Ya hace tiempo que me dirigí hacia la frontera. Para decirlo de manera específica, a Dajabón, donde se escenifica el mercado binacional. Según las últimas noticias consultadas, este importante mercado ha continuado. ¿Debería yo llamar a algún puesto de guardia para que me digan la hora? El guardia toma el teléfono: “aló, dígame, hay mercado hoy? “Sí, puede usted venir”.

Debo especificar: no había ido nunca a esta zona. El trayecto se hace cómodo: podemos narrar lo que vemos. Mis acompañantes tienen la disposición de conversar sobre lo que ven, esto es: cuestiones autóctonas. Nos detenemos en un restaurant de la línea, allí donde te sirven el chivo de manera estratégica.

Llegados a Montecristi, lo primero que llega a tus ojos es el Morro, una playa con una formación que, de acuerdo a un amigo, es de cierta roca interesante, colocada en la orilla de la playa. En la carretera, camino a Santiago, hemos visto “roca calcárea no sedimentada”. Sería interesante descubrir aquella formación. Pienso entonces en el libro Cuevas y Carsos, que tenía en la década de los noventas y que he perdido. En la red se describe al Morro como “piedra caliza”.

Entre miles, es interesante este libro: nos describe toda la variedad de cuevas en un número enorme de ejemplos, así como el approach arqueológico que ya alguno dominicanos han conocido sobre la marcha de los años.

Entre otros estudios, es notorio el trabajo de connotados arqueólogos criollos, que han publicado sus investigaciones sobre las cuevas dominicanas. Es interesante este libro porque nos dice, de manera científica, cómo deben cuidarse estos entornos naturales, como ocurre con algunas cuevas que son patrimonio natural del país.

Entre muchos libros del tema, si vemos algunos reportes –los del Banco Central estarían bien–, nos daremos cuenta de la importancia de nuestros minerales. Justo decirlo, no siempre estaremos deslumbrados con el oro, aunque este sí existe como nuestro principal recurso mineral. Durante mucho tiempo, el oro ha reinado y se han escrito muchos libros sobre él, lo mismo que en algunos estudios se mencionan algunos descubrimientos arqueológicos de connotados especialistas del país.

Para los que buscamos historias misteriosas, en la frontera se ven muchas cosas: ya ha sido cronometrado esto en las fílmicas televisivas, pero un estudio más a fondo sería interesante. El morro exige sus papeles. En una larga noche, nos parece que el lugar no ha sido entendido: el pueblo ha crecido sin control, sin horizontes, sin destino posible.

Dos horas después, ya no estamos en el restaurante comiendo chivo sino que hemos decidido visitar la casa en la que Máximo Gómez y José Martí firmaron el acuerdo de Montecristi, hará ya muchos años. Creo que este lugar es visitado por los escolares, pero dudo mucho que visitantes de Santiago vengan aquí, con la distancia que esto significa. Es lugar es cómodo: ves el libro de firmas y también ves la firma de los dos próceres.

Por algún misterio, Montecristi es un lugar poco conocido por los capitaleños, pero así también por los habitantes de nuestras populosas ciudades. Soy consciente del empleo de la palabra “populoso”, pero quien va a La Vega o a Santiago a las 4:30 de la tarde, entenderá que la ebullición es algo real: nuestras ciudades han crecido. En Montecristi no se da este fenómeno y no ha crecido como han hecho otras urbes. Entre otros lugares, las salinas de Montecristi es un lugar que el viajero tiene que visitar: está en un lugar estratégico, lo mismo que el Morro que, como dijimos, tiene una particular belleza. Quien esto escribe intentó sumergirse en las olas, pero el pedrerío no lo permitió: no es un lugar para bañistas.

Por esta vez, fuera de las maravillosas playas de la isla, el viaje que emprendimos nos condujo al mercado binacional, donde pudimos comprar ron haitiano y unos jeans de la marca Tommy Hilfiger a un precio escandalosamente barato. Con este comentario, no creo que puedo animar a algunos compradores que venden allí sus artilugios. Ya en la capital, el fenómeno es también interesante: unas aguacateras vendían en una esquina capitalina unos aguacates a un precio módico. En un video, una haitiana llenaba de agua unas botellitas para venderlas en las esquinas: agua de un arroyo capitalino, sin tratamiento.

En cualquier día del año, los viajeros entran en Haití si pueden y allí pueden cronometrar todo lo que sucede: una población asustada. En República Dominicana recibimos a Martelly en un concierto de música Kompas en un importante escenario. Horas más tarde llamé a la chica del concierto y esta me dijo que “había mucho de ellos”.

En una gran plaza de la capital, yo había ido a ese sitio hacía meses: es un restaurant donde tienen la memorabilia de los grandes artistas del rock. Uno se tira una foto con el traje del rey del rock –de un color rojo intenso–, y con la indumentaria de los líderes de las bandas más famosas. La banda que tuvo su concierto allí era nada más y nada menos que una banda probada en las abigarradas noches de Los Cacicazgos en Santo Domingo, un barrio –un residencial, vamos–, donde el líder de la banda aprobaba los circuitos musicales.

Entre otros, en otras partes de la isla, mi viaje a Montecristi tiene algo de importante: hace pensar en la frontera que, según algunos, es tan porosa como el olvido. Uno piensa que los dominicanos conocemos bien nuestro territorio y aun, dicen algunos, no se ha dado una explicación a diario sobre el desértico Haití. La acción de la mano del hombre en el fenómeno de la tumba y la quema, ha hecho un desastre ecológico de proporciones apocalípticas.