Por las barrancas del valle “El Silencio”, en la enigmática Sierra de Neyba, resonaban los ecos profundos de una voz de barítono que cantaba: “Venid los moradores del campo y ciudad”. Caminantes detenían su recua de mulos, cargados de apio, rulos y víveres frescos, descendiendo con cautela por las pendientes hacia el valle. La Navidad se anunciaba entre noches buenas y fiestas en los poblados de la loma, mientras el fruto del sudor campesino circulaba en monedas y orgullo. Aquí, un obrero se detenía, apoyado sobre el palo de su hacha y machete; allá, otro se descubría la cabeza con su sombrero de paño, enviando un mensaje al compadre en el conuco vecino. Y muchos, con una fe inquebrantable, alzaban la mirada al Todopoderoso, persignándose al escuchar el eco insistente:
“Mañana, en el Higo de la Cruz, el sacerdote visitante bautizará a los moros de la comarca a las diez de la mañana. Venid con sus moros a la escuelita rural, venid, compadres y comadres, y traigan los moros de la aldea”.
Carmito Gómez, de los Montero de Neyba, era un joven moreno de porte atlético y semblante resuelto. Era un titán del pueblo, líder natural entre los jóvenes de Acción Católica de la parroquia San Bartolomé, voluntario incansable del cuerpo de bomberos y devoto lector de novelas universales, cuyos relatos entrelazaba con la áspera realidad sureña. Mientras pastoreaba su “ganado” de cuatro cabezas por los senderos al pie de la loma, meditaba con pena y profundidad sobre la miseria que afligía a su gente.
Carmito Gómez/Fuente externa
Como un ángel guardián, el gigante moreno acompañaba al padre Leo, un cura misionero recién salido de los claustros del primer mundo, quien emprendía su primera exploración pastoral en las alturas de la Sierra de Neyba. Vacilante y novato, el sacerdote montaba un caballo blanco prestado por el alcalde pedáneo de Las Cañitas, con alforjas rebosantes de herramientas para su labor: un altar portátil de acero inoxidable, un catre militar desplegable, medicinas esenciales, ropa de repuesto, una brújula de explorador y papeles para trazar mapas con la torpeza de un cartógrafo principiante.
Por los rincones más recónditos de la sierra, armaba su pequeño altar, celebraba misa y administraba el bautismo, explicando con timidez el misterio salvador del sacramento. Carmito, con pluma firme, registraba en un cuaderno los nombres de los bautizados, sus padres y padrinos. La misión era clara: inscribir al mayor número de “cristianos” en el libro de bautizos de la parroquia.
Era una expedición inédita, pues hacía ya nueve años que ningún sacerdote había hollado esas lomas aisladas. Los moradores, con sus moros ahijados, se reunieron bajo el cielo abierto en el patio de la escuelita rural. Al atardecer del segundo día, mientras el sol lanzaba sus últimos destellos sobre el Higo de la Cruz, tuvo lugar un encuentro memorable. Frente al rancho del alcalde pedáneo Encarnación, Carmito, el catequista y guardaespaldas, coordinó un apasionado debate entre una pareja venida desde El Cercado y el alcalde local. La pareja, casada por la iglesia, defendía la monogamia frente a la visión polígama del alcalde, quien exaltaba las ventajas de tener muchas esposas y abundante descendencia para perpetuar la vida.
La discusión, que mantenía a todos absortos, se interrumpió abruptamente cuando una brisa helada arrastró consigo una densa neblina y lluvia fina. La pareja de El Cercado emprendió el regreso a su provincia, mientras los habitantes del Higo de la Cruz se refugiaban de prisa en el aposento del alcalde.
Reunidos en torno a una hoguera chispeante, hombres, mujeres y niños escucharon embelesados los relatos de Carmito. Su voz envolvía, sus blancos dientes brillaban al compás de la lumbre, y sus palabras trazaban paisajes lejanos:
“Señores, ustedes, hombres y mujeres de estas lomas vírgenes, no saben ni se imaginan que en estos días se produjo un gran apagón en la ciudad más grande del mundo. ¡Se apagaron las luces en Nueva York! El 9 de octubre de 1965, una avería dejó sin electricidad a unos 35 millones de habitantes en el noreste de los Estados Unidos”.
Carmito relató con pasión los efectos de aquel apagón histórico: los servicios interrumpidos, la incertidumbre de millones y el caos en las grandes avenidas. Su narración fluía sin prisa, pero el joven sacerdote, al notar que algunos comenzaban a cabecear de sueño, decidió concluir la velada con una oración. Recitaron el “Padre Nuestro”, y, bajo la bendición celestial, todos se retiraron al descanso.
Carmito acomodó su catre militar bajo la cama reservada para el padre Leo, representante de la iglesia y del cielo en aquellas desoladas alturas. Ambos durmieron plácidamente hasta el amanecer radiante del día siguiente, listos para emprender el regreso a su parroquia en el valle.
Leo Theuwissen, diciembre 2024.