En el mundo actual, de las sociedades democráticas, se ha perdido la capacidad de escuchar al otro que disiente. El narcisismo nos impide oír la voz del otro, la palabra del otro, porque hay un culto al yo que nos enceguece, y un desdén al otro. Y esa incapacidad de tolerar la disidencia y la alteridad del otro, está provocando una erosión en las leyes y la lógica de la democracia. La generalización de la palabra de la tribu trivializa los discursos. La opinión de las masas se ha impuesto no sobre la base de las ideas, sino sobre el esquema del dogma o la palabra hueca, sin sustancia conceptual, sin racionalidad argumentativa, lo cual pone en peligro la democracia misma. Vivimos en un mundo que ha perdido la otredad, es decir, insensible a la diferencia y la alteridad. De ahí que la sociedad se esté desintegrando, vertiginosamente, en sus identidades particulares, sin la presencia de la alteridad. Se ha perdido su sentido comunitario y gregario, y extinguido la memoria primitiva y ancestral, que le daba continuidad en el tiempo. No nos oímos porque vivimos en un autismo narcisista de la cotidianidad. Y porque, al elevar nuestras voces, no podemos oír al otro, a los demás, produciéndose un diálogo de sordos o un carnaval donde, al tratar de oírnos, no nos oímos entre nosotros mismos.
Sin comunidad dialógica no hay democracia. Ni sin una sociedad de oyentes. La comunicación virtual nos aleja, nos ensimisma: destruye el diálogo. La conversación se volvió un soliloquio. De ahí que estemos viviendo el fin de la mirada a los ojos del otro, la muerte del espejo del alma, que son nuestros ojos. Al contrario, el exceso de información, nos intoxica, pues el ritmo de datos es tan raudo y acumulativo, que es imposible metabolizarlos y asimilarlos por el entendimiento. Como se sabe, la comprensión humana es finita y la generación de data, en cambio, es infinita. Por tanto, es imposible procesar el cúmulo de información, que produce el mundo digital, y que desborda nuestra interpretación, es decir, nuestra capacidad de atención y asimilación real.
Asistimos a una posdemocracia, en un mundo digital, en el que los líderes políticos dejarán su liderazgo mesiánico, sin ideas propias, y donde los políticos serán desplazados por gestores y estrategas internacionales de fama mundial. Byung-Chul Han dice, de modo categórico y triste, en su libro La infocracia: “Desde la perspectiva dataísta, la democracia de partidos dejará de existir en un futuro próximo. Dará paso a la infocracia como posdemocracia digital. Los políticos serán, entonces, sustituidos por expertos e informáticos que administrarán la sociedad más allá de los principios ideológicos, independientemente de los intereses del poder. La política será reemplazada por la gestión de sistemas basada en datos. Las decisiones socialmente relevantes se tomarán utilizando el big data y la IA. Seguirá habiendo discursos políticos, pero serán algo secundario”. ¿Serán, en el futuro, los asesores de campaña política y los estrategas de líderes y jefes de Estado, inteligencias artificiales?
Como se ve, el discurso apocalíptico de Han pone en vilo y en crisis el pensamiento político tradicional. “Los análisis de los datos mediante la IA sustituyen a la esfera pública discursiva, lo que significaría el fin de la democracia”, sentencia. La crisis de la democracia es, a la vez, una crisis de la verdad, o de la conciencia: la posverdad terminará engulléndola y haciéndola ineficaz y frágil. La facticidad está en cuestionamiento. En esta era de la virtualidad hemos perdido la fe en la verdad, víctima de la guerra de desinformación, de teorías conspirativas, de paranoias futuras, insisto. Se han perdido las ideas en estado sólido: las utopías del progreso y de un mundo mejor. El nihilismo ha renacido: se ha convertido en un síntoma, en una enfermedad social del presente. En el mundo nietzscheano, dios había muerto, y en la era posnietzcheana, ha muerto la verdad. Ha surgido, en efecto, un nuevo nihilismo posnietzscheano. Ya la verdad no ejerce el poder y la fuerza de gravedad, como cuando orbitaba en nuestras vidas, cuando unificaba, y era signo de razón y la lógica del pensamiento. Al revés: la desinformación tiene hoy un poder destructivo que pone en crisis la cohesión social. “El nuevo nihilismo se gesta dentro del proceso destructivo en el que el discurso se desintegra en información, lo que conduce a la crisis de la democracia”, afirma el pensador surcoreano. Las mentiras políticas e ideológicas hoy se convierten en las verdades, con las que se difaman y se destruyen reputaciones y liderazgos: socavan los cimientos de la verdad, cinceladas a golpe de razón. Los límites –o bordes– entre la verdad y la mentira se diluyen como el agua en la arena del desierto. La mentira hoy se impone no con razón y argumentos, sino con manipulaciones, y con una retórica reiterativa para diluir el hilo que la separa de la verdad. El mentiroso persiste con más ahínco en su mentira, en ocasiones, mucho más que el enemigo de la mentira y amante de la verdad. El manipulador político nunca pierde la fe en su palabra: no ceja, no cede. No cuestiona la verdad, sino que postula su mentira como una verdad absoluta. No niega, pues no es un nihilista: miente para afirmar su verdad. Quien promueve noticias falsas lo hace conscientemente, con perversidad racional, y ataca la realidad real. Joseph Goebbels manipulaba en nombre de la verdad: lo hacía desde su íntima convicción, pese a que sabía de sus consecuencias fatales y destructivas. Sus discursos iban dirigidos a una ideología fanática, que explotaba el odio racial y el resentimiento de las emociones. (“Una mentira mil veces dicha, se convierte en una gran verdad”, dijo el infame y perverso ministro de propaganda del Tercer Reich).
La mentira política crea otra realidad: moldea la percepción popular. En esta sociedad de la información estamos más conectados y comunicados, pero acaso más vacíos de sentidos. Mejor informados, pero quizás más desorientados. La crisis de la democracia –amenazada por la derecha, la ultraderecha o el populismo de izquierdas o derechas– es una expresión de la crisis de civilización que vivimos, en que la mentira desintegra la unidad y la cohesión social: desorienta y destruye las relaciones humanas y las amistades. Los valores humanos se han mercantilizado, y el mercado ha reemplazado a la verdad. En este mundo de la “modernidad líquida” –como la llamó Bauman–, la verdad, que representaba el bien, y la mentira, que representaba el mal, se ha relativizado. La belleza de las ideas, en Platón, tenía un equivalente con la verdad, el amor, la bondad y el bien. Hoy, todo se ha vuelto líquido. Vivimos pues la licuefacción de lo real. Después de la emergencia pandémica continúa la emergencia climática y ahora la inminencia de una guerra global en Europa del Este y el Medio Oriente. Siempre vivimos en una incertidumbre mundial. En un estado paranoico de destrucción o autodestrucción global. Al borde del caos que imponen las potencias políticas hegemónicas. Es decir, a un tris de una catástrofe, una hecatombe o en los límites del abismo, producto de una voluntad o capricho de un gobernante megalómano, narcisista y criminal.
Hay así una crisis de orientación y una paranoia planificada. Y todo porque existe una crisis de la verdad o una crisis de la razón. Falta una utopía discursiva que sea una promesa de salvación o que represente el nacimiento de un orden, en medio del caos, de la crisis de paradigmas y de la confusión del mundo.
La democracia siempre ha tenido muchos enemigos. El de hoy es el gobierno de la tecnología que la amenaza. Por tanto, urge un acto de heroísmo, una verdad que la salve y la rescate de la mentira. Acaso será la libertad como categoría filosófica, no como categoría política, quien la salve de las mentiras de sus manipuladores y demagogos, de los populistas de izquierdas y de derechas que, en el fondo, la odian: son autoritarios y aman la fuerza sobre la razón. Necesitamos volver a Sócrates, quien murió por decir la verdad, pues “decir la verdad” tiene sus riesgos, y así lo supo Jesucristo. Y Gandhi y Luther King, pese a que predicaron la paz, la convivencia pacífica y la solidaridad. Quien aboga por la paz se halla de enemigo, la guerra, y quien promueve la igualdad, encuentra de adversario o enemigo, los apologistas de la desigualdad. Quien busca la verdad arriesga su vida, lo sabemos, pero queda el coraje como signo de verdad, justicia y razón. El precio a pagar siempre es convertir la mentira en verdad. Platón, en su alegoría de la caverna, buscó la verdad en la luz, es decir, al hombre que, para encontrar la luz de la verdad, tiene que liberarse de la oscuridad, o sea, salir de la caverna de la mentira. En la sociedad actual vivimos en una cárcel digital como prisioneros, privados de la libertad de la luz: encadenados al ciberespacio del mundo digital, embelesados frente a las pantallas digitales, intoxicados de imágenes virtuales. Al parecer, desapareció la época en que reinaba la verdad porque ha terminado el largo imperio de la verdad. Decir la verdad, hoy, es contrarrevolucionario cuando debería ser una acción revolucionaria. Callar la verdad ya no es cobardía ni inmoralidad. Practicar la política es una pantomima, un ejercicio circense del poder; es cultivar el arte del buen mentir. Es devenir en equilibrista en el juego político entre la verdad y la mentira. También es desarrollar el instinto de la simulación y poner en vilo la ética de la supervivencia. En resumen, el ruido de la mentira está sepultando con polvo, la música y las palabras de la verdad del mundo.