Cuando ocurrió el golpe de Estado a Juan Bosch, el 25 de septiembre de 1963, entramos en la clandestinidad y comenzamos a luchar arduamente por el retorno de la constitucionalidad. Conspirábamos y hacíamos manifestaciones públicas. Fue una época de lucha muy difícil en la que duramos meses sin poder salir de la universidad, amparados en el Fuero Universitario.

Muchas veces nuestra madre nos llevaba comida a Narciso y a mí. Chelito, como le llamaban a mi madre, hasta entonces no sabía conducir y tuvo que aprender precariamente para poder cruzar de nuestra casa en la calle Santo Tomás de Aquino al Alma Máter, donde nos guarecíamos. Mi papá en ese tiempo había emigrado a Estados Unidos, como exiliado económico; mi mamá se quedó aquí, aunque viajaba con frecuencia.

Poco tiempo después del golpe, papá retornó al país preocupado por nosotros. Mi madre, ya graduada de arquitecta, estaba haciendo el plano de una casa. Ella no construía en esa época, sino que se ocupaba de los planos y diseños de las obras para que la contrataran. Papá se resistía a estar lejos de nosotros, en medio de tanto peligro, y le propuso a mamá que construyera la casa cuyos planos estaba haciendo, mientras él se ocuparía de la administración. Ahí comenzó una sociedad que fue beneficiosa en términos económicos para mis padres y para toda la familia.

Los días después del golpe fueron muy intensos y nos movíamos de un lugar a otro. Mi hermano y yo estuvimos unos días donde la familia Castro Catrain, los padres de Margarita y Cocolo, como le decimos a Francisco Castro Catrain. Margarita, aunque tuvo de joven un romance con Narciso, después de concluida su relación siempre ha mantenido un vínculo estrecho con toda la familia y con mi hermano, amistad que se hizo extensiva a mi cuñada Lulú Contreras después de su matrimonio con este.

Me incorporé a la primera célula comunista universitaria que se formó después de lograda la autonomía, de la mano de mi hermano Narciso quien, aunque más joven que yo, empezó a militar en el Partido Socialista Popular un mes antes. Desde ese día fui un activista muy dinámico cuando todavía no habían llegado sus principales dirigentes: Juan y Félix Serbio Ducoudray. Al llegar al país del exilio, Félix Serbio y su familia se hospedaron en mi casa, la que desde ese día se convirtió en uno de los centros de reuniones de la dirección política del partido.

Mi esposa Marcia, aunque no compartía mi militancia política, siempre los acogió con mucho cariño y afecto. En el PSP llegué a ser Secretario de Organización del Distrito Nacional, miembro del Comité Central y luego del Comité Político cuando integraron a ese organismo a Narciso, José Israel Cuello, Asdrúbal Domínguez, Carlos Dore Cabral, Luis Gómez y Alfredo Conde. Eso representó un soplo de aire fresco para el organismo partidario compuesto hasta entonces por los hermanos Ducoudray, Pedro Mir, Justino José del Orbe, Quírico Valdez, Mario Sánchez, José Espaillat y Tulio H. Arvelo.

En las luchas estudiantiles después del golpe militar, recuerdo a otros compañeros con quienes teníamos vínculos muy fuertes, como Amín Abel Hasbún. Amín fue un entrañable compañero de mi hermano Narciso en el bachillerato. Aunque teníamos militancia distinta, la amistad fue siempre muy estrecha entre nosotros. Amín fue vilmente asesinado por los esbirros balagueristas en septiembre de 1970.

También recuerdo con afecto a Alexis Licairac, que hoy es un conocido empresario y fue directivo de la Asociación de Empresas Industriales de Herrera en la época en que ocupé su presidencia, por lo que nos tocó continuar luchando juntos, a otro nivel.

Me unió una gran amistad con Luis Ibarra Ríos. A Luis lo mataron en el levantamiento del 14 de junio junto a Pipe Faxas. Sus compañeros tuvieron la osadía de trasladar su cadáver a San Pedro de Macorís para enterrarlo en el cementerio de Villa Providencia. Luis Ibarra había sido un compañero muy querido por todos nosotros, aunque militábamos en partidos diferentes. Al enterarme de que su cadáver había sido llevado a San Pedro de Macorís me trasladé allí, no obstante estar en la clandestinidad. Me fundí con la gran multitud que lo acompañaba y pronuncié un panegírico. Lo hice con mucha emotividad, llamé a la gente a seguir su ejemplo, y le prometí que su lucha no terminaba con la muerte.

Después del entierro, el problema para mí fue salir del cementerio. No me quedó otra opción que irme por los caminos de los cañaverales por donde circulaban las carretas que trasladaban la caña a los ingenios. Caminé hasta cruzar el Higuamo, pues no había forma de llegar a la capital sin vadear ese río, y llegué a un puente cerca de la Cementera y donde hoy día existe un puente que une la Autovía del Este con la Circunvalación de San Pedro de Macorís. Ahí había un puesto de guardia, pero logré pasar sin ser notado y continué hacia la capital también tomando todas las vías secundarias posibles. Fueron horas de mucha tensión y agotamiento por la larga caminata de casi 80 kilómetros.

Extractos editados de mi libro “Relatos de la vida de un desmemoriado”