“Hay quienes piensan que el destino descansa en las rodillas de los dioses, pero la verdad es que trabaja, como un desafío candente, sobre las conciencias de los hombres”. -Eduardo Galeano-.
El internet como fórmula de democratización del conocimiento y la facilitación de contenido a todo público desde la lógica de Tim Berners-Lee promotor de la herramienta, sin dudas, importante para el desarrollo socioeducativo de estos tiempos, cuya funcionalidad, irrefutablemente, proporciona el acceso fácil a información multidisciplinaria, antaño en manos de unos pocos, que apostaban a la manipulación didáctica producto del costo elevado de tener buena formación, se ha convertido también, en una retranca para la construcción de una sociedad apegada a la ética.
Si bien es cierto que las normas, tanto nacionales como supranacionales, en lo referente a la facilitación de los medios necesarios por parte del Estado para que las personas puedan expresarse libremente, así como acceder a la información y divulgarla sin más límites que los que establecen las mismas. Su uso indiscriminado y falta de supervisión oficial, ha generado una discusión aparentemente eterna, sobre qué se puede colgar y qué no, en las distintas plataformas existentes en la Web para la viabilidad, recolección, difusión de las ideas y el pensamiento.
Sabemos que volver a los tiempos donde la autoridad informacional descansaba en manos específicas, por la misma dinámica de la virtualidad de los datos obtenidos para la creación de contenidos, es más que imposible. Sin embargo, esa credibilidad otorgada a la prensa, exigida a través del principio 9) de la Declaración de Chapultepec, evidentemente ligada al compromiso con la búsqueda de precisión, imparcialidad, equidad y la clara diferenciación entre los mensajes, debe trasladarse a los creadores de contenidos vertidos en las redes sociales.
La observancia permanente del Estado a las personas que mediante la utilización de las plataformas digitales se han convertido en entes de referencia para nuestros jóvenes, tiene que desencadenar en una regulación eficaz que garantice que la divulgación de sus ideas, se hará respetando los parámetros normativos para la convivencia social establecida y aceptada por años. La libertad de pensamiento y el sagrado derecho de expresarlo, no puede quebrantar los valores destinados a la construcción de ciudadanos revestidos de moral e integridad.
La necesidad de poner un coto a esa avalancha creciente, no es capricho de quien escribe. En un trabajo social destinado a la comprensión de los procesos de aprendizaje, desarrollado en la década de los sesenta por el psicólogo Albert Bandura, titulado “Aprendizaje social y desarrollo de la personalidad” se determinó que, el observador aprende por medio de la experiencia ajena. Para el especialista, la edificación de la conducta de los individuos depende en gran medida del ambiente, el comportamiento y los procesos psicológicos de la persona.
Además de eso, Bandura plantea que el aprendizaje observacional tiene cuatro elementos sustanciales, de los que, de alguna forma, se desprende el sujeto social individual a partir de la conducta observada permanente del modelo y la experiencia mostrada por este, anclada por supuesto, al prestigio y competencia del mismo, que son: atención, retención, reproducción y motivación. De ahí que esto sea un desafío para la conciencia de esos hombres y una necesidad para la estructura pública destinada a la salvaguarda de la integridad colectiva: velar por una producción limpia, filtrada y modélica.
Esto nos plantea la urgencia de una normativa rigurosa y profunda que obligue a los creadores de contenidos a enviar mensajes que, en vez de dañar a terceros, aporten socialmente a la cimentación de un conocimiento de calidad y concreto. Sabiendo que el derecho a expresarse, se hará “respetando el honor, la intimidad, la dignidad y la moral de las personas, en especial la protección de la juventud y de la infancia, de conformidad con la ley y el orden público”. Como reza nuestra Constitución.