El pasado fin de semana, en la ciudad de Búfalo, Nueva York, EEUU, un joven de raza blanca, de 18 años, Payton S. Gendron, abrió fuego en un supermercado ultimando a trece personas e hiriendo a una decena más. Las víctimas, afroestadounidenses en su gran mayoría. Las pesquisas iniciales apuntan a que el multiasesino viajó unas 200 millas desde su hogar en Conklin, del estado de Nueva York, al supermercado Tops Friendly Market localizado en un área geográfica poblada mayormente por afroestadounidenses. La vesania con que dicho crimen se efectuó se manifestó en el hecho de que el multiasesino Gendron transmitió su crimen por Internet en tiempo real.

Al ser presentado ante el juez, el joven, impertérrito ante los hechos que había perpetrado, se identificó como partidario del supremacismo blanco. En un manifiesto recobrado posteriormente, Gendron promovió un sinnúmero de ideas neonazis tales como la “teoría del reemplazo”, los peligros de la immigración, los judíos en EEUU, el  riesgo de un genocidio blanco y el peligro que representan los afroestadounidenses como minorías. Gendron encontró inspiración en otros multiasesinos como Patrick Wood Crusius, quien en agosto del 2019 asesinó a 23 personas en un vecindario latino en el Paso, Texas. También citó a Brenton Tarrant, el individuo australiano fascista que asesinó a 51 musulmanes en dos mezquitas en Nueva Zelandia,  y otros como Dylan Roof y Anders Breivik entre otros multiasesinos, en el manifiesto de 180 páginas que se encargó de diseminar por las redes.

Acontecimientos como este, ya forman parte de la cotidianidad en Norteamérica. Esta violencia conspicua no es “odio que permanece como una mancha en el alma de América” como dijera el primer mandatario Biden al referirse al trágico evento. La misma forma parte del ADN de una nación que conjuga el supremacismo blanco, la desigualdad estructural y un pasado brutal y genocida. EEUU fue fundada en genocidio y en repetidas ocasiones ha cometido crímenes atroces, una y otra vez a lo largo de su historia. No es casual que, como muestran las cifras, el 2020 sobrepasó por primera vez los 45, 000 muertes por armas de fuego, de acuerdo a las estadísticas del Centro de Control y Prevención de Enfermedades (CDC por sus siglas en inglés).

Los delitos de odio, aquellos crímenes violentos que se cometen en contra de víctimas por motivos raciales, étnicos, sexualidad, religión han alcanzado el nivel más alto en los últimos 12 años. En el 2020, por ejemplo, se confirmaron 7,759 actos de violencia de este tipo en EEUU. Ello sucede al mismo tiempo que el proceso de diversificacion demográfica en curso en la nación continúa acelerándose. Se estima que la población blanca habrá de ser una minoría en los próximos 20 años. Tan solo en febrero de este 2022, 17 universidades fundadas por afro estadounidenses recibieron amenaza de bombas lo cual está bajo una investigación de la FBI al calificar tales hechos como crímenes de odio.

Signo de una creciente descomposición en el tejido social norteamericano, existe un odio pervasivo en amplios sectores poblacionales que se identifican con este discurso xenófobo, violento, fascista y apocalíptico que hoy encuentra apoyo dentro del partido Republicano y su cada vez más vociferante base de apoyo proclive a las enfermizas ideas conspirativas que hoy por hoy continúan incendiando el ya polarizado ambiente político en la nación.

No obstante, la reacción fascista conservadora que hoy encabeza el expresidente Trump continúa atizando el fuego insistiendo que ello, los anglos, son quienes hoy enfrentan el asedio de la discriminación racial. Decenas de legisladores republicanos, una y otra vez, han externado en los medios que el país no necesita reformas estructurales que garanticen la igualdad racial. Aun desde los púlpitos evangélicos protestantes, notorios predicadores como John MacArthur niegan la existencia de un racismo estructural en el país.

La actual prevalencia de las redes sociales en la cotidianidad  ha contribuido a incrementar la base de apoyo y diseminación de este discurso fascista que ya cuenta con una amplia red de apoyo en plataformas de las redes sociales, como YouTube, Instagram y en otros medios donde la enajenación que sufren muchos es retroalimentada entre los epígonos de estas ideologías disparatadas y abominables. A dos años de iniciada la gestión de Joe Biden, un 40 por ciento de estadounidenses todavía cree en que las elecciones fueron robadas por los demócratas.

Como bien dijera el cineasta Michael Moore, ganador del Oscar en el 2003 por su documental Bowling for Columbine; “somos un pueblo singularmente  violento y utilizamos nuestra tremenda acumulación de armas para matarnos los unos a los otros y contra mucho países en el mundo”.

El ánimo belicista, entronizado en el alma norteamericana y su histórica creencia de que problemas reales o imaginarios pueden ser resueltos con violencia, asesinatos, invasiones, incursiones armadas también es parte de la mentalidad que dio origen a esta reciente barbarie. La industria armamentista de EEUU, tan solo por citar un ejemplo, obtiene alrededor de 250 millones de dólares anuales por ganancias relacionadas al tráfico ilícito de sus productos a México.

Son cifras y datos espantosos, tragedias humanas que hablan de una profunda crisis de valores en una nación que hoy, lejos de utilizar su influencia en la promoción de políticas encaminadas a disminuir la crispación social existente, caldo de cultivo para estas barbaridades, se encuentra a pasos agigantados promoviendo un conflicto armado entre Ucrania y Rusia canalizando billones en armamentos en una guerra de incalculables consecuencias para la región y el mundo.