La célebre canción de Carlos Gardel mantiene que veinte años no son nada y, sin embargo, ese corto lapso nos ha permitido ver importantes transformaciones sociales. Hoy viernes 16 de junio se cumplen veinte años del fallecimiento de Eduardo Latorre, un hombre ejemplar que en su vida profesional se ocupó de los temas de azúcar, educación y relaciones internacionales, todos de gran importancia para su país mientras él vivió. En su infancia y juventud el azúcar de caña era la principal fuente de divisas de la República Dominicana y, conforme fueron avanzando sus cortos sesenta y un años, este rubro y su producción fueron cediéndole terreno a las relaciones internacionales que se fueron diversificando, lo que a su vez hacía que fuera todavía más importante el contar con una población educada, capaz de ocuparse de problemas más complejos que el cultivo de bienes agrícolas.

En los veinte años transcurridos desde entonces el peso relativo del azúcar de caña se ha vuelto cada vez más irrelevante, al punto que el valor del Consejo Estatal del Azúcar, donde él laboró, tiene importancia por sus tierras más que por su producción y que conseguir información sobre el Grupo de Países Latinoamericanos y Caribeños Exportadores de Azúcar (GEPLACEA), organismo que él dirigió durante un tiempo, resulta difícil.

La preocupación por la educación nacional y mundial, a las que estuvo tan ligado, hoy día son nimias con respecto al uso y manejo de la información almacenada electrónicamente y analizable por herramientas de inteligencia artificial en sus vertientes de acceso, manejo y respeto por los usuarios. Hoy día parece ser más acuciante la preocupación por la evolución de la inteligencia artificial que los cambios en la tasa de alfabetización. Sus preocupaciones, entonces, no son actuales, pero su pensamiento y manera de proceder siguen teniendo relevancia. Y es que quizás, su labor fue importante no por los temas que abordó en su vida profesional, sino por la manera en que se ocupó de los .

Su interés por el mundo de la educación obedecía a una pasión personal. Con su influjo consiguió que muchas personas tuvieran un acceso a diferentes niveles de formación. Desde incidir para que parientes más jóvenes iniciaran su educación formal, hasta ocuparse de que los ideales de un grupo de jóvenes profesionales se transformaran en una de las más destacadas universidades del país, su contribución fue decisiva y dispuesta a cederle el protagonismo a otros. O, como él mismo dijo con humor en más de una ocasión: “A mí me gustaba tanto el mundo de la educación que tuve que convertirme en rector para salir de la universidad”. Actuó con una visión de servicio transitorio, no de protagonismo. Antes de que llegara el final de su segundo término como rector del Instituto Tecnológico de Santo Domingo (Intec), tal vez inspirado por George Washington, a quien admiró mucho, logró que este centro de estudios superiores adoptara la norma de que los rectores no prestaran sus servicios durante más de dos términos.

Años más tarde ocupó con mucha ilusión, dedicación, eficiencia y entusiasmo, la dirección de la Cancillería dominicana y abandonar ese puesto para el que dijo sentir que se había estado preparando toda la vida, no le costó ningún esfuerzo. No entró en componendas con nadie para mantenerse relevante. Simplemente entregó una gestión y pasó a otras cosas. Entre ellas la negociación a nombre de la Organización de Estados Americanos para que Alberto Fujimori enfrentara más adecuadamente su transición por el poder político. Fue rector de una universidad y la escuela diplomática de la cancillería dominicana lleva su nombre. Murió hace dos décadas y todavía podemos seguir aprendiendo de él.