El ser humano es tan inconsistente, tan frágil su voluntad y su capacidad de implicarse más allá de una poco comprometida y vistosa puesta en escena, que necesita constantemente de excusas convincentes que silencien y aletarguen su conciencia. Europa ayer, en su noche más musical, volvió a caer en su propia trampa. El festival de Eurovisión, que acaba de celebrar su 66ª edición y que ha pasado por muchas y muy diversas etapas a lo largo de su ya dilatada trayectoria, dio buena muestra de ello con la elección de Ucrania como país ganador del Micrófono de Cristal.
Eurovisión tuvo desde sus inicios, allá por el año 1956, la pretensión de convertirse en un escaparate tecnológico-musical con la participación, en sus primeras retransmisiones, de un reducido grupo de países europeos al que posteriormente se irían sumando algunos más. Todos ellos miraban, con no poca desconfianza en aquellos momentos, hacia otra parte de los suyos hermanados por un continente común: los países del Este. Formaban estos el bloque comunista, que auspiciado por la antigua URSS, nada tenía que ver con la Europa que pretendía mostrarse en el certamen. Sería muchos años más tarde, ya liberados del yugo soviético, cuando estos últimos se irían incorporando a una velada que, con mayor o menor acierto, seguía convocando cada mes de mayo a miles y miles de espectadores frente al televisor. Con el tiempo, las fronteras musicales iniciales, continuaron ampliando horizontes mucho más allá del viejo continente. Si bien es cierto que en algunos momentos el citado evento cayó en el descrédito y fue considerado una celebración decadente, tan solo al servicio de frikis y nostálgicos, con esfuerzo logro recuperar parte de su pasado esplendor. Las redes sociales, la participación de muchos seguidores en las votaciones y su capacidad para aupar a un país a la victoria, generó un efecto insospechado de eurofans dispuestos a dejarse la vida en la defensa de su canción favorita.
Puestas así las cosas y bajo la constante sospecha de que no se premia la mejor canción sino que todo se reduce a una historia de politiqueo y amiguismo entre países, el año 2022 trajo, aún antes de comenzada la ceremonia de apertura, la certeza de que Ucrania se alzaría con el triunfo. En la primera ronda y con las votaciones del jurado profesional de cada país emitidas, su tema quedó a pesar de ello fuera de las tres primeras posiciones. La previsión de todas las apuestas desde que se iniciara la agresión por parte de Rusia, vino a confirmarse de modo aplastante con la votación popular. El triunfo, finalmente, resultó ser tan evidente como inapelable.
A decir verdad yo no veo casi nunca Eurovisión. Me parece un pastiche previsible y de escaso interés, pero ayer caí en la tentación. Me aburrí profundamente he de confesar. Dos o tres temas agradables y que se podían escuchar sin bostezar y el resto tan solo aptos para encerrar en el olvido cual pesadilla nocturna. Me senté frente al televisor y me armé de paciencia hasta que llegó Chanel, la representante española. Una artista nacida en Cuba y residente en España desde los tres años que dará mucho que hablar. Su elección estuvo revestida de una feroz polémica que llegó incluso al Congreso de los diputados. El tema, Slomo, es francamente terrible: sexista y machista, cuanto epíteto peyorativo acerca de su pésimo gusto se le pudiera aplicar sería acertado. La interpretación, por el contrario, fue absolutamente fascinante. Ella es de lo mejor sin duda. Una artista de pies a cabeza y de incuestionable calidad. Formada en danza, voz e interpretación, procede del teatro musical donde se ha dejado durante años la piel y su dominio sobre el escenario resulta abrumador. Sonaron algunas otras canciones que hubieran sido justamente ganadoras, pero solo un país, de todos cuantos participaban, está inmerso en una execrable y horrenda guerra. Escuché al grupo que le representaba con poco interés, es cierto y tan solo me interesó el sonido de una flauta local con un sonido para mí desconocido y que me resultó deslumbrante. Una canción olvidable, entre otras muchas más de idéntica condición. Pero y retomo ahora mis primeras disquisiciones al comenzar este artículo, al alzarla a la cúspide, sea o no justa su victoria, los votantes estaban ejerciendo su derecho al voto emocional; un voto que en singular oferta lavaba al propio tiempo sus conciencias y las llenaba de brillo. Fue un pequeño corte de mangas al gigante ruso, su particular peineta a Putin. Fue su "temible y horripilante venganza". Europa no es capaz de arbitrar una mediación que acabe con el conflicto, el mundo es incapaz de frenar la guerra, pero cientos de SMS pueden ganar batallas y reordenar la contienda al conceder una victoria moral a los ucranianos frente a la devastación que les cae cada día del cielo.
Y una se queda pensando si es posible devolver el honor y la vida a los muertos. Si es posible cerrar heridas y poner fin al terror, a la huida forzada de tu hogar y de tu existencia entera, a la destrucción de un país, una ciudad, a las pérdidas y al miedo. Me pregunto si la normalidad vuelve a pasear las calles a cambio de un vano triunfo en un estúpido festival de una Europa que contempla, sin que se le muevan las pestañas, el horror en un país vecino. ¿Pueden la palmada en el hombro y los aplausos poner fin a la crisis de un país en guerra o más bien parece una broma de mal gusto? El gesto puede estar lleno de buena intención, pero me cuestiono si otorgar una medalla es el mejor modo de apoyar a un país invadido o tan solo la excusa necesaria que nos permita pensar que hicimos algo por aliviar a su gente. Somos una panda de hipócritas tan insensatos e ingenuos, tan jodidamente necios al pensar, sentados frente al televisor, que la guerra se gana a golpe de móvil mientras celebras la ocasión con los amigos, unas pizzas y unas botellas de alcohol. A veces, muchas, una siente esa vergüenza que se engancha a los tobillos para recordarte lo pequeñas y miserables que son en ocasiones nuestras vidas.