Foto de Duarte al final de sus dias. Hecha por Próspero Rey.

1.- Vicisitudes de la proceridad duartiana a finales del siglo XIX  y principios del XX.

Razones más que sobradas asistían a uno de nuestros más prolíficos y rigurosos historiadores, Don Vetilio Alfau Durán, por lo demás consumado duartiano, cuando sostuvo en 1968 que “ninguno de los altos próceres de América que en la lucha por la libertad se agigantaron, ha sido tan detractado y tan injustamente negado como Juan Pablo Duarte, en vida y en muerte”.

Por supuesto, sería una càndida ingenuidad pensar que esta negación; estas detracciones y patrióticas apostasías que reniegan del legado duartiano constituyen materia del pasado. Se producen a diario y de múltiples formas, por acción y omisión que a cada momento  contemplamos.

Pero en lo que toca al presente artículo, lo que se procura es dejar sentado, que esta operación destinada a poner en entredicho la proceridad duartiana comenzó muy temprano en nuestra historia republicana, con momentos muy significativos y precisos, cuyo recorrido conviene recrear para dejar sentado que a los grandes hacedores de pueblos, como lo fue Duarte, no les basta, para ser reconocidos y admirados por la posteridad, con el ingente sacrificio cruento o incruento de sus vidas y sus bienes(en su caso los de él y su  familia), sino que es preciso, además, librar por ellos el no siempre fácil combate de la memoria a fines de que las nuevas generaciones aprecien en su verdadera significación- trascendiendo manipulaciones y mitos- la trascendencia de su entrega para legarnos patria y dignidad.

El trinitario Félix María del Monte fue de los primeros en ver con acierto lo antes indicado, cuando 15 días después de la muerte de Duarte, en una emotiva nota necrológica que escribiera, publicada en el periódico “ El Observador”, expresó que a Duarte: “…los odios políticos y la hiel de la  persecución que todo lo envenenan, se propusieron hacer aparecer cubierto con el ridículo, para cercenar su gloria y empequeñecer la obra gigantesca de haber realizado sin recursos en 1844 lo que en 1824 fue de todo punto imposible a una generación màs opulenta y que rebosaba elementos de toda especie”.

Y advertía de las dificultades de las jóvenes generaciones de entonces para apreciar en toda su significación la “extensión de su talento y sus relevantes cualidades”, toda vez que sólo había aprendido a juzgarla a través de “los relatos de enconados enemigos y de émulos envidiosos, empeñados en presentarle como un hombre sin mérito”.

Ya al mismo momento del traslado de sus restos desde Venezuela, hecho efectuado el 27 de febrero de 1884, al conmemorarse  el 40 aniversario de la independencia nacional, comenzó a consumarse una aviesa leyenda, de la que se hizo eco, en años posteriores,  el  galeno y escritor Francisco Moscoso Puello, en su obra “Navarijo”, la cual puso en boca de Monseñor Fernando Arturo de Meriño una supuesta expresión de conmiseración cuando le fue solicitada la oración fúnebre durante la solemne ceremonia de inhumación de los restos del patricio.

¡Y qué puedo yo decir de este pobre hombre!, fue la destemplada expresión atribuida al prelado, conforme la infeliz leyenda, que nada tiene de sustento documental, como tantas otras que sobre diversos tópicos y personajes se han propagado en nuestros mentideros, con peor o mejor fortuna, formando parte de nuestro florido anecdotario.

Nada más oportuno, empero,  para poner en entredicho la supuesta exclamación de Meriño, que las sublimes  expresiones con que el mismo  se  refiriera  a Duarte en la peroración de aquella pieza memorable: ¡Enmudezca ahora la lengua, ¡Señores, y recójase el espíritu a meditar en las vanidades de los juicios humanos y en la infalible justicia de Dios! El que ayer fue abatido, es hoy ensalzado: ¡la víctima se alza por sobre sus victimarios dignificada con las ejecutorias de la inmortalidad!”.

Otro digno combate, no menos arduo y memorable  por la exaltación  de Duarte, sería librado apenas una década después, ya al declinar el siglo XIX, en plena tiranía de Lilìs, y màs específicamente entre 1893 y 1894. Específicamente, en agosto de 1893 el Ayuntamiento de la Ciudad de Santo Domingo propuso la erección de una estatua para honrar con la perpetuidad del bronce la memoria del Patricio, la cual estaría ubicada en la plaza que llevaba su nombre, lugar donde se hizo manifiesta, en 1843, su decidida disposición a la lucha contra la opresión haitiana.

A tales efectos fue constituida una Junta Directiva presidida “Ad Honoren” por Monseñor Meriño, por Félix María del Monte como presidente titular y un selecto grupo de prestantes ciudadanos conformado, además, por Don José M. Pichardo B, Vicepresidente, Manuel Pina Benítez, Tesorero y como vocales Emiliano Tejera, Dr.  Francisco Henríquez y Carvajal, Eugenio de Marchena, José G. García, Apolinar Tejera, Federico Henríquez y Carvajal, Heriberto de Castro y Félix Evaristo Mejía.

