En los últimos años, hemos sido testigos de un alarmante aumento de la violencia en las contiendas electorales de América Latina. El caso más reciente y notable es el de las elecciones en México de 2024, donde 37 candidatos a diferentes posiciones fueron asesinados. De manera similar, en las pasadas elecciones en Ecuador, uno de los candidatos a la presidencia, Fernando Villavicencio, fue brutalmente asesinado.
Estos actos de violencia, que ocurren durante lo que deberían ser celebraciones de la democracia, afectan gravemente diversos aspectos de los sistemas democráticos y representativos de la región. Primero, comprometen la legitimidad del proceso electoral. Segundo, tienen repercusiones negativas en cuanto a la participación ciudadana en los procesos democráticos. Tercero, afectan negativamente la estabilidad democrática. Por último, reducen la confianza en las instituciones democráticas y, voy más lejos, en los propios sistemas democráticos.
La persistente violencia política y la influencia del crimen organizado pueden ser, en parte, los que están dirigiendo a América Latina hacia una peligrosa tendencia: la preferencia por gobiernos autocráticos o represivos. Muchos ciudadanos, frustrados por la incapacidad de los gobiernos democráticos para garantizar la seguridad y el orden, comienzan a ver con buenos ojos a líderes que prometen mano dura contra el crimen, aunque esto signifique sacrificar libertades democráticas. Ya vemos casos.
La violencia en los escenarios políticos de América Latina representa una amenaza seria para la democracia. Es esencial que los gobiernos de la región fortalezcan sus instituciones de justicia, promuevan la transparencia y la rendición de cuentas, y se enfoquen en brindar bienestar a sus pueblos. Solo así se podrá garantizar la integridad de los procesos democráticos y la confianza de los ciudadanos en sus sistemas públicos, tierra fértil para una buena representación.