir también muy feliz, pues cada vez que se ha comunicado conmigo ha utilizado unos términos que a una joven la hace soñar, pero a una vieja la hace sonreír: “mi amor”, “mi reina”, etc. y no es que me esté faltando al respeto. ¡No! Simplemente parece es su manera de comunicarse con las personas, sobre todo si son féminas y a las que quiere halagar y sentir cercanas. Gracias también.
Hace unos años un amigo de mis hijos, odontólogo, no tan joven, venía a buscarme para llevarme a su consultorio a hacerme unos trabajos en mi dentadura. Un día mi hijo menor lo llamó a ver si me había pasado a buscar y este con mucha risa le contestó: “ya la vieja va conmigo”. Yo me reí por dentro, pero desde que llegué a mi casa llamé a esa amiga y le comenté el hecho. En son de broma, ella me dijo: "¡Mira qué bien! que las relaciones estén tan buenas entre él y tú que ya te llama 'vieja’”.
¿Cómo no voy a hablar diariamente con mi amiga Idalia, si superamos la pandemia en el momento en que ni los hijos podían entrar a la casa? Hablábamos diariamente, comentábamos lo que íbamos a cocinar, muchas veces hacíamos la misma comida, nos poníamos de acuerdo hasta para la hora de lavar, nos avisábamos para los programas de televisión y todo lo concerniente al diario vivir que de no ser por eso nos hubiéramos puesto locas.
Por ser de la tercera edad, casi de la cuarta, he valorado tanto esas expresiones como son “reina, amor, cariño, vieja” porque realmente, cuando estamos como aquel sacerdote, nadie se acuerda de uno y nadie piensa que llegará a viejo.
Qué hermosa la juventud cuando podemos disfrutar de piropos, de ser tomados en cuenta, porque llega cierta edad en que solo nos queda sonreír ante esas manifestaciones de afecto y cariño.
Gracias nueva vez a esas dos personas que me han hecho feliz con esas demostraciones de afecto.