(Foto tomada de marilynperalta.com)

Melaitas y saborsitaaaaaas, sabrositas y melaitaaaaaaaas, son uvas de la playita” cantaba mi madre el pasado domingo evocando al pregonero simpático y armónico que pasaba por la calle Sánchez de la ciudad de San Pedro de Macorís, Sultana del Este, una sonrisa se le dibujo en la mirada. Junto con el pregón, regresan vívidos el sabor y el aroma de la uva de playa “desde las esquinas de la mente” de mi madre, Mercedes María, al tiempo que evocaba su niñez.

Se me ocurre pensar que la memoria, más que sólo visual, es auditiva y olfativa.

Mercedes María fue la última en ver la luz en su numerosa familia en la ciudad de San Pedro de Macorís (Dios me libre de llamarla pueblo), en la primera mitad del siglo XX.

Los venduteros de la calle, con sus pregones que llevaban a la mesa de los hogares uvas de playa, coco, y otras frutas, pescados y mariscos, yerbas aromáticas, conforman un hermoso mosaico de los sentidos.

Y es que con los sonidos regresan los olores también, cuenta Mercedes María que todo olía a mar o a melao en San Pedro.  Era un mar Caribe de azules totales y de todos los azules, que dominaba el paisaje llano de la ciudad, olía a sal, y a sus criaturas.

Un día, recuerda mi madre que siendo niña alguien anunció que entraría el mar en la ciudad, después de un temblor de tierra.  La ciudad se paralizó y sus pobladores entraron en pánico y salieron a las calles.  Una beata, vecina cercana de la casa de mis abuelos, salió de su casa con el cuadro del Corazón de Jesús o de San Miguel Arcángel, habitantes regulares de los hogares dominicanos, dándose golpes de pecho y cayendo de rodillas en la calle, pidiendo perdón por los pecados propios y los de los demás.  La remembranza nos hace reír a carcajadas a mi madre y a mí.

Había una playa en la ciudad, llamada Playa de Muerto, no tengo idea del origen de tan sugestivo nombre.  En una ciudad con playa los baños de mar impregnaron los paseos, festividades y curas de la niñez de mi madre.  Todavía hoy mami afirma con sabiduría ancestral que la brisa marina y el salitre lo cura todo.

El olor del melao de caña de azúcar, medio apestado medio ácido, se le impregnaba hasta los sesos.  San Pedro de Macorís era una potencia azucarera durante la edad temprana de mi madre; me comenta que tenía los ingenios Santa Fe, Angelina, Consuelo, Porvenir, Las Pajas y Quisqueya, los cuales eran propiedad de empresas estadounidenses y traían mayor prosperidad y empleo a los macorisanos, en comparación con otras provincias no cañeras del país.

San Pedro de Macorís, evoca mi madre era una ciudad culta, de gente trabajadora y honesta.  Su hermosa arquitectura en madera aun sobrevive, para muestra su Catedral San Pablo Apóstol.  Una tierra esculpida por el mar, el azúcar y el trabajo de su gente, se convirtió en una urbe multicultural, pues libaneses, sirios, españoles, americanos, alemanes caribeños, haitianos, y pobladores de otras provincias del país fueron atraídos por la pujanza económica que generaba la producción de azúcar de caña.  Era tal, que se decía en sus tiempos que el tirano repudiada y envidiada la provincia, a decir del pueblo.

La memoria también se manifiesta en los sonidos.  Durante el día los cascos de las patas de los caballos que tiraban los coches contra el suelo, los pregoneros ofreciendo uvas de playa y todas las exquisiteces, el aviso de algún barco entrando al puerto, las voces de sus padres y sus hermanos en el hogar.

Eran los tiempos de la radio.  Indeleble quedó en las esquinas de la mente de Mercedes María que el sonido del silencio absoluto al caer la noche, avanzaba por las calles el rugido inconfundible del motor de los carritos “cepillo” negros (modelo Volskwagen escarabajo); eran los vehículos del Servicio de Inteligencia Militar (órgano de represión de la dictadura) y su rugido anunciaban a los pobladores de la ciudad que les vigilaban.  Su rostro se contrae, y su mirada cambia cuando me dice, “tuvimos suerte que nunca se detuvieron frente a nuestra casa”. ¡Qué clara es la recordación del miedo!.

A veces, se congregaba con su familia en torno al radio, todos hacían silencio pues había que escuchar con el volumen muy bajo.  Las ondas hertzianas de la la BBC de Londres alcanzaban el salón de un hogar en San Pedro de Macorís.  Mi madre me cuenta con nostalgia de sus padres, que una noche con voz queda y preocupada, mi abuelo expresó preocupado a mi abuela: “Di, Hitler entró en Dinamarca”.  El tono de su voz manifestaba su preocupación pues la falta de libertad estaba cubriendo cual nube negra a toda la tierra.

Las matas de uvas de playa eran parte del paisaje natural costero, junto a los cocoteros, las playas de la República Dominicana. Apenas están resistiendo las arenas del tiempo. Han sido removidas en su gran mayoría para hacer espacio a los sillones largos, y un “mejor aprovechamiento del terreno”.

En la playa, suelo caminar sobre la arena, buscando cual rareza los arbustos de uvas de playa apartadas, si corro con suerte logro aparcarme bajo algún arbusto que generoso me brinda la sombra de sus hojas y ramas para protegerme del sol.  Cuando las encuentre recordaré el pregón en voz de mi madre: “Melaitas y saborsitaaaaaas, sabrositas y melaitaaaaaaaas, son uvas de la playita