Para los filósofos griegos, el mito constituía una narrativa insuficiente sobre dónde surgió el universo, ya que no brotaba de la propia naturaleza, sino del caos, como el origen del todo, de lo que es el planeta Tierra (Gea).” En el principio era el Caos, una masa no claramente definida, sin forma: Del Caos surgió la Madre Tierra, y su hijo Urano la modeló tal como la conocemos nosotros, con las flores, los árboles, los animales y los pájaros” (Gibson, 1987, p.13).

Fue en la ciudad griega de Jonia, con los primeros filósofos, que se cuestionó el mito al girar el pensar en torno a lo natural, fuera de toda trascendencia. Los sabios presocráticos (aquellos que vivieron antes de Sócrates) fueron los primeros que colocaron como plataforma del pensar la physis, y partiendo de esto comenzaron a filosofar respecto a que todo lo que ha surgido se encuentra en la misma naturaleza, no fuera de ella. De ahí la ruptura con todo orden religioso y mitológico en el pensar de: Anaxágoras, Anaximandro, Anaxímenes, Tales de Mileto, Heráclito, Demócrito, Pitágoras, entre otros sabios, que vivieron en los siglos VI y V a.C.

Para estos sabios presocráticos, el mundo y sus cosas se podía explicar a través del logos (razón) y de la propia physis (donde todo brota y crece). El arjé o el principio de donde brota todo era para los pitagóricos, los números y para Anaxágoras, el primer filósofo que va a Atenas, fueron los espermas o semillas y el nous o inteligencia universal. Para este filósofo, la naturaleza era infinitamente divisible en elementos pequeños o semillas y en cualquier elemento pequeño, hay algo de la naturaleza.

Contrario a esta visión filosófica, nos encontramos con la de Anaximandro, que fue un filósofo muy creativo al decir que dicho arjé o principio proviene del ápeiron o lo indefinido, de donde surgen todas las cosas y ahí tienen que retornar, contrario al criterio de Anaxímenes, quien pensó que todo se originó por el aire, y a Tales de Mileto, que situó el agua como el elemento del cual provienen todas las cosas.

Mientras el filósofo Heráclito asume que el fuego dio origen al cosmos y que este fuego no es solo físico sino también de vida, renacer y fluir permanente, el filosofar de Demócrito se orientaba al momento constitutivo de la materia, la cual se diferencia por el movimiento, la forma, el tamaño, excluyendo cualquier tipo de identidad de esta partícula, que junto con el vacío componen el cosmos infinito.

Sin embargo, Aristóteles, fue el primer filósofo en darle una mirada al universo desde un enfoque geocéntrico, donde el planeta Tierra era el centro y los astros giraban en torno a este.

Será con Copérnico (primeras cuatro décadas del Siglo XVI) y Galileo (primeras cuatro décadas del Siglo XVII) que la teoría heliocéntrica del Sistema Solar dio comienzo a la revolución tecnocientífica, en la que se destronó la visión aristotélica de que la tierra era el centro del universo y se argumentó que esta y los demás planetas giraban alrededor del Sol.

Uno de los filósofos que se inscribió en la teoría copernicana fue Giordano Bruno, que se situó un poco más allá de estos planteamientos teóricos, ya que en 1584 expuso en su obra El infinito universo y los mundos, una visión filosófica radical contra el modelo geocéntrico de Aristóteles y explicó de manera precisa, que la tierra no es centro de nada, que es un mundo más de los tantos mundos que existen, sin descartar otros seres vivientes en un universo sin centro:

Uno es, pues, el cielo, el espacio inmenso, el seno, el continente universal, la región etérea a través de la cual discurre y se mueve el todo. Allí innumerables estrellas, astros, globos, soles y tierras se perciben con los sentidos, y otros infinitos se infieren con la razón. El universo inmenso e infinito es el compuesto que resulta de tal espacio y de tantos cuerpos en éste comprendidos. (1981, p.111)

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Esta narrativa fue consensuada por la comunidad científica y de astrónomos en cuanto a que la Tierra es un planeta más del universo que gira alrededor del sol, que no somos centro de nada.

Al descubrir que somos un planeta errante y solitario en la Vía láctea, volvieron a las indagaciones y preguntas de aquellos primeros filósofos que se preguntaron: ¿cuál fue el arjé o el elemento primero que dio inicio a todo? ¿Qué creó el universo? ¿Cómo comenzó todo? ¿Por qué el universo se molestó en existir?

 

Indagaciones estas que no lograban sosegar el alma del filósofo Leibniz, en el siglo XVII y XVIII, a pesar de su enfoque filosófico de la mónada (unidad indivisible e individuales), y de la armonía preestablecida y programada que conforman el universo, de acuerdo con la razón suficiente, sobre el que construyó su mundo filosófico y que fueron una referencia a la cibernética del primer orden de los años cincuenta del siglo XX:

Hasta aquí sólo hemos hablado como simples físicos: ahora debemos elevarnos a la metafísica, valiéndonos del gran principio habitualmente poco empleado, que sostiene que nada se hace sin razón suficiente, es decir, que nada ocurre sin que le sea posible al que conozca suficientemente las cosas dar una razón que baste para determinar por qué es así y no de otro modo. Asentado este principio, la primera pregunta que tenemos derecho a formular será por qué hay algo más bien que nada. Pues la nada es más simple y más fácil que algo. Además, supuesto que deben existir cosas es preciso que se pueda dar razón de por qué deben existir así y no de otro modo. (Leibniz, 1982. Escritos filosóficos, p.601).

 

 

Muchas de estas explicaciones y preguntas que se hicieron estos filósofos, sobre el origen de todas las cosas, son en parte las mismas que en estos tiempos cibernéticos y transidos, se las han estado haciendo los tecnocientíficos (astrofísicos, astrónomos, astrobiólogos…); con la única diferencia que las repuestas son diferentes, pero la pasión, el asombro y la curiosidad son las mismas y con más intensidad que esos tiempos.

Las pasiones filosóficas de esos primeros filósofos de la antigua Grecia es lo más parecido al mundo de los tecnocientíficos de estos tiempos, en cuanto a buscar sentido a los fenómenos de la naturaleza y del universo. Hoy esas pasiones van acompañadas de instrumentos tecnológicos digitales y de alto calibre cibernético, como el telescopio, James Webb, el cual fue lanzado el 25 de diciembre 2021 y entró en una órbita solar de 1,5 millones de kilómetros de nuestro planeta, y que en el verano 2022 ha comenzado a producir acontecimientos cosmológicos hacia atrás, por más de 13.5 mil millones de años.