En la argumentación de los nobles propósitos que motivaron la referida propuesta, reconocían en Duarte al “fundador de la República” y “primer prócer de la patria”, al tiempo de se afirmar que “…entre esos grandes servidores descuella Juan Pablo Duarte, el ilustre iniciador de la cruzada separatista que nos dio libertad e independencia”.

Ocho meses después, el 28 de octubre de 1893, tronó en la palestra pública Juan Francisco Sánchez, hijo del prócer Sánchez, y a sazón Ministro de Hacienda del Presidente Heureaux, quien dio a la luz una misiva en la cual expuso sus reservas para contribuir con un aporte pecuniario a los patrióticos empeños de la Junta Pro- Monumento. Lo hizo mediante una carta en cuyos párrafos principales señalaba lo siguiente:

Tengo a la vista la circular No. 3 que la Junta que Ud. preside ha resuelto pasar con el fin de recabar el concurso material de la ciudadanía para la erección de una estatua de bronce al General Juan Pablo Duarte que Uds. Intitulan “Fundador de la Republica” y “primer prócer de la Patria”.

Tengo como el mayor de todos mis deberes el de ayudar las manifestaciones del patriotismo y ofrecerme en holocausto en caso de que la nacionalidad dominicana tuviese necesidad de nuevos sacrificios para su defensa; sin embargo, y a causa de esta misma afirmación de mis propósitos más sagrados, no puedo moralmente contribuir a ningún acto de justicia que no sea esencialmente distributivo o que deprima el nivel histórico en que se han sabido colocar otros próceres de nuestra nacionalidad por sus hechos y por sus sacrificios”.

En otras palabras, conforme su infundada presunción, exaltar la memoria de Duarte implicaba desconocer méritos a otros adalides de la patria, entre ellos a su padre, por lo que concluiría su argumentación afirmando:

Es obra harto delicada; y por ende muy difícil, que parece más bien propia de generaciones posteriores a la publicación de la historia de un pueblo, la de clasificar a sus héroes y discernir la primacía a quien corresponda lealmente; y es por esta misma razón que el que suscribe ha creído y cree todavía que sería más conveniente dejar unidos e igualados en la tumba a los que quisieron ser iguales e inseparables en la vida, y que la posteridad, ilustrada con el conocimiento de los hechos y de las circunstancias de cada uno de nuestros grandes hombres, sea la que venga a determinar el puesto que deban ocupar gradualmente, y en la conciencia, y en el corazón, y en la gratitud de sus conciudadanos”.

Al encontrar tan férrea oposición, Junta Central Directiva del Monumento a Duarte remitió una solicitud de permiso ante el Congreso Nacional a fines de poder materializar su propósito.  Tan memorable exposición fue hija de la pluma del notable historiador y hombre de letras Don Emiliano Tejera y Penson, la cual fue catalogada por el autorizado juicio de Don Emilio Rodríguez Demorizi como “la más hermosa apología de Duarte”.

En su trascendental exposición del 27 de febrero de 1894 ante el Congreso Nacional  resaltando los merecimientos de Duarte, afirmaba Don Emiliano Tejera: “medio siglo cumple hoy la República Dominicana. Ya es tiempo de que los héroes de la Independencia sean honrados como lo merecen sus grandes hechos. De la Patria nada han recibido. Mucho de ellos han muerto en el destierro, forzado o impuesto por las circunstancias y  aun tumba tienen en la tierra que redimieron. Al glorificarlos, quien se enaltece en realidad es la República; porque ellos, en la lobreguez del sepulcro, no sentirán conmovidos sus huesos, ni por los elogios tardíos que se le prodiguen, ni aún por el desconocimiento de sus grandes méritos, si existieran todavía almas ingratas que tal hicieran. Pero la Patria sí, se engrandece, al perpetuar el recuerdo de sus acciones, porque tuvo hijos de espíritu elevado, de abnegación ilimitada, que por su bienestar y progreso no vacilaron en sacrificar su fortuna, su familia, su porvenir, su vida misma”.

No bastaron tan elevadas ponderaciones para obtener la autorización solicitada por la Junta Pro-Estatua a Duarte, pues mediante Resolución Núm. 3392 del 11 de abril de 1894 el Congreso Nacional ordenó construir “un monumento alegórico impersonal, vaciado en bronce, que simbolice la Independencia Nacional” pero sin referirse en ningún momento a la principalía de Duarte. Se produjo entonces la decisión de Lilis de dejar consagrada la triada patriótica (Duarte, Sànchez y Mella).

Al alborear el siglo XX, con sus primeras décadas signadas por la inestabilidad y la ocupación militar norteamericana, no fue campo propicio para que las generaciones de entonces conocieran el alcance de la vida y obra de Duarte.

2.- Vicisitudes de la proceridad duartiana durante el trujillismo.

A partir de 1930, entraría en escena el huracán Trujillo. Temprano comenzaron las lisonjas exaltatorias del hombre providencial y necesario, alentadas por los áulicos, esas que alcanzaron su clímax  cuando en 1955, al cumplirse el 25 aniversario de la era, llevando al congreso,  hecho a imagen y semejanza del tirano a declararle “padre de la patria nueva”. El trasfondo sutil de la aviesa consigna era que la “patria vieja” había sido superada por Trujillo. La vieja, por supuesto, era la de Duarte, Sánchez y Mella.

Pero preciso es reconocer que esa operación contra la memoria de Duarte y los padres de la patria comenzó temprano. Oficializado el himno nacional mediante la ley 700 del 22 de mayo de 1934,  no tardó un año para que un destacado funcionario trujillista en un mitin celebrado en abril de 1935 expresara que:“ señores, ya falta la estrofa que cante las glorias del varón extraordinario que está forjando a la nación que se creyó imposible”.

Es decir, era ya perentorio que el nombre de Trujillo figurara en el canto patrio junto a los manes inspiradores de la República. La fórmula encaminada a concretizar la propuesta provino del poeta Vegano Francisco Álvarez Almánzar, mejor conocido en su época como “Don Pipí, el poeta de las rosas”, quien en misiva remitida al periódico Listín Diario en el mes de abril de 1935 argumentó que “el nombre de Trujillo debía ocupar su puesto en el Himno Nacional”, proponiendo una modificación de su quinta estrofa.

Adviértase la sutileza de la propuesta sugerida por Álvarez Almánzar:

QUINTA ESTROFA DEL HIMNO                      PROPUESTA DE ÁLVAREZ ALMANZAR

Compatriotas, mostremos erguida                         Compatriotas, mostremos erguida

Nuestra frente, orgullosos de hoy más         Nuestra frente, orgullosos de hoy más;

Que Quisqueya será destruida,                         Que la Patria ya está redimida

Pero sierva de nuevo, ¡Jamás!                         Por Trujillo el creador de la paz.

Que es santuario de amor cada pecho              Un santuario de amor es su pecho

Do la patria se siente vivir;                                  Do Quisqueya se siente vivir;

Y es su escudo invencible, el derecho;             Y es su escudo invencible, el derecho

y es su lema: ser libre o morir.                            Y es su lema: ser libre o morir.

 En la era de Trujillo, Santana fue más exaltado que Duarte, lo cual reconoce Joaquín Balaguer, al afirmar: “Trujillo desterró a Duarte de las escuelas nacionales. El culto a la personalidad del autócrata, impuesto a través de tres décadas de propaganda sistemática, caló en la mente popular hasta el extremo de que la venerable figura del Padre de la Patria, pasó a ocupar un segundo plano en la devoción de varias generaciones de educandos. Para disminuir y empañar su figura, se quiso oponerle la de otro héroe cuya vida y cuyas ejecutorias constituyen una negación de todo lo que Duarte significa para el pueblo dominicano, la del general Pedro Santana”.

Y afirmaba: “algunos historiadores de relieve se prestaron a secundar en ese sentido los empeños oficiales, durante mucho tiempo se citó más en la prensa y en las publicaciones de La Academia Dominicana de La Historia el nombre del autor de la anexión a España que el del Fundador de la Republica”.

Se intentó inclusive ofrecer a las nuevas generaciones una imagen distinta de la anexión a España. Según esa interpretación capciosa, ese crimen de lesa patria fue una empresa de preservación nacional que se llevó a cabo para impedir la absorción por Haití de la nacionalidad recién creada el 27 de febrero de 1844. 

Yo tuve el honor de contarme entre los que se opusieron a esa profanación histórica, y con ese fin publiqué una biografía del Padre de La Patria, del Cristo de la Libertad, que a falta de otros méritos tiene el de ser una apología romántica pero emocionada y calurosa del primero de nuestros próceres, y una crítica sin reservas de las ideas y de los principios que Santana encarnó durante nuestro primer cuarto de siglo de vida independiente”.

Desde la perspectiva de tan encendida admiración Duartiana resulta difícil asimilar, aún en la actualidad, que quien pensaba de este modo, años después, decidiera, ¡Oh ironías de la historia!, llevar desde el Seíbo hasta el Panteón de los Inmortales de la Patria los restos de Santana. Tan desazonante determinación, hija de la “real politik”, como todas las decisiones que tomara en su dilatada trayectoria política el legendario político, a más de  cuatro décadas de instaurada, no deja de ser objeto de repulsa, debates y cuestionamientos que propugnan por su debida rectificación.

Como afirmaba Hostos, “a cada generación toca su obra”. De ahí el reto de propiciar, de cara a las presentes y futuras generaciones, el conocimiento cabal de la vida de Duarte y con él cuantos con su trayectoria hayan hecho honor a  aquella inmortal sentencia martiana de que “la patria es ara y no pedestal”.

Sólo así, como  expresara Félix María del Monte en su citada necrología del patricio:“ el general Duarte crecerá con los tiempos, mejor dicho, se elevará a sus verdaderas proporciones de héroe tallado a la antigua; y la posteridad, más justa siempre con los grandes hombres( porque no le importuna su presencia) concederá a su memoria el tributo de admiración y respeto que con tanto tesón le negaron sus contemporáneos”.