Se dice que lo “viejo” es algo que ha sostenido el tiempo por un periodo largo o mayor, “aquella cosa” que ha prevalecido por muchos años “sin extinguirse”.
Aplicado a los seres humanos, uno se hace viejo cuando “asoma” los 60 y ya entrados en estos, si tiene suerte en alcanzar…los 80.
Lo viejo se va deteriorando por acción de las tormentas que constantemente asedian los elementos que componen las cosas.
Nosotros, es decir, usted y yo, estamos compuestos por un sin fin de artilugios carnales y minerales; fosfatos, carbonato de calcio, colágeno, proteínas y por ahí sigue el listado.
Nos alimentamos de esa misma tierra de la que estamos compuestos y la que, eventualmente, alimentaremos para volvernos a comer y crearnos una y otra vez.
Dentro de todo eso que escapa a nuestra voluntad, solo podríamos afirmar que la mente o pensamiento es lo único que escapa a “ese reciclaje material” y vuela o se pierde en dimensiones donde no se reconoce como lo que era y si de lo que “llega a ser” en esa otra.
El punto aquí es que nosotros, es decir, usted y yo, nos quedamos fuera de esa ecuación. Primero, rendimos nuestro cuerpo a la madre tierra y nuestra mente a “ese otro” universo donde no somos ni “mínimo ni máximo” o ni Pedro ni José, para que no se me pierdan.
Descontinuado el “tiesto” de cuerpo, por las inclemencias del tiempo y del uso, “sobrevive” fugazmente la mente, valga la rima, y encima se “transforma” en otro que, obviamente, no se reconoce.
Es como si sacáramos un motor de un carro y se lo pusiéramos a otro. Uno prende en una armadura nueva y con otra personalidad distinta al tiesto abandonado. Arranca y sale pitando.
Volvemos a sentir la potencia en nuestros brazos y piernas. Corremos como niños de un lado al otro, avanzamos a una juventud que no mide las curvas y muchas veces salimos despedidos como aves.
La experiencia nos hace reducir la velocidad y la “precaución” nos hace chequear constantemente el aceite y el agua. Las llantas dotadas de suficiente caucho y un muffler que cauto apenas hace ruido.
Aprendemos a pasar desapercibidos y a escapar del ruido que hacen otros. Por primera vez la vida adquiere un verdadero sentido. Contemplamos con más atención y lagrimeamos nostálgicamente por la más indiferente y solitaria calle.
Llegar a viejo es llegar a vivir. Uno se la ha pasado tan distraído en construir su vida que no ha tenido “el tiempo’’ para contemplarla desde una mecedora, sentado en la galería o balcón de cualquier casa.
Quizás la energía se esté apagando, pero conservar la mente desde esta lejanía vivida sería el mejor regalo que da la vida. Tener la oportunidad de despedirse de todo y de todos es algo que pocos logran hacer.
Agradecer lo vivido, lo servido, lo amado y hasta todo lo sucedido, y lo que no, es muestra de nobleza y humildad. Todo es un regalo y no tenemos que entender el por qué de las cosas.
Nuestra composición motora no está capacitada para “esas” profundidades de la vida y sus propósitos constantes en reproducirse una y otra vez cual si fuese “ese” el propósito.
Se dice, que lo viejo es “aquella cosa” que ha prevalecido en el tiempo sin extinguirse…pero parece que es aquella cosa “que se extingue en el tiempo”.
Visualizo al tiempo como una sucesión de puertas a las que uno tiene que llegar constantemente. Tocarlas, abrirlas, entrar, salir… en cada una de ellas hay un montón de gente que te llama de otra manera y serás de otra manera y pensaras, también, de otra manera.
Cada vez que pases una puerta te olvidaras de ti y de todos y de todo. Y volverás a vivir como siempre, a sufrir como siempre, a amar como siempre, a morir como siempre.
Hasta que aprendas a dar amor como la única posibilidad de la existencia.
Lo viejo, es el amor en su proceso libertario y solo el amor es inextinguible. ¡salud! mínimo caminero